Luis Linares Zapata / La Jornada
Cuando se discutía acerca del costo que implicaría el rescate bancario mucho se alegó, por parte de los incontables jilgueros del sistema imperante, que no rebasaría uno o 2 por ciento del PIB. Mucho sería lo que, al fin y al cabo, afirmaban, el gobierno recibiría por los activos depositados en poder de los bancos. El entonces senador panista Fauzi Hamdan llegó a calcular que, por cada peso fiscal invertido, recibirían algo así como 70 centavos de retorno. Puras cuentas alegres difundidas con el simple propósito de confundir a la ciudadanía. La mala fe de este personaje, siempre aliado a las peores causas hacendarias de las que aún hace su agosto, ha quedado más que probada. Todavía hoy, el costo real del desaguisado alcanza el billón de pesos, casi 10 por ciento del PIB. Además, se han pagado otro medio billón en intereses desde esos aciagos días a la fecha.
El razonamiento de fondo utilizado por funcionarios públicos (entre los que destacaba el inefable Guillermo Ortiz en la primera línea de defensa) trataba de disculpar a los banqueros con el señuelo de las penurias evitables para los cuentahabientes. Se argumentaba también el riesgo que amenazaba al sistema de pagos completo, una catástrofe sin límite en ciernes. La verdad fue que los dueños de muchos bancos (que después los venderían con enormes beneficios para sus accionistas) saldrían beneficiados. Muchos de ellos titulares, contra las normas existentes y las sanas prácticas bancarias, de enormes créditos, llamados relacionados. Es decir, créditos otorgados a los mismos accionistas o, lo que es peor, grandes créditos avalados por las acciones que iban a ser adquiridas con ellos. En fin, un interminable rosario de fechorías de esos que aún se siguen ostentando como respetables negociantes.
El recuento de aquellos daños al capital de los mexicanos sigue presente en nuestros turbulentos días. Sólo que, ahora, las derivaciones se mezclan con otros tantos daños, a cual más de tétricos y devastadores. La cruenta batalla contra el crimen organizado, en especial a su faceta del narcotráfico, arroja pasivos por todos lados: muertos por decenas de miles, inversión de valores colectivos, juventudes extraviadas, erogaciones presupuestales inmensas, horizontes cerrados para millones de ciudadanos, rispidez con los vecinos del sur y el norte, rumbo de salida perdido y otro sinfín de calamidades. El origen de muchos de estos males, cargados casi en su totalidad a la cuenta del señor Calderón y su legado, deben ser revisados, qué duda cabe, también a la luz del modelo vigente.
En efecto. Las carencias de legitimidad del señor Calderón se enquistaron en el origen de sus malhadadas decisiones iniciales. Sin la información y calma suficientes, desató una guerra sin cuartel que se acompasó con la descomposición política del país. Aun cuando algunos siguen pidiendo aunque sea una sola prueba del fraude, a contracorriente de millones que opinan lo contrario y toda clase de indicios, estudios probatorios y una interminable colección de datos, la verdad es que ése fue el motivo impulsor de su accionar. Ya en el atardecer del sexenio mal habido, los pasivos se agrandan cuando se piensa en cierta numeralia. Dos son los centrales cargos: los 28 mil muertos al día de hoy y los 10 mil millones de dólares gastados en la lucha armada. Las cuentas para 2012 serán imborrables, un horroroso dispendio en recursos escasos y vidas humanas.
Cómo enderezar el barco, cómo mostrar una salida aunque sea en el mediano plazo que no sea sólo la petición de cambiar de estrategia. Es clara la necesidad de un replanteamiento de fondo. Pero no se puede pedir, simplemente, que se regrese el Ejército a los cuarteles en medio de la feroz disputa actual. Tendrá que hacerse el esfuerzo en tal sentido, pero con mayores cuidados y con una fuerza sustituta que, por ahora al menos, no se ve con claridad suficiente. Se ha solicitado, cada vez con mayor angustia, desesperación y consistencia, que se diseñe otra estrategia. Una que acompañe al afán policiaco o militar, con medidas de corte social. Se sugiere, en vista del cambio en los tiempos y las materias bajo prohibición, el recuperar independencia y soberanía frente a la compulsión americana por imponer dictados a su simple conveniencia, como un primer paso. Seguir con el sustrato cultural de valores y, finalmente, moverse al terreno político.
