Mauricio Merino / El Universal
Una vez que un proyecto de ley entra a las cámaras legislativas la
deliberación queda capturada por la discusión de sus contenidos. Es una
vieja práctica de los regímenes democráticos: quien pone la iniciativa
pone también los términos del debate. Obviamente no me refiero a
cualquier proyecto, sino a los que cuentan con el respaldo político
suficiente para ser aprobados y, en consecuencia, reclaman una reacción
rápida y acuciosa de quienes participan de ese debate por interés o por
convicción —o por ambos—.
Ese es el rasgo más notable de la recién estrenada iniciativa
preferente: no sólo exige que los legisladores reaccionen de prisa a los
proyectos presentados con ese carácter por el presidente de la
república sino que, al hacerlo, las iniciativas se imponen sobre la
agenda de la deliberación pública y abren un espacio amplio de
oportunidad para que el Ejecutivo juegue con todos los medios que tiene a
su alcance en favor de la aprobación. Este es el caso de la reforma
laboral que ha vuelto a plantear Calderón al Congreso, enviando un pan
envenenado que el nuevo gobierno tendrá que comerse antes siquiera de
haberse sentado a la mesa. Y es que cualquier cosa que se decida, dada
la composición actual del Congreso, será inevitablemente leída en clave
de Peña Nieto. Apenas es necesario añadir que la reforma laboral será
motivo de conflicto, sea cual sea el desenlace.
La otra iniciativa preferente enviada por Calderón al Congreso es
mucho menos polémica. La reforma a la Ley General de Contabilidad
Gubernamental es aparentemente inocua, de un lado, porque la mayor parte
de sus contenidos ya forman parte del entramado legal del país —como ha
señalado con tino el auditor Superior de la Federación—, y de otro,
porque será difícil que los legisladores se nieguen a exigir que se
produzca toda la información posible sobre los ingresos y los gastos de
estados y municipios, sin pagar un costo político alto. Sin embargo,
sería lamentable que la iniciativa pasara sin cambios, pues tal como
está diseñada le daría mucho más poder a la Secretaría de Hacienda sobre
los gobiernos locales y limitaría el acceso a la información pública
que salvaguarda el IFAI.
Por otra parte, el presidente electo ha querido colocar sus propias
“iniciativas preferentes” en el Congreso antes de tomar posesión. Y a
juzgar por las prisas con las que se procesa la primera de ellas
—destinada a modificar el marco constitucional en materia de
transparencia y acceso a la información— es inevitable pensar que el
nuevo líder giró ya una instrucción tajante para que esa reforma se
apruebe antes de que concluya el sexenio de Calderón, sea como sea. Y
tras ella, vendrán las otras dos ya anunciadas: una para promover una
Comisión Nacional Anticorrupción y otra para modificar las reglas de la
publicidad gubernamental en los medios masivos, escritas acaso con el
mismo apremio con el que se está exigiendo la aprobación a la reforma de
transparencia. Pero ninguna de esas iniciativas tiene carácter de
preferente ni el Congreso se encuentra formalmente obligado a
dictaminarlas a la carrera: si lo hace, será porque el nuevo presidente
habrá querido iniciar su mandato mostrando eficacia, pero revelando un
delicado descuido sobre las opiniones fundadas.
En cualquier caso, sería lamentable que ese conjunto de iniciativas
fuera aprobado por los nuevos legisladores a las prisas y en
negociaciones de salón, intercambiando leyes como si fueran fichas. Y
aunque los observadores más suspicaces digan que los presidentes y sus
equipos cercanos ya se pusieron de acuerdo, lo cierto es que la
importancia de las reformas que dominan el debate público aconsejaría
resolver cada una en orden y por sus méritos: aprobar o desechar las que
envió Calderón antes de que concluya el sexenio, porque así lo ordena
la Constitución del país; y apaciguar las preferidas por el presidente
ya electo hasta que consigan responder en serio a las demandas por una
verdadera política articulada y coherente de rendición de cuentas en
México y no sólo responder a la coyuntura inmediata.
Si se mira con cuidado, se verá que los puntos más delicados de esas
propuestas remiten —con excepción de las normas que buscan flexibilizar
la contratación y el despido de los trabajadores en aras de promover un
mercado laboral más favorable a los empresarios— a la carencia de
información suficiente sobre el uso de los dineros públicos y a la
resistencia de los poderosos a rendir cuentas públicas de sus actos. Si
de veras existen las condiciones para avanzar de una vez por todas en la
lucha contra la corrupción en México, no tiene ningún sentido hacerlo
de manera cosmética. Calma, legisladores, que todos tenemos prisa.
Investigador del CIDE
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