jueves, 20 de septiembre de 2012

¿NO PODEMOS SER GENEROSOS, CARAJO?

Agustín Basave / El Universal
Para Orla, por la triple corona Pocas palabras son tan discordantes como política y generosidad. Y es que el poder, por su naturaleza, no es comedido: es expansivo.
Tiende a ejercerse hasta el límite de lo contraproducente. Sólo cuando es mayor el costo que el beneficio de abusar de él puede esperarse que la mayoría de los políticos lo usen para procurar el bien común. 
Donde eso no se da, prolifera la corrupción de los representantes y, tarde o temprano, de los representados. Unos se enriquecen ilícitamente, otros buscan la manera de contrarrestar su expoliación, y el efecto imitación acaba envileciendo el tejido social. En semejantes circunstancias, la mezquindad permea la sociedad políticamente organizada. 
Duele decirlo, pero es el caso de México. Aquí la impunidad vuelve rentables las corruptelas de toda índole y, concomitantemente, alienta en la cosa pública el egoísmo, la miopía y la mediocridad. Se me dirá que la disputa por el poder no se dirime con gentileza y desprendimiento en ninguna parte del mundo. Es verdad. En condiciones normales los políticos buscan gobernar y, en gran medida, se guían por el juego suma cero. Sería iluso y absurdo esperar que un candidato sea la reencarnación de la Madre Teresa cuando los electores no somos misioneras de la caridad. Pero en las democracias maduras hay incentivos que hacen conveniente para el gobernante contribuir a la prosperidad de los gobernados, y en varios países en proceso de maduración democrática como el nuestro los dirigentes de los partidos han entendido que viven tiempos extraordinarios que exigen un comportamiento extraordinario. Aquí no. 
¿Qué significa ser generoso en la realidad mexicana? Significa asumir que tenemos una transición inconclusa, que no podemos transitar cabalmente del autoritarismo a la democracia sin un nuevo acuerdo en lo fundamental, y que no es posible dar ese paso sin que cada uno de los actores acepte algunas pérdidas en el corto plazo a fin de que la nación entera —ellos incluidos— obtenga ganancias de largo aliento. Eso se llama generosidad. No es ingenuidad ni candidez: es altura de miras, conciencia del interés nacional. Es comprender que corremos el riesgo de encarnar otra modalidad del ajolote de Roger Bartra, de atrojar nuestra metamorfosis y no llegar a un régimen en el que gobierne la ciudadanía y no una sola persona o varios poderes fácticos. Es saber que nuestra evolución presupone grandeza, no pequeñez. 
Y ahí no termina el reto. En México ser generosos implica hacer del combate a la pobreza y a la desigualdad la máxima prioridad de todos, no sólo de la izquierda. Una sociedad que pierde su capacidad de indignación ante la injusticia es una sociedad desahuciada. Es vergonzoso que la pobreza que zahiere a la mitad de nuestra población nos deje indiferentes, como si sus carencias no fueran nuestra ignominia. Contrarrestar esa iniquidad es, en primer lugar, una obligación moral. Pero para convencer a los insensibles hay que agregar que es también un imperativo de seguridad: un país con tantos rezagos y carencias es un país intrínsecamente inestable. Que los economistas neoliberales vayan a pueblear a Guerrero o a Oaxaca o a Chiapas y después me digan si me equivoco al decirles a que, sin un nuevo pacto social, el único milagro mexicano posible es que no tengamos un estallido insurreccional. 
La solución es generar empleos, dicen, y para hacerlo es necesaria una reforma laboral que flexibilice contrataciones y despidos como en las economías primermundistas. ¿Y por qué no complementarla con un seguro de desempleo, como sugerí hace varios años? Digo, si se aspira a ingresar al primer mundo, que sea parejo, que incluya las ventajas tanto para las empresas como para los trabajadores de allá. Se nos olvida que mientras se crean más puestos de trabajo hay gente que pasa hambre y padece enfermedades curables. De hecho, hay que ir más allá. Pero cuando un economista insospechable de izquierdismo como Santiago Levy propone un sistema de salud universal y de seguridad social, la respuesta es mezquina: no se puede. En vez de buscar la solución a un problema, buscamos un problema a la solución. ¡Encontremos la mejor reforma fiscal y hagámoslo! Tras del error de diciembre los tecnócratas no regatearon dinero, como suelen hacer cuando se les pide presupuesto para obras sociales; lo sacaron de abajo de las piedras, nos endeudaron y salvaron a bancos y a banqueros. Cuando hay voluntad siempre hay recursos, y en este caso se necesitan muchos menos que los del infame Fobaproa. Es cuestión de prioridades: para muchos de nosotros la miseria en que viven millones de compatriotas sí es una emergencia nacional. 
¿Por qué rayos nos conformamos con un presidencialismo disfuncional y una democratización a dos tercios, de dos alternancias y tres partidos? ¿Por qué no diseñamos una nueva legalidad que desincentive la corrupción? ¿Por qué no pugnamos por forjar un México en el que todos los mexicanos podamos vivir con bienestar? ¿Ni en esta crisis podemos ser generosos, carajo?

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