Francisco Rojas / El Universal
En las reuniones de los integrantes del Grupo de los 20 y organismos financieros internacionales, se ha manifestado un creciente desencanto con los resultados de los países que se han ajustado fielmente a los postulados del Consenso de Washington, que se convirtió en el pilar teórico de la política económica que ha prevalecido en los últimos lustros.
México ha sido reconocido como el país que con mayor rigor adoptó y observa esos principios con resultados elocuentes: equilibrio fiscal, bajas tasas de inflación y estabilidad en el tipo de cambio. El problema está en la economía real: se hizo la apertura comercial, pero no se complementó luego, como estaba previsto, con el fortalecimiento del sector agropecuario —salvo las grandes empresas exportadoras—, con una política de reconversión industrial, con el financiamiento adecuado, y tampoco se generaron los empleos esperados. El comercio exterior, por su parte, cobró una alta participación en el PIB, pero el mercado interno es endeble y tiende a estrecharse.
Los efectos en México de una política económica que no ha favorecido el desarrollo y el debilitamiento de la rectoría estatal se han traducido en tasas de crecimiento consistentemente bajas, desigualdad creciente y una distribución del ingreso que explican la debilidad del mercado interno, la expansión de la economía informal y el crecimiento de actividades ilegales que inhiben aún más el desarrollo industrial.
La economía no ha recuperado los niveles, de suyo exiguos, de finales de 2008; los datos oficiales dan cuenta de que en sólo dos años, seis millones de personas se han sumado a la pobreza; el desempleo, sobre todo de jóvenes, es creciente, y la desigualdad y falta de oportunidades se han vuelto angustiantes, una amenaza más al debilitado tejido social, a lo que se agrega que cada día se confirma más que la lucha contra el crimen organizado durará mucho, sin que se vean resultados a corto plazo ni se cambien las estrategias.
El gobierno ha enumerado decálogos que no se han transformado en resultados tangibles para la sociedad. Sin mediar explicación sobre los avances u obstáculos, cada propuesta se ha sobrepuesto a la anterior sin que, hasta ahora, se noten sus efectos. Contra lo que pudiera suponerse, esas propuestas no se han reflejado claramente en las iniciativas económicas enviadas al Legislativo. Mientras, los problemas nacionales se complican y las prácticas políticas se llevan a nivel de reyerta que, con el nerviosismo y ciertos dejos de autoritarismo, hacen que se confunda a las oposiciones con enemigos que deben ser aniquilados.
Seamos responsables. No podemos esperar demasiado para que empiecen a revertirse estas tendencias, pues no hay razones para refundar al país cada sexenio y menos para pedir resignación mientras termina una gestión de gobierno. Es hora del diálogo e incluso del debate abierto entre fuerzas políticas, organizaciones sociales e instituciones académicas, en busca de soluciones que, si no pueden dar frutos a corto plazo, deben emprenderse de inmediato, al menos, para evitar complicaciones más costosas para la nación.
No hay que esperar ninguna fecha para empezar a estructurar políticas de Estado pensadas para el mediano y largo plazos y en las que concurran los tres Poderes de la Unión y los tres órdenes de gobierno. Es urgente diseñar, discutir y adoptar una política para el crecimiento económico sostenido y sustentable, que integre las cadenas productivas y atenúe las desigualdades económicas regionales. Faltan políticas de Estado para construir infraestructura, preservar las cuencas hidrológicas, dar oportunidades de educación a los jóvenes, combatir y prevenir el crimen organizado y fortalecer la cohesión social a partir del combate efectivo a la desigualdad, empezando por las localidades de alta marginación.
Los legisladores del PRI pondremos nuestra parte para arribar a éstas y otras grandes decisiones. Pero es necesario revalorar la política, reconstruirla como debate entre ciudadanos libres, no como discordia y descalificación; reconocer que las sociedades son naturalmente diversas, que en la democracia emergen las diferencias y que éstas no obstruyen el diálogo ni los acuerdos, son su primer requisito.
En las reuniones de los integrantes del Grupo de los 20 y organismos financieros internacionales, se ha manifestado un creciente desencanto con los resultados de los países que se han ajustado fielmente a los postulados del Consenso de Washington, que se convirtió en el pilar teórico de la política económica que ha prevalecido en los últimos lustros.
México ha sido reconocido como el país que con mayor rigor adoptó y observa esos principios con resultados elocuentes: equilibrio fiscal, bajas tasas de inflación y estabilidad en el tipo de cambio. El problema está en la economía real: se hizo la apertura comercial, pero no se complementó luego, como estaba previsto, con el fortalecimiento del sector agropecuario —salvo las grandes empresas exportadoras—, con una política de reconversión industrial, con el financiamiento adecuado, y tampoco se generaron los empleos esperados. El comercio exterior, por su parte, cobró una alta participación en el PIB, pero el mercado interno es endeble y tiende a estrecharse.
Los efectos en México de una política económica que no ha favorecido el desarrollo y el debilitamiento de la rectoría estatal se han traducido en tasas de crecimiento consistentemente bajas, desigualdad creciente y una distribución del ingreso que explican la debilidad del mercado interno, la expansión de la economía informal y el crecimiento de actividades ilegales que inhiben aún más el desarrollo industrial.
La economía no ha recuperado los niveles, de suyo exiguos, de finales de 2008; los datos oficiales dan cuenta de que en sólo dos años, seis millones de personas se han sumado a la pobreza; el desempleo, sobre todo de jóvenes, es creciente, y la desigualdad y falta de oportunidades se han vuelto angustiantes, una amenaza más al debilitado tejido social, a lo que se agrega que cada día se confirma más que la lucha contra el crimen organizado durará mucho, sin que se vean resultados a corto plazo ni se cambien las estrategias.
El gobierno ha enumerado decálogos que no se han transformado en resultados tangibles para la sociedad. Sin mediar explicación sobre los avances u obstáculos, cada propuesta se ha sobrepuesto a la anterior sin que, hasta ahora, se noten sus efectos. Contra lo que pudiera suponerse, esas propuestas no se han reflejado claramente en las iniciativas económicas enviadas al Legislativo. Mientras, los problemas nacionales se complican y las prácticas políticas se llevan a nivel de reyerta que, con el nerviosismo y ciertos dejos de autoritarismo, hacen que se confunda a las oposiciones con enemigos que deben ser aniquilados.
Seamos responsables. No podemos esperar demasiado para que empiecen a revertirse estas tendencias, pues no hay razones para refundar al país cada sexenio y menos para pedir resignación mientras termina una gestión de gobierno. Es hora del diálogo e incluso del debate abierto entre fuerzas políticas, organizaciones sociales e instituciones académicas, en busca de soluciones que, si no pueden dar frutos a corto plazo, deben emprenderse de inmediato, al menos, para evitar complicaciones más costosas para la nación.
No hay que esperar ninguna fecha para empezar a estructurar políticas de Estado pensadas para el mediano y largo plazos y en las que concurran los tres Poderes de la Unión y los tres órdenes de gobierno. Es urgente diseñar, discutir y adoptar una política para el crecimiento económico sostenido y sustentable, que integre las cadenas productivas y atenúe las desigualdades económicas regionales. Faltan políticas de Estado para construir infraestructura, preservar las cuencas hidrológicas, dar oportunidades de educación a los jóvenes, combatir y prevenir el crimen organizado y fortalecer la cohesión social a partir del combate efectivo a la desigualdad, empezando por las localidades de alta marginación.
Los legisladores del PRI pondremos nuestra parte para arribar a éstas y otras grandes decisiones. Pero es necesario revalorar la política, reconstruirla como debate entre ciudadanos libres, no como discordia y descalificación; reconocer que las sociedades son naturalmente diversas, que en la democracia emergen las diferencias y que éstas no obstruyen el diálogo ni los acuerdos, son su primer requisito.
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