Los llamados padres de Europa optaron por una organización aséptica, más técnica que política y poco atractiva para la opinión pública. Tenía su lógica: evitar los populismos nacionalistas
Pablo Ruiz-Jarabo / El País
El pasado 18 de Enero, César Antonio Molina escribía un artículo en este periódico titulado ¿Hay algo más impopular que la UE?, en que se hacía eco del reciente ensayo de Enzensberger, El monstruo de Bruselas, y donde vertía sus propias reflexiones sobre la impopularidad de la Unión Europea. Citaba oportunamente a Jean Monnet y su aversión a que las decisiones de la entonces Comunidad Europea se adoptasen por refrendo popular.
Es muy cierto. Monnet y quienes le acompañaron en los inicios de la aventura europea –los llamados padres de Europa- optaron por una organización aséptica, más técnica que política y poco atractiva para la opinión pública. La heterodoxa decisión tenía entonces toda su lógica. La Segunda Guerra Mundial había demostrado que Europa tenía una peligrosa tendencia al populismo nacionalista. Con una preocupante regularidad, las pasiones y populismos desatados, a menudo avalados en las urnas, desembocaban en procesos de rearme seguidos de guerras cada vez más crueles. Para desactivar este círculo vicioso los padres de Europa decidieron someter el carbón y el acero, las dos materias primas más necesarias entonces para armarse, al control burocrático de unos funcionarios, la Alta Autoridad de la CECA. Si en el futuro se desataba de nuevo el populismo belicista, los políticos no tendrían posibilidad de iniciar un nuevo rearme porque ese grupo de administradores, aislados de las pasiones políticas, se lo impediría. Y viceversa, una organización tan poco atractiva para el gran público no daría lugar a discursos encendidos en las plazas de Europa.
La UE asegura que el poder de muchos no cercene los derechos de cada uno
Sin embargo, la ausencia de pasión se identifica con ausencia de democracia. En una expresión muy corriente, de déficit democrático. Pero que la UE se diseñase a salvo de populismos no significa que sus mecanismos de decisión no sean pulcramente democráticos. Sólo las democracias pueden formar parte de ella. Y prácticamente todas sus decisiones requieren la autorización del Consejo de Ministros y del Parlamento Europeo. Hoy en día, muchos de los Ministros no pueden pronunciarse en el Consejo sin autorización previa de sus parlamentos nacionales. Cada página de su diario oficial, por muchos tecnicismos que encierre, es reflejo de transacciones entre representantes democráticamente designados.
En esto radica otra de las grandes originalidades del proyecto europeo. Garantizado el origen democrático de sus decisiones y de quienes las refrendan, la UE puede poner el acento en sus destinatarios, las personas. Crea derechos potentísimos que se integran directamente en el patrimonio de los ciudadanos y que cada uno de ellos puede hacer valer ante las autoridades con una fuerza hasta entonces inusitada. E inspirados además en un principio superior, la prohibición de discriminación por nacionalidad, tal vez el mecanismo más eficiente que se haya inventado para combatir el nacionalismo en Europa. De esta forma, vacunada de populismos y reforzada en la garantía de los derechos individuales, la UE salva la dicotomía entre democracia y libertad al asegurar que el poder de muchos no cercene los derechos de cada uno. Invito a quien crea que Europa es poco democrática, o que es la Europa de los mercaderes, a consultar la jurisprudencia de su Tribunal, accesible en internet. Comprobará cómo gracias a esas instituciones a las que se acusa de tediosas y alejadas, países poderosos han tenido que reconocer a muchos trabajadores cotizaciones a la seguridad social realizadas a otros Estados; que permitir a fontaneros o médicos ejercer sus profesiones en otros países; o que pequeños empresarios artesanales puedan exportar sus producciones a otros mercados. Europa se mueve ahora cuando son los arquitectos o los turistas, no los tanques, los que cruzan las fronteras.
Hoy es una de las mayores trabas a los impulsos expansivos de Estados y empresas
La UE también es vanguardista al abordar un aspecto ineludible de la vida moderna, la dependencia del individuo frente a grandes corporaciones para proveerse de bienes y servicios esenciales. Ha sido la UE sin temblarle la mano la que ha impuesto e impone multas millonarias a multinacionales por subir precios o degradar servicios injustificadamente. Hoy es innegable que la organización supone una de las mayores trabas a los impulsos expansivos de Estados y empresas.
Es cierto que, como muy oportunamente señala César Antonio Molina, la UE podría haber caído en el vicio de muchas otras burocracias: convertir su crecimiento en un fin en sí mismo. Curiosamente este fenómeno, que tal vez comenzara en los años noventa del pasado siglo, supone un olvido de sus propios orígenes. Hay olvido cuando una buena parte de la opinión pública exige una Europa más política. ¿Cómo puede considerarse poco política a una organización en la que varios Estados que se acaban de masacrar mutuamente deciden renunciar a rearmarse de nuevo no con palabras huecas, sino sometiendo recursos vitales a reglas irrenunciables? Y no es el único: en el preámbulo del tratado fundacional de la CECA, embrión de la UE actual, figuraba una sencilla frase que, desgraciadamente, apenas se cita. Dice así: "conscientes de que Europa sólo se construirá por logros concretos creando de antemano una solidaridad de hecho, y por el establecimiento de bases comunes de desarrollo económico". En su declaración de Mayo de 1950, Schuman añadía que "Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto".
Es decir, que Europa sólo se construiría poco a poco, sectorialmente y con un contenido económico. Muchas críticas se dirigen a esta vertiente económica, que se juzga excluyente de otros fines menos materiales. Y sin embargo, se trata de otra previsión acertada. La terrible crisis que atravesamos nos está demostrando que las graves cuestiones políticas se traducen en porcentajes; que la igualdad de sexos se materializa en igualdad de salarios, el agradecimiento a nuestros mayores en pensiones justas, y el derecho a una vivienda digna en metros cuadrados y un porcentaje de gasto sobre el salario. La política no debe subordinarse a la economía, pero en sociedades desarrolladas se expresa muchas veces en términos económicos. Esa llamada al desarrollo económico y a la concreción debería interpretarse además como una llamada a un prosaísmo que huya de los fines elevados que comienzan con elocuencia y terminan en barbarie, lo que en los años cincuenta suponía en Europa un amargo y recurrente recuