José Fernández Santillán
EL UNIVERSAL
En asuntos históricos a veces los números dicen más que las palabras. Por ejemplo, en las grandes manifestaciones que precedieron a la caída del muro de Berlín hubo un sinfín de pancartas, pero la más representativa de ellas no portaba alguna frase; simplemente llevaba dos fechas "1789-1989" para destacar el vínculo entre la Revolución francesa y la rebelión contra la tiranía soviética; rebelión reivindicadora de los principios y valores de la libertad, igualdad y fraternidad que el estalinismo quiso echar por tierra.
Hoy que comienza el año de 2010 es ocasión propicia para echar una mirada a nuestra historia y ver qué tanto nos hemos acercado o alejado de los principios con base en los cuales se estableció México a partir de la Independencia (1810) y la Revolución (1910).
Dicho de otra manera: qué cuentas le vamos a entregar a quienes forjaron la nacionalidad mexicana en aquella gesta encabezada por don Miguel Hidalgo y a quienes, convocados por don Francisco I. Madero, tomaron las armas en pos de un país más justo y libre.
Convengamos en que nuestro proyecto nacional tiene un hilo conductor que vincula la Constitución de Apatzingán de 1814, la Constitución federal de 1824, la Constitución liberal de 1857 y la Constitución revolucionaria de 1917.
En ellas, progresivamente, se asentaron las garantías individuales, los derechos políticos, los derechos sociales, la supremacía de la ley, la división de poderes, el laicismo, el civilismo, la soberanía nacional, la formación de un Estado capaz de garantizar el orden público, y que, además, se quiso líder en el concierto de las naciones.
Lo que hoy tenemos, en cambio, es un país que ha perdido prestigio internacional, agobiado por la violencia criminal, el ascenso del clericalismo y el militarismo, un desbarajuste en la relación entre los poderes de la Unión, ofendido por las abismales desigualdades sociales, el mercadeo descarado de votos y la violación de los derechos humanos.
Debemos reconocer que en algún momento la nación perdió el rumbo y, en consecuencia, es imperativo retomar el cauce de la institucionalidad y la legalidad visualizadas desde hace dos siglos.
A mi entender, tomamos el camino equivocado cuando se nos vino encima la llamada "Revolución conservadora" cuyo blanco de ataque fue el Estado en su conjunto y, en contrapartida, se nos hizo creer que el mercado era el remedio a nuestros males.
Atacando al paternalismo y al populismo los conservadores mexicanos en realidad echaron por la borda a la justicia social; al aceptar la democracia tomaron de ella los procedimientos electorales, pero no el contenido que es el respeto por el discernimiento del ciudadano para escoger a sus gobernantes y representantes.
Estamos en presencia de un verdadero y propio "cuello de botella evolutivo" que ha concentrado el poder y la riqueza en un puñado de individuos.
Pero el modelo se les agotó: hemos llegado a tal punto que "los dueños del país" ya no saben qué hacer con él; se les está yendo de las manos.
Hoy que comienza el año de 2010 es ocasión propicia para echar una mirada a nuestra historia y ver qué tanto nos hemos acercado o alejado de los principios con base en los cuales se estableció México a partir de la Independencia (1810) y la Revolución (1910).
Dicho de otra manera: qué cuentas le vamos a entregar a quienes forjaron la nacionalidad mexicana en aquella gesta encabezada por don Miguel Hidalgo y a quienes, convocados por don Francisco I. Madero, tomaron las armas en pos de un país más justo y libre.
Convengamos en que nuestro proyecto nacional tiene un hilo conductor que vincula la Constitución de Apatzingán de 1814, la Constitución federal de 1824, la Constitución liberal de 1857 y la Constitución revolucionaria de 1917.
En ellas, progresivamente, se asentaron las garantías individuales, los derechos políticos, los derechos sociales, la supremacía de la ley, la división de poderes, el laicismo, el civilismo, la soberanía nacional, la formación de un Estado capaz de garantizar el orden público, y que, además, se quiso líder en el concierto de las naciones.
Lo que hoy tenemos, en cambio, es un país que ha perdido prestigio internacional, agobiado por la violencia criminal, el ascenso del clericalismo y el militarismo, un desbarajuste en la relación entre los poderes de la Unión, ofendido por las abismales desigualdades sociales, el mercadeo descarado de votos y la violación de los derechos humanos.
Debemos reconocer que en algún momento la nación perdió el rumbo y, en consecuencia, es imperativo retomar el cauce de la institucionalidad y la legalidad visualizadas desde hace dos siglos.
A mi entender, tomamos el camino equivocado cuando se nos vino encima la llamada "Revolución conservadora" cuyo blanco de ataque fue el Estado en su conjunto y, en contrapartida, se nos hizo creer que el mercado era el remedio a nuestros males.
Atacando al paternalismo y al populismo los conservadores mexicanos en realidad echaron por la borda a la justicia social; al aceptar la democracia tomaron de ella los procedimientos electorales, pero no el contenido que es el respeto por el discernimiento del ciudadano para escoger a sus gobernantes y representantes.
Estamos en presencia de un verdadero y propio "cuello de botella evolutivo" que ha concentrado el poder y la riqueza en un puñado de individuos.
Pero el modelo se les agotó: hemos llegado a tal punto que "los dueños del país" ya no saben qué hacer con él; se les está yendo de las manos.
Incluso ya no confían en quien antes depositaron su confianza.
La combinación entre el esquema político del presidencialismo y la receta económica del monetarismo ya no da para más. En consecuencia, es preciso rectificar el rumbo con base en la democracia parlamentaria y una economía con responsabilidad social.
Esa sería una buena forma de rendirle homenaje a quienes edificaron la nación: dar por terminada la contrarrevolución conservadora.
La combinación entre el esquema político del presidencialismo y la receta económica del monetarismo ya no da para más. En consecuencia, es preciso rectificar el rumbo con base en la democracia parlamentaria y una economía con responsabilidad social.
Esa sería una buena forma de rendirle homenaje a quienes edificaron la nación: dar por terminada la contrarrevolución conservadora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario