Lorenzo B. de Quirós /elEconomista.es
Con una visión premonitoria, el presidente del Gobierno anunció a los banqueros de Wall Street, el pasado mes de septiembre, que el riesgo de una crisis de las finanzas públicas en Europa había finalizado.
Por desgracia, las dotes proféticas del líder socialista no se han materializado y el fantasma de la insolvencia se cierne sobre Irlanda y sobre Portugal sin que Grecia haya resuelto su trágica situación, que conducirá a una reestructuración de su deuda, esto es, a un default pactada con sus acreedores.
En este contexto, la decisión del Consejo Europeo del pasado 29 de octubre de estudiar la creación de un mecanismo permanente para gestionar las crisis financieras con participación del sector privado lanzó una clara señal a los mercados: esa iniciativa lleva implícita una reestructuración de deuda y, por tanto, los inversores sufrirían pérdidas sensibles. Aunque ese proyecto no entraría en vigor hasta 2013, es el origen de la escalada de la prima de riesgo exigida a los bonos portugueses e irlandeses y del súbito cierre del acceso al mercado de esos países.
Rescate invitable
Ante ese panorama, el rescate de Irlanda y de Portugal -es decir, la necesidad de aportarles fondos para evitar la suspensión de pagos- parece inevitable. La opción contraria, dejarles caer, crearía un escenario de riesgo sistémico con connotaciones explosivas sobre la economía y las finanzas de Europa y del mundo.
Sin embargo, este planteamiento tiene también contraindicaciones, ya que genera un problema de riesgo moral. En otras palabras, la asunción de que un país no puede quebrar o dejar quebrar a sus bancos porque pone en peligro la estabilidad de la UE genera poderosos incentivos, o puede generarlos, para que los gobiernos no hagan los deberes y las entidades crediticias sean imprudentes, convencidos de que al final alguien les salvará.
Si bien cabe limitar esta posibilidad con un diseño institucional adecuado, no es posible eliminarla por completo. Ya se ha visto cómo los criterios macroeconómicos establecidos en el Tratado de Maastricht saltaron en pedazos cuando la economía europea inició su trayectoria recesiva y también se ha verificado la disposición del BCE a romper las limitaciones formales a su actuación a raíz de la crisis financiera.
Aunque el espectro del default se cierne sobre las dos, las dificultades irlandesas son diferentes a las portuguesas. En Irlanda, el problema nace de los exorbitantes costes del salvamento de sus bancos, 50.000 millones de euros, el 32% del PIB y de la gran exposición a su hipotética quiebra de los acreedores exteriores.
Incentivos perversos
El caso de Portugal es diferente: una posición muy frágil de sus finanzas públicas unida a un estancamiento de su economía desde hace una década, más una fuerte pérdida de competitividad. Por añadidura, el Fondo de Estabilización Financiero Europeo no prevé destinar recursos a salvar bancos, lo que exigirá el apoyo de los estados miembros a esa opción si finalmente se produce.
Ahora bien, si se socializan las pérdidas de la banca irlandesa, de nuevo, se crean incentivos perversos y se abre el portillo a prácticas similares en el caso de que los sistemas bancarios de otros países se enfrenten a la amenaza de desplome; si no se hace eso, las externalidades negativas sobre los inversores tienen un impacto desestabilizador sobre los sistemas bancarios de sus propios países; dilema diabólico.
Ahora, la pregunta es: ¿españa corre riesgo de contagio? La respuesta es sí. La Hipótesis de la Fragilidad Preexistente, formulada por Charles Wyplosz, ofrece una explicación muy sugestiva para ilustrar la explosión de una crisis y su extensión. Lo que detona la primera es la presencia de una debilidad o de una serie de debilidades en la economía de un país. Cuando el acontecimiento crítico se produce, ese punto o puntos débiles se magnifican y explican ex-post la profundidad y la duración del declive. Lo que hasta un momento determinado resultaba tolerable se vuelve súbitamente inaceptable.
