sábado, 30 de enero de 2010

CRISIS: ¿SALIDAS O RECAÍDAS?

Por: David Ibarra /EL UNIVERSAL
En mi artículo anterior señalé que hay un intento conservador de alimentar con expectativas alentadoras a ciudadanos y agentes productivos, reiterando el fin de la crisis global. Se quiere ver el futuro como la restauración de los poderes del mercado y el fin del intervencionismo público a que obligó la debacle económica universal.
A propósito se invoca a los fantasmas de la inflación y el endeudamiento público, como males a eliminar cuanto antes a fin de no lesionar el poder de los mercados ni lesionar su confianza en la estabilidad de precios. De otro lado, se alzan voces señalando que el mundo y los gobiernos de los países deben alterar sustantivamente las reglas del orden económico internacional y los paradigmas económicos que nos rigen. En esta vertiente se señalan los costos sociales enormes de las crisis desde que se optó por la liberación de mercados y el recorte de las funciones reguladoras de los estados.
El debate político entre conservadores y progresistas está abierto y tiene claro reflejo en los vericuetos de la política norteamericana anticrisis y de muchos otros países. Desde la irrupción del receso, la postura política conservadora logró modificar y reducir el programa de acción presentado al Congreso de ese país. Pese a que el impacto reanimador del gasto gubernamental en la demanda es mayor al de la reducción de impuestos, alrededor de un tercio de dicho programa tuvo que dedicarse a bajar gravámenes.
De ahí las críticas enderezadas por los premios Nobel, Paul Krugman y Joseph Stiglitz, quienes reiteradamente han señalado la insuficiencia de las medidas adoptadas para compensar las pérdidas de empleos asociadas a la crisis, estimadas en ocho millones de personas entre enero de 2008 y octubre de 2009.
También, se critica que las acciones anticíclicas se hayan enderezado a salvar a los banqueros más que a los bancos, con casi olvido de las familias endeudadas con hipotecas, con ingresos disminuidos por el desempleo o por el deterioro de sus pensiones. A mayor abundamiento después de la experiencia ruinosa de Lehman Brothers, las autoridades han centrado el esfuerzo en evitar la caída de las instituciones grandes con descuido al menos parcial de los bancos medianos y pequeños, esto es, alentando quizás forzadamente la concentración del poder financiero.
Desde luego, la rehabilitación del sistema financiero de los países es cuestión insoslayable. Con todo, hay demasiadas aristas no resueltas. Hoy por hoy, los bancos privados no tienen disposición de prestar a la producción como lo exigiría el fortalecimiento de la demanda y la inversión. De su lado, los gobiernos no intentan forzarles la mano, como lo justificarían los subsidios y ayudas concedidas. Más aún, se alienta a los propios bancos con liquidez a costo cero, que les suministran los bancos centrales y que luego colocan a tasas más elevadas. De aquí que sus utilidades se vayan recuperando y con ellas las cotizaciones en bolsa de sus acciones.
En parte esos fenómenos hacen resurgir burbujas financieras, asociadas a los propios rescates bancarios y a la existencia de regulaciones obsoletas. El abatimiento espectacular de las tasas de interés cero o negativas, a la par de desestimular el ahorro, promueve el desplazamiento de enormes recursos acumulados en el Primer Mundo en busca de mayores rendimientos, sea en las bolsas accionarias o a ciertos países emergentes, sin mayor referencia a la situación real de sus economías. Ya se advierten condiciones propicias a la gestación de nuevas burbujas financieras. El índice de valores de Morgan Stanley registra un ascenso vertiginoso de 70% en el promedio mundial de las cotizaciones entre marzo y diciembre de 2009. El riesgo de caer en la inflación de activos es particularmente aguda en el mundo periférico por la desproporción entre la magnitud de los recursos acumulados del ahorro en la banca internacional y la limitada capacidad nacional de absorción. Por eso, países como Brasil y Chile, entre otros, comienzan ya a establecer controles a los movimientos foráneos de capitales.
Si los programas anticrisis no se han enderezado a fortalecer la demanda privada, ni tienen alcances suficientes y hay riesgos de reproducir las burbujas financieras, el aporte del Primer Mundo a la recuperación económica global queda sujeto a factores inciertos y a que las respuestas puedan armonizarse entre las economías líderes.
Es claro que la demanda internacional ejercida por Estados Unidos será menos dinámica en el futuro, no sólo como consecuencia del receso, sino como resultado del imperativo de reducir sus déficit fiscal y de pagos internacionales. El dólar necesita devaluarse, pero el euro difícilmente resistiría más revaluaciones, sin dañar a Alemania, su principal potencia exportadora.
Asimismo, el renminbi no debiera conservar su paridad con el dólar, pero ello podría dar término al esfuerzo chino por mantener su crecimiento y apuntalar a la economía mundial. Todo lo anterior impondrá exigencias enormes a la coordinación internacional de las políticas económicas, nunca antes experimentada para devolver el mundo a la prosperidad.
La recuperación de la demanda global no sólo está entorpecida por la concentración universal del ingreso o por las dificultades de armonizar las posturas de los principales países líderes, sino también por los agudos problemas de regiones y países específicos. Buena parte de las economías ex socialistas de Europa y Asia enfrentan serias dificultades, como también los países bálticos e Islandia. Dentro de la Comunidad Europea, las economías mediterráneas de Grecia, Italia y España tienen dilemas, sea por endeudamiento excesivo o por la imposibilidad de ajustar sus cuentas externas por vías distintas a comprimir demanda interna y empleo. Tampoco han quedado exentos de tropiezos los mercados de Inglaterra e Irlanda.
Los riesgos sistémicos siguen presentes. La estabilidad financiera sigue siendo frágil en muchos países, incluidas las economías desarrolladas. El comercio internacional seguirá debilitado, mientras la demanda y el empleo en todas las latitudes no se fortalezca, más allá del ciclo de reposición de inventarios. Se añade a lo anterior, la posible retirada antes de tiempo de los programas gubernamentales anticíclicos, sea porque predomine optimismo excesivo, porque enfrenten oposición política mayor o porque resulten insostenibles desde el punto de vista de las finanzas públicas. De ocurrir así se tendría un repunte breve, débil, al que seguiría una recaída.
Las consideraciones previas parecen justificar algunas conclusiones. El camino a la recuperación económica global, enfrenta tanto problemas políticos, como otros de orden socioeconómicos. Por un lado, sobresalen las dificultades de aglutinar planteamientos conservadores y progresistas en una síntesis renovadora de los paradigmas ya decadentes sobre la división de funciones entre mercado y Estado que dictaban el orden internacional. También destaca el papel secundario que se viene dando, dentro del ordenamiento de las prelaciones nacionales y universales, al combate al desempleo y la desigualdad social con clara merma de la legitimidad de los gobiernos. En todo ello, la integración mundial de mercados contrasta con políticas fragmentadas país por país, carentes de la debida coordinación supranacional.
El riesgo evidente es el de equivocar la senda, seguir deprimiendo la demanda global y de los países, recaer en depresiones costosas y repetitivas. La solución no reside simplemente en reconstruir el mundo anterior a la crisis, sino en crear algo distinto que remueva obstáculos y errores, que no reproduzca quebrantos e injusticias sociales que ya hoy lamentamos.

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