Pero pocos son los que meditan acerca de cambiar el modelo productivo (y fiscal) para atacar, con eficacia, el problema de fondo y darle viabilidad a tales alternativas. Es nula la opinión que se expresa en medios, sobre las responsabilidades derivadas de aplicar, sin retobos y con una fidelidad sin límites, el modelo concentrador. La resultante de la planteada como única ruta, es un estado de cosas degradantes, perversas y sin salidas. Por eso se cae, al sólo tratar de pedir a gritos un cambio, en un túnel oscuro, asfixiante, sin asideros aparentes.
El abultado pasivo social que propició esta degradación cultural y política actual se incubó en décadas de abandono, de irresponsable frenesí de enriquecimiento por unos cuantos políticos (Salinas a la cabeza) y otros tantos mal nombrados hombres de empresa. El modelo de acumulación salvaje, llevado a cabo a conciencia por la elite decisoria del país y haiga sido como haiga sido, es la causante directa del problema, aparentemente sin solución a la vista, que aqueja al México de hoy. Habría que elaborar un plan, en gran escala, para reparar los enormes boquetes en salud, en alimentación y vivienda, pero, en especial, en educación para con la juventud. Hay que obtener, que movilizar, cuantiosos recursos adicionales, similares a ese 10 por ciento del PIB del Fobaproa disque para salvar a México, y atacar de raíz lo que sucede. De manera parecida a como se llevaron a las cuentas macro los pasivos de los banqueros, aparentemente sin desbalancear las cuentas fiscales, imaginar una salida para lo social. Claro está que, esta vez, sin comprometer a las futuras generaciones, sino incorporándolas al desarrollo. Sólo habría que cobrar los impuestos necesarios y aguantar vara con los mercados, los traficantes de influencia y los fundamentalistas internos, efectivos reyes de la ignorancia.
Cuando se discutía acerca del costo que implicaría el rescate bancario mucho se alegó, por parte de los incontables jilgueros del sistema imperante, que no rebasaría uno o 2 por ciento del PIB. Mucho sería lo que, al fin y al cabo, afirmaban, el gobierno recibiría por los activos depositados en poder de los bancos. El entonces senador panista Fauzi Hamdan llegó a calcular que, por cada peso fiscal invertido, recibirían algo así como 70 centavos de retorno. Puras cuentas alegres difundidas con el simple propósito de confundir a la ciudadanía. La mala fe de este personaje, siempre aliado a las peores causas hacendarias de las que aún hace su agosto, ha quedado más que probada. Todavía hoy, el costo real del desaguisado alcanza el billón de pesos, casi 10 por ciento del PIB. Además, se han pagado otro medio billón en intereses desde esos aciagos días a la fecha.
El razonamiento de fondo utilizado por funcionarios públicos (entre los que destacaba el inefable Guillermo Ortiz en la primera línea de defensa) trataba de disculpar a los banqueros con el señuelo de las penurias evitables para los cuentahabientes. Se argumentaba también el riesgo que amenazaba al sistema de pagos completo, una catástrofe sin límite en ciernes. La verdad fue que los dueños de muchos bancos (que después los venderían con enormes beneficios para sus accionistas) saldrían beneficiados. Muchos de ellos titulares, contra las normas existentes y las sanas prácticas bancarias, de enormes créditos, llamados relacionados. Es decir, créditos otorgados a los mismos accionistas o, lo que es peor, grandes créditos avalados por las acciones que iban a ser adquiridas con ellos. En fin, un interminable rosario de fechorías de esos que aún se siguen ostentando como respetables negociantes.