El contagio se desencadena cuando los mercados y los agentes económicos perciben en otros países la presencia de anomalías semejantes. Sin una fragilidad previa, una perturbación financiera no se autoalimenta ni se contagia.
Cuadro de debacle
En otoño de 2010, España presenta el cuadro clínico previo a las debacles económico-financieras. Tolstoi comienza su famosa novela Anna Karenina con el célebre e inquietante párrafo: "Todas las familias felices se parecen. Cada familia infeliz, lo es a su propia manera". Algo parecido podría decirse ahora.
En cada país, la crisis tiene rasgos distintivos pero, como en episodios anteriores, se ha visto precedidas por la misma cadena de acontecimientos: desinfle de una burbuja de activos, inmobiliarios y/o financieros; acumulación de deuda privada acompañada por un aumento exponencial de la pública; un voluminoso desempleo; un sistema bancario que no ha absorbido en su totalidad el impacto de la crisis; la persistencia de la restricción financiera externa e interna y expectativas de una fase de bajo crecimiento.
Si a eso se suma la desesperada posición deudora de algunas comunidades autónomas y ayuntamientos, en posición de insolvencia, la escena adquiere tintes negros y las probabilidades de contagio se disparan.
A diferencia de Grecia, Portugal e Irlanda, cuyas pérdidas de acceso al mercado pueden ser soportadas por la financiación oficial (FESF, FMI y UE), España es demasiado grande para caer, pero también demasiado grande para ser recatada. En este marco, el salvamento de esas tres economías es sólo una medida para comprar tiempo y acometer una reestructuración más o menos ordenada de la deuda, con menores costes sistémicos, en espera de que, en ese período, España implemente una política fiscal más agresiva y emprenda reformas estructurales profundas.
En caso contrario, la suerte está echada. España se unirá a ese pelotón de desahuciados con efectos desestabilizadores imprevisibles sobre la economía europea y sobre la global.
Lorenzo B. de Quirós, miembro del consejo editorial de elEconomista.
Con una visión premonitoria, el presidente del Gobierno anunció a los banqueros de Wall Street, el pasado mes de septiembre, que el riesgo de una crisis de las finanzas públicas en Europa había finalizado.
Por desgracia, las dotes proféticas del líder socialista no se han materializado y el fantasma de la insolvencia se cierne sobre Irlanda y sobre Portugal sin que Grecia haya resuelto su trágica situación, que conducirá a una reestructuración de su deuda, esto es, a un default pactada con sus acreedores.
En este contexto, la decisión del Consejo Europeo del pasado 29 de octubre de estudiar la creación de un mecanismo permanente para gestionar las crisis financieras con participación del sector privado lanzó una clara señal a los mercados: esa iniciativa lleva implícita una reestructuración de deuda y, por tanto, los inversores sufrirían pérdidas sensibles. Aunque ese proyecto no entraría en vigor hasta 2013, es el origen de la escalada de la prima de riesgo exigida a los bonos portugueses e irlandeses y del súbito cierre del acceso al mercado de esos países.
Rescate invitable
Ante ese panorama, el rescate de Irlanda y de Portugal -es decir, la necesidad de aportarles fondos para evitar la suspensión de pagos- parece inevitable. La opción contraria, dejarles caer, crearía un escenario de riesgo sistémico con connotaciones explosivas sobre la economía y las finanzas de Europa y del mundo.
Sin embargo, este planteamiento tiene también contraindicaciones, ya que genera un problema de riesgo moral. En otras palabras, la asunción de que un país no puede quebrar o dejar quebrar a sus bancos porque pone en peligro la estabilidad de la UE genera poderosos incentivos, o puede generarlos, para que los gobiernos no hagan los deberes y las entidades crediticias sean imprudentes, convencidos de que al final alguien les salvará.
