Arturo Balderas Rodríguez / La Jornada
Los pasados 24 meses han tenido una característica especial en Estados Unidos: el golpeteo incesante en contra de un gobierno que prometió un cambio en el país. No se trataba de un cambio de sistema económico, tampoco político y mucho menos ideológico: simplemente de adecentar un poco la atrofiada manera de gobernar. En eso estuvieron de acuerdo la mayoría de los estadunidenses cuando eligieron presidente a Barack Obama y con él, gracias a su arrolladora popularidad, a un Congreso de mayoría demócrata.
Desdichadamente para Obama fue la visión mesiánica, a la que suelen ser tan afectos los votantes, la que los llevó a elegirlo, no la reflexión serena de lo que había sucedido en el país los anteriores ocho años de gobierno republicano. En esos años un puñado de barones tomaron por asalto todas las instancias económicas y políticas del país. Frank Rich acertó la semana pasada cuando escribió en el New York Times que las compañías petroleras, farmacéuticas y aseguradoras comandados por los señores de Wall Street se apoderaron de las instancias de decisión política y económica del país para beneficio del 2 por ciento más rico de la población de EU.
Obama prometió cambiar ese estado de cosas y sobre esa premisa, se propuso gobernar. Busco el consenso de la oposición, pero ésta no lo aceptó y a cambio prometió obstruir todas y cada una de sus iniciativas. Para ello, sus opositores se apoyaron en una campaña en los medios de comunicación, patrocinada por las corporaciones que se sintieron afectadas por las iniciativas de Obama: el plan de salud, la reforma financiera, la reforma energética, la protección al medio ambiente y la restricción al gasto en la industria militar.
Hoy, ante el derrumbe de los demócratas en las encuestas, se realzan los errores en la estrategia del cambio: insistir en el consenso cuando era obvio que los republicanos estaban resueltos a obstaculizar cualquiera de sus iniciativas; deficiente política de comunicación –casi nadie se enteró de que en estos 24 meses los impuestos a quienes ganan menos se redujeron, al contrario de lo que desde la oposición al gobierno se ha dicho–; falta de decisión para castigar enérgicamente a quienes se enrique- cieron aprovechando la insuficiente regulación financiera. Y, tal vez, lo que se considera como su mayor pecado: no haber reducido el alto índice de desempleo.
Son algunos de los errores y omisiones que, justa o injustamente, se le reclaman. Pese a ello, no se puede negar que un país al borde de la quiebra moral y económica sobrevivió una vez que Obama tomó sus riendas y, como él dijo, se sentaron las bases para un cambio que será paulatino.
El olvido del pasado y los bolsillos vacíos siempre juegan la última carta al momento de votar. Aunque las heridas están abiertas todavía, quienes acudan mañana a las urnas habrán olvidado quién o quiénes las causaron, pero tendrán sosiego encontrando un culpable, aunque éste no sea el responsable de ellas.
Los pasados 24 meses han tenido una característica especial en Estados Unidos: el golpeteo incesante en contra de un gobierno que prometió un cambio en el país. No se trataba de un cambio de sistema económico, tampoco político y mucho menos ideológico: simplemente de adecentar un poco la atrofiada manera de gobernar. En eso estuvieron de acuerdo la mayoría de los estadunidenses cuando eligieron presidente a Barack Obama y con él, gracias a su arrolladora popularidad, a un Congreso de mayoría demócrata.
Desdichadamente para Obama fue la visión mesiánica, a la que suelen ser tan afectos los votantes, la que los llevó a elegirlo, no la reflexión serena de lo que había sucedido en el país los anteriores ocho años de gobierno republicano. En esos años un puñado de barones tomaron por asalto todas las instancias económicas y políticas del país. Frank Rich acertó la semana pasada cuando escribió en el New York Times que las compañías petroleras, farmacéuticas y aseguradoras comandados por los señores de Wall Street se apoderaron de las instancias de decisión política y económica del país para beneficio del 2 por ciento más rico de la población de EU.
Obama prometió cambiar ese estado de cosas y sobre esa premisa, se propuso gobernar. Busco el consenso de la oposición, pero ésta no lo aceptó y a cambio prometió obstruir todas y cada una de sus iniciativas. Para ello, sus opositores se apoyaron en una campaña en los medios de comunicación, patrocinada por las corporaciones que se sintieron afectadas por las iniciativas de Obama: el plan de salud, la reforma financiera, la reforma energética, la protección al medio ambiente y la restricción al gasto en la industria militar.
Hoy, ante el derrumbe de los demócratas en las encuestas, se realzan los errores en la estrategia del cambio: insistir en el consenso cuando era obvio que los republicanos estaban resueltos a obstaculizar cualquiera de sus iniciativas; deficiente política de comunicación –casi nadie se enteró de que en estos 24 meses los impuestos a quienes ganan menos se redujeron, al contrario de lo que desde la oposición al gobierno se ha dicho–; falta de decisión para castigar enérgicamente a quienes se enrique- cieron aprovechando la insuficiente regulación financiera. Y, tal vez, lo que se considera como su mayor pecado: no haber reducido el alto índice de desempleo.
Son algunos de los errores y omisiones que, justa o injustamente, se le reclaman. Pese a ello, no se puede negar que un país al borde de la quiebra moral y económica sobrevivió una vez que Obama tomó sus riendas y, como él dijo, se sentaron las bases para un cambio que será paulatino.
El olvido del pasado y los bolsillos vacíos siempre juegan la última carta al momento de votar. Aunque las heridas están abiertas todavía, quienes acudan mañana a las urnas habrán olvidado quién o quiénes las causaron, pero tendrán sosiego encontrando un culpable, aunque éste no sea el responsable de ellas.
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