Agustín Basave Milenio
El Mayo Zambada declaró en Estados Unidos lo que todos sabíamos en México. Dijo que en su trayectoria en el narco sobornó sistemáticamente, a lo largo de medio siglo, a políticos, militares y policías. Dudo que haya un mexicano que se llame a sorpresa. ¿Es acaso posible que, sin ese aval y protección, persistan emporios criminales que manejan millardos de dólares y asesinan y extorsionan gente todos los días? Sus palabras fueron nota principal en nuestros medios por el rango del declarante y lo insólito de la confesión judicial pero no, desgraciadamente, porque constituyera una revelación. La añeja simbiosis entre delincuentes y autoridades es vox populi en estos lares.
La corrupción en México es un cáncer que viene de lejos y su metástasis lleva años. Cualquier ciudadano sabe, desde tiempos inmemoriales, que tiene que dar mordidas para agilizar trámites burocráticos o evitar multas, que los líderes sindicales corruptos venden plazas y que el comercio entre particulares no está exento de chanchullos. Yo creo que el origen de la enfermedad se remonta al abismo entre norma y realidad de la Colonia, el tristemente célebre “acátese pero no se cumpla” al que condujo el centralismo imperial y que acabó convirtiendo la ley en adorno, aunque el mío es solo uno de muchos diagnósticos. El hecho es que tenemos un país de reglas no escritas que vive en la corruptela nuestra de cada día. La corrupción empieza siempre arriba, sin duda, pero cuando se vuelve funcional permea a toda la sociedad. ¿A alguien le parece inverosímil que haya comunidades enteras que trabajen para el crimen organizado y defiendan a sus capos? El negocio del narco se montó en un caballo ensillado, y su poder corruptor exacerbó la descomposición de la cosa pública mexicana.
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