Agustín Basave / El Universal
Para Orla, por la triple corona Pocas palabras son tan
discordantes como política y generosidad. Y es que el poder, por su
naturaleza, no es comedido: es expansivo.
Tiende a ejercerse
hasta el límite de lo contraproducente. Sólo cuando es mayor el costo
que el beneficio de abusar de él puede esperarse que la mayoría de los
políticos lo usen para procurar el bien común.
Donde eso no se
da, prolifera la corrupción de los representantes y, tarde o temprano,
de los representados. Unos se enriquecen ilícitamente, otros buscan la
manera de contrarrestar su expoliación, y el efecto imitación acaba
envileciendo el tejido social. En semejantes circunstancias, la
mezquindad permea la sociedad políticamente organizada.
Duele
decirlo, pero es el caso de México. Aquí la impunidad vuelve rentables
las corruptelas de toda índole y, concomitantemente, alienta en la cosa
pública el egoísmo, la miopía y la mediocridad. Se me dirá que la
disputa por el poder no se dirime con gentileza y desprendimiento en
ninguna parte del mundo. Es verdad. En condiciones normales los
políticos buscan gobernar y, en gran medida, se guían por el juego suma
cero. Sería iluso y absurdo esperar que un candidato sea la
reencarnación de la Madre Teresa cuando los electores no somos
misioneras de la caridad. Pero en las democracias maduras hay incentivos
que hacen conveniente para el gobernante contribuir a la prosperidad de
los gobernados, y en varios países en proceso de maduración democrática
como el nuestro los dirigentes de los partidos han entendido que viven
tiempos extraordinarios que exigen un comportamiento extraordinario.
Aquí no.
¿Qué significa ser generoso en la realidad mexicana?
Significa asumir que tenemos una transición inconclusa, que no podemos
transitar cabalmente del autoritarismo a la democracia sin un nuevo
acuerdo en lo fundamental, y que no es posible dar ese paso sin que cada
uno de los actores acepte algunas pérdidas en el corto plazo a fin de
que la nación entera —ellos incluidos— obtenga ganancias de largo
aliento. Eso se llama generosidad. No es ingenuidad ni candidez: es
altura de miras, conciencia del interés nacional. Es comprender que
corremos el riesgo de encarnar otra modalidad del ajolote de Roger
Bartra, de atrojar nuestra metamorfosis y no llegar a un régimen en el
que gobierne la ciudadanía y no una sola persona o varios poderes
fácticos. Es saber que nuestra evolución presupone grandeza, no
pequeñez.
Y ahí no termina el reto. En México ser generosos
implica hacer del combate a la pobreza y a la desigualdad la máxima
prioridad de todos, no sólo de la izquierda. Una sociedad que pierde su
capacidad de indignación ante la injusticia es una sociedad desahuciada.
Es vergonzoso que la pobreza que zahiere a la mitad de nuestra
población nos deje indiferentes, como si sus carencias no fueran nuestra
ignominia. Contrarrestar esa iniquidad es, en primer lugar, una
obligación moral. Pero para convencer a los insensibles hay que agregar
que es también un imperativo de seguridad: un país con tantos rezagos y
carencias es un país intrínsecamente inestable. Que los economistas
neoliberales vayan a pueblear a Guerrero o a Oaxaca o a Chiapas y
después me digan si me equivoco al decirles a que, sin un nuevo pacto
social, el único milagro mexicano posible es que no tengamos un
estallido insurreccional.
La solución es generar empleos, dicen,
y para hacerlo es necesaria una reforma laboral que flexibilice
contrataciones y despidos como en las economías primermundistas. ¿Y por
qué no complementarla con un seguro de desempleo, como sugerí hace
varios años? Digo, si se aspira a ingresar al primer mundo, que sea
parejo, que incluya las ventajas tanto para las empresas como para los
trabajadores de allá. Se nos olvida que mientras se crean más puestos de
trabajo hay gente que pasa hambre y padece enfermedades curables. De
hecho, hay que ir más allá. Pero cuando un economista insospechable de
izquierdismo como Santiago Levy propone un sistema de salud universal y
de seguridad social, la respuesta es mezquina: no se puede. En vez de
buscar la solución a un problema, buscamos un problema a la solución.
¡Encontremos la mejor reforma fiscal y hagámoslo! Tras del error de
diciembre los tecnócratas no regatearon dinero, como suelen hacer cuando
se les pide presupuesto para obras sociales; lo sacaron de abajo de las
piedras, nos endeudaron y salvaron a bancos y a banqueros. Cuando hay
voluntad siempre hay recursos, y en este caso se necesitan muchos menos
que los del infame Fobaproa. Es cuestión de prioridades: para muchos de
nosotros la miseria en que viven millones de compatriotas sí es una
emergencia nacional.
¿Por qué rayos nos conformamos con un
presidencialismo disfuncional y una democratización a dos tercios, de
dos alternancias y tres partidos? ¿Por qué no diseñamos una nueva
legalidad que desincentive la corrupción? ¿Por qué no pugnamos por
forjar un México en el que todos los mexicanos podamos vivir con
bienestar? ¿Ni en esta crisis podemos ser generosos, carajo?
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