El recuento de aquellos daños al capital de los mexicanos sigue presente en nuestros turbulentos días. Sólo que, ahora, las derivaciones se mezclan con otros tantos daños, a cual más de tétricos y devastadores. La cruenta batalla contra el crimen organizado, en especial a su faceta del narcotráfico, arroja pasivos por todos lados: muertos por decenas de miles, inversión de valores colectivos, juventudes extraviadas, erogaciones presupuestales inmensas, horizontes cerrados para millones de ciudadanos, rispidez con los vecinos del sur y el norte, rumbo de salida perdido y otro sinfín de calamidades. El origen de muchos de estos males, cargados casi en su totalidad a la cuenta del señor Calderón y su legado, deben ser revisados, qué duda cabe, también a la luz del modelo vigente.
En efecto. Las carencias de legitimidad del señor Calderón se enquistaron en el origen de sus malhadadas decisiones iniciales. Sin la información y calma suficientes, desató una guerra sin cuartel que se acompasó con la descomposición política del país. Aun cuando algunos siguen pidiendo aunque sea una sola prueba del fraude, a contracorriente de millones que opinan lo contrario y toda clase de indicios, estudios probatorios y una interminable colección de datos, la verdad es que ése fue el motivo impulsor de su accionar. Ya en el atardecer del sexenio mal habido, los pasivos se agrandan cuando se piensa en cierta numeralia. Dos son los centrales cargos: los 28 mil muertos al día de hoy y los 10 mil millones de dólares gastados en la lucha armada. Las cuentas para 2012 serán imborrables, un horroroso dispendio en recursos escasos y vidas humanas.
Cómo enderezar el barco, cómo mostrar una salida aunque sea en el mediano plazo que no sea sólo la petición de cambiar de estrategia. Es clara la necesidad de un replanteamiento de fondo. Pero no se puede pedir, simplemente, que se regrese el Ejército a los cuarteles en medio de la feroz disputa actual. Tendrá que hacerse el esfuerzo en tal sentido, pero con mayores cuidados y con una fuerza sustituta que, por ahora al menos, no se ve con claridad suficiente. Se ha solicitado, cada vez con mayor angustia, desesperación y consistencia, que se diseñe otra estrategia. Una que acompañe al afán policiaco o militar, con medidas de corte social. Se sugiere, en vista del cambio en los tiempos y las materias bajo prohibición, el recuperar independencia y soberanía frente a la compulsión americana por imponer dictados a su simple conveniencia, como un primer paso. Seguir con el sustrato cultural de valores y, finalmente, moverse al terreno político.
Pero pocos son los que meditan acerca de cambiar el modelo productivo (y fiscal) para atacar, con eficacia, el problema de fondo y darle viabilidad a tales alternativas. Es nula la opinión que se expresa en medios, sobre las responsabilidades derivadas de aplicar, sin retobos y con una fidelidad sin límites, el modelo concentrador. La resultante de la planteada como única ruta, es un estado de cosas degradantes, perversas y sin salidas. Por eso se cae, al sólo tratar de pedir a gritos un cambio, en un túnel oscuro, asfixiante, sin asideros aparentes.
El abultado pasivo social que propició esta degradación cultural y política actual se incubó en décadas de abandono, de irresponsable frenesí de enriquecimiento por unos cuantos políticos (Salinas a la cabeza) y otros tantos mal nombrados hombres de empresa. El modelo de acumulación salvaje, llevado a cabo a conciencia por la elite decisoria del país y haiga sido como haiga sido, es la causante directa del problema, aparentemente sin solución a la vista, que aqueja al México de hoy. Habría que elaborar un plan, en gran escala, para reparar los enormes boquetes en salud, en alimentación y vivienda, pero, en especial, en educación para con la juventud. Hay que obtener, que movilizar, cuantiosos recursos adicionales, similares a ese 10 por ciento del PIB del Fobaproa disque para salvar a México, y atacar de raíz lo que sucede. De manera parecida a como se llevaron a las cuentas macro los pasivos de los banqueros, aparentemente sin desbalancear las cuentas fiscales, imaginar una salida para lo social. Claro está que, esta vez, sin comprometer a las futuras generaciones, sino incorporándolas al desarrollo. Sólo habría que cobrar los impuestos necesarios y aguantar vara con los mercados, los traficantes de influencia y los fundamentalistas internos, efectivos reyes de la ignorancia.
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