Si bien cabe limitar esta posibilidad con un diseño institucional adecuado, no es posible eliminarla por completo. Ya se ha visto cómo los criterios macroeconómicos establecidos en el Tratado de Maastricht saltaron en pedazos cuando la economía europea inició su trayectoria recesiva y también se ha verificado la disposición del BCE a romper las limitaciones formales a su actuación a raíz de la crisis financiera.
Aunque el espectro del default se cierne sobre las dos, las dificultades irlandesas son diferentes a las portuguesas. En Irlanda, el problema nace de los exorbitantes costes del salvamento de sus bancos, 50.000 millones de euros, el 32% del PIB y de la gran exposición a su hipotética quiebra de los acreedores exteriores.
Incentivos perversos
El caso de Portugal es diferente: una posición muy frágil de sus finanzas públicas unida a un estancamiento de su economía desde hace una década, más una fuerte pérdida de competitividad. Por añadidura, el Fondo de Estabilización Financiero Europeo no prevé destinar recursos a salvar bancos, lo que exigirá el apoyo de los estados miembros a esa opción si finalmente se produce.
Ahora bien, si se socializan las pérdidas de la banca irlandesa, de nuevo, se crean incentivos perversos y se abre el portillo a prácticas similares en el caso de que los sistemas bancarios de otros países se enfrenten a la amenaza de desplome; si no se hace eso, las externalidades negativas sobre los inversores tienen un impacto desestabilizador sobre los sistemas bancarios de sus propios países; dilema diabólico.
Ahora, la pregunta es: ¿españa corre riesgo de contagio? La respuesta es sí. La Hipótesis de la Fragilidad Preexistente, formulada por Charles Wyplosz, ofrece una explicación muy sugestiva para ilustrar la explosión de una crisis y su extensión. Lo que detona la primera es la presencia de una debilidad o de una serie de debilidades en la economía de un país. Cuando el acontecimiento crítico se produce, ese punto o puntos débiles se magnifican y explican ex-post la profundidad y la duración del declive. Lo que hasta un momento determinado resultaba tolerable se vuelve súbitamente inaceptable.
El contagio se desencadena cuando los mercados y los agentes económicos perciben en otros países la presencia de anomalías semejantes. Sin una fragilidad previa, una perturbación financiera no se autoalimenta ni se contagia.
Cuadro de debacle
En otoño de 2010, España presenta el cuadro clínico previo a las debacles económico-financieras. Tolstoi comienza su famosa novela Anna Karenina con el célebre e inquietante párrafo: "Todas las familias felices se parecen. Cada familia infeliz, lo es a su propia manera". Algo parecido podría decirse ahora.
En cada país, la crisis tiene rasgos distintivos pero, como en episodios anteriores, se ha visto precedidas por la misma cadena de acontecimientos: desinfle de una burbuja de activos, inmobiliarios y/o financieros; acumulación de deuda privada acompañada por un aumento exponencial de la pública; un voluminoso desempleo; un sistema bancario que no ha absorbido en su totalidad el impacto de la crisis; la persistencia de la restricción financiera externa e interna y expectativas de una fase de bajo crecimiento.
Si a eso se suma la desesperada posición deudora de algunas comunidades autónomas y ayuntamientos, en posición de insolvencia, la escena adquiere tintes negros y las probabilidades de contagio se disparan.
A diferencia de Grecia, Portugal e Irlanda, cuyas pérdidas de acceso al mercado pueden ser soportadas por la financiación oficial (FESF, FMI y UE), España es demasiado grande para caer, pero también demasiado grande para ser recatada. En este marco, el salvamento de esas tres economías es sólo una medida para comprar tiempo y acometer una reestructuración más o menos ordenada de la deuda, con menores costes sistémicos, en espera de que, en ese período, España implemente una política fiscal más agresiva y emprenda reformas estructurales profundas.
En caso contrario, la suerte está echada. España se unirá a ese pelotón de desahuciados con efectos desestabilizadores imprevisibles sobre la economía europea y sobre la global.
Lorenzo B. de Quirós, miembro del consejo editorial de elEconomista.
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