Miguel Marín Bosch / La Jornada
El otoño es la mejor época del año en Nueva York. El cambio de estación es espectacular, especialmente en Nueva Inglaterra, donde los árboles se visten de una variedad de colores en una última explosión antes de las nieves de invierno.
En el otoño el calor ha terminado y el frío empieza a pellizcar. Las Naciones Unidas inician la sesión anual de su asamblea general y se intensifica la actividad comercial. Empiezan su temporada las compañías de teatro, la filarmónica y la ópera. Se multiplican los estrenos de películas y las televisoras lanzan programas nuevos. Los museos presentan exhibiciones especiales.
En los deportes también hay cambios. El beisbol termina su temporada mientras el futbol (a la usanza estadunidense), el baloncesto y el hockey inician las suyas.
Por cierto que en materia de deportes los estadunidenses se muestran proclives al autobombo. Piensen que la final del campeonato profesional de beisbol se llama "la serie mundial". Hubo ocasiones en que se jugó entre los Dodgers de Brooklyn y los Yankis del Bronx, dos condados de la misma ciudad. Es como si una final entre el América y la UNAM se llamara la copa del mundo.
El sentido del humor en los deportes estadunidenses se encuentra también en la liga profesional de hockey sobre hielo. La llaman la National Hockey League. Hacen caso omiso del hecho que durante décadas más de 80 por ciento de los jugadores originarios de Canadá y no pocos equipos tienen su sede en ciudades de ese país.
Este otoño ha sido muy distinto para mí. Hace tres días los Gigantes, ahora de San Francisco y antes de Nueva York, ganaron el clásico de otoño. Llevaba 56 años esperando y por fin cumplieron. En efecto, la última vez que ganaron fue en 1954, barriendo a Cleveland en cuatro juegos, y ahora vencieron a los Rangers en cinco partidos. Para muchos neoyorquinos los Rangers son su equipo de hockey y los únicos Giants son los que juegan en la National Football League.
Éste también ha sido un otoño de elecciones en Nueva York y en Estados Unidos. Andrew Cuomo, hijo de un ex gobernador, ahora dirigirá los destinos de Nueva York. Como en muchas partes, hay cargos políticos que se quedan en familia en Estados Unidos. Por primera vez en casi 60 años no habrá un Kennedy en el Congreso.
A nivel nacional hubo las llamadas elecciones intermedias (a la mitad del ciclo de una administración presidencial). Se renueva la cámara baja y una tercera parte del Senado. Hubo también 37 comicios para gobernador. El Partido Demócrata perdió muchos escaños en el Congreso y no pocos gobiernos estatales. Pero la victoria del Partido Republicano no fue tan contundente como algunos habían vaticinado.
Ha sido una temporada muy larga de campañas electorales. Eso es normal en Estados Unidos. Pero ésta ha sido especialmente costosa y ruda. Se calcula que los candidatos gastaron arriba de 3 mil millones de dólares en campañas. Eso equivale a tres veces el presupuesto ordinario anual de la ONU.
Pero ha sido también una campaña en la que el electorado ha mostrado su enojo y algunos candidatos se sobregiraron en sus ataques de carácter personal. ¿Por qué está enojado el electorado? El desempleo es relativamente alto y la debacle financiera y económica aún no parece tener solución pese al gigantesco estímulo económico aprobado por el Congreso a instancias del presidente Barack Obama.
Los ciudadanos no están de acuerdo con mucho de lo que ocurre en Washington. Casi 60 por ciento cree que el rumbo del país que Obama ha trazado está mal. En orden decreciente piensan que se ha equivocado en cuanto a déficit presupuestario, economía, inmigración, impuestos, sistema de salud, la guerra en Afganistán, la seguridad social, la guerra en Irak, el medio ambiente y los derechos de los homosexuales.
No le achacan la crisis económica (eso se lo atribuyen a George W. Bush), pero no creen que la esté resolviendo. De ahí la inconformidad con los miembros del Congreso y de ahí el surgimiento del movimiento popular llamado el Tea Party, que ni es un partido ni sirve té en sus manifestaciones. Abarca a agrupaciones de ciudadanos que parecen tener poco en común salvo su odio por los que detentan el poder en Washington.
El Tea Party atrae a muchos votantes independientes que en 2008 se inclinaron por Obama, pero que ahora apoyaron más a candidatos republicanos. Pero éstos están divididos entre los tradicionales y los que podríamos llamar espontáneos, muchos de los cuales cuentan con el apoyo de Sarah Palin.
Pero detrás de toda esa aparente inconformidad con Washington se esconde algo que Obama tendrá que enfrentar en los próximos años: hay muchos estadunidenses a los que sencillamente no les gusta que sea presidente. Le cuelgan el sambenito de que tiene un acta de nacimiento falsa, que es un musulmán, que tiene inclinaciones socialistas, que tiene una agenda secreta y que es político poco conciliador.
En enero de 2009 Obama llegó a la Casa Blanca con sendas mayorías en las dos cámaras del Congreso. Ha logrado la aprobación de un importante número de leyes. Pero no ha logrado convencer a la oposición republicana ni, peor aún, ha logrado detener la erosión del apoyo de los jóvenes que se entusiasmaron con su campaña de 2008. La apatía del electorado estadunidense es más evidente en elecciones intermedias cuando apenas vota 40 por ciento. Y Obama ha sido víctima de esa apatía aunada al enojo de muchos votantes independientes.
Ahora tendrá que lidiar con un Congreso que en parte estará controlado por el Partido Republicano y que incluirá a personajes bastante más impresentables que los que suele enviar a Washington el electorado estadunidense.
El otoño suele ser una temporada agradable. Para Obama terminó con las elecciones del pasado martes.
El otoño es la mejor época del año en Nueva York. El cambio de estación es espectacular, especialmente en Nueva Inglaterra, donde los árboles se visten de una variedad de colores en una última explosión antes de las nieves de invierno.
En el otoño el calor ha terminado y el frío empieza a pellizcar. Las Naciones Unidas inician la sesión anual de su asamblea general y se intensifica la actividad comercial. Empiezan su temporada las compañías de teatro, la filarmónica y la ópera. Se multiplican los estrenos de películas y las televisoras lanzan programas nuevos. Los museos presentan exhibiciones especiales.
En los deportes también hay cambios. El beisbol termina su temporada mientras el futbol (a la usanza estadunidense), el baloncesto y el hockey inician las suyas.
Por cierto que en materia de deportes los estadunidenses se muestran proclives al autobombo. Piensen que la final del campeonato profesional de beisbol se llama "la serie mundial". Hubo ocasiones en que se jugó entre los Dodgers de Brooklyn y los Yankis del Bronx, dos condados de la misma ciudad. Es como si una final entre el América y la UNAM se llamara la copa del mundo.
El sentido del humor en los deportes estadunidenses se encuentra también en la liga profesional de hockey sobre hielo. La llaman la National Hockey League. Hacen caso omiso del hecho que durante décadas más de 80 por ciento de los jugadores originarios de Canadá y no pocos equipos tienen su sede en ciudades de ese país.
Este otoño ha sido muy distinto para mí. Hace tres días los Gigantes, ahora de San Francisco y antes de Nueva York, ganaron el clásico de otoño. Llevaba 56 años esperando y por fin cumplieron. En efecto, la última vez que ganaron fue en 1954, barriendo a Cleveland en cuatro juegos, y ahora vencieron a los Rangers en cinco partidos. Para muchos neoyorquinos los Rangers son su equipo de hockey y los únicos Giants son los que juegan en la National Football League.
Éste también ha sido un otoño de elecciones en Nueva York y en Estados Unidos. Andrew Cuomo, hijo de un ex gobernador, ahora dirigirá los destinos de Nueva York. Como en muchas partes, hay cargos políticos que se quedan en familia en Estados Unidos. Por primera vez en casi 60 años no habrá un Kennedy en el Congreso.
A nivel nacional hubo las llamadas elecciones intermedias (a la mitad del ciclo de una administración presidencial). Se renueva la cámara baja y una tercera parte del Senado. Hubo también 37 comicios para gobernador. El Partido Demócrata perdió muchos escaños en el Congreso y no pocos gobiernos estatales. Pero la victoria del Partido Republicano no fue tan contundente como algunos habían vaticinado.
Ha sido una temporada muy larga de campañas electorales. Eso es normal en Estados Unidos. Pero ésta ha sido especialmente costosa y ruda. Se calcula que los candidatos gastaron arriba de 3 mil millones de dólares en campañas. Eso equivale a tres veces el presupuesto ordinario anual de la ONU.
Pero ha sido también una campaña en la que el electorado ha mostrado su enojo y algunos candidatos se sobregiraron en sus ataques de carácter personal. ¿Por qué está enojado el electorado? El desempleo es relativamente alto y la debacle financiera y económica aún no parece tener solución pese al gigantesco estímulo económico aprobado por el Congreso a instancias del presidente Barack Obama.
Los ciudadanos no están de acuerdo con mucho de lo que ocurre en Washington. Casi 60 por ciento cree que el rumbo del país que Obama ha trazado está mal. En orden decreciente piensan que se ha equivocado en cuanto a déficit presupuestario, economía, inmigración, impuestos, sistema de salud, la guerra en Afganistán, la seguridad social, la guerra en Irak, el medio ambiente y los derechos de los homosexuales.
No le achacan la crisis económica (eso se lo atribuyen a George W. Bush), pero no creen que la esté resolviendo. De ahí la inconformidad con los miembros del Congreso y de ahí el surgimiento del movimiento popular llamado el Tea Party, que ni es un partido ni sirve té en sus manifestaciones. Abarca a agrupaciones de ciudadanos que parecen tener poco en común salvo su odio por los que detentan el poder en Washington.
El Tea Party atrae a muchos votantes independientes que en 2008 se inclinaron por Obama, pero que ahora apoyaron más a candidatos republicanos. Pero éstos están divididos entre los tradicionales y los que podríamos llamar espontáneos, muchos de los cuales cuentan con el apoyo de Sarah Palin.
Pero detrás de toda esa aparente inconformidad con Washington se esconde algo que Obama tendrá que enfrentar en los próximos años: hay muchos estadunidenses a los que sencillamente no les gusta que sea presidente. Le cuelgan el sambenito de que tiene un acta de nacimiento falsa, que es un musulmán, que tiene inclinaciones socialistas, que tiene una agenda secreta y que es político poco conciliador.
En enero de 2009 Obama llegó a la Casa Blanca con sendas mayorías en las dos cámaras del Congreso. Ha logrado la aprobación de un importante número de leyes. Pero no ha logrado convencer a la oposición republicana ni, peor aún, ha logrado detener la erosión del apoyo de los jóvenes que se entusiasmaron con su campaña de 2008. La apatía del electorado estadunidense es más evidente en elecciones intermedias cuando apenas vota 40 por ciento. Y Obama ha sido víctima de esa apatía aunada al enojo de muchos votantes independientes.
Ahora tendrá que lidiar con un Congreso que en parte estará controlado por el Partido Republicano y que incluirá a personajes bastante más impresentables que los que suele enviar a Washington el electorado estadunidense.
El otoño suele ser una temporada agradable. Para Obama terminó con las elecciones del pasado martes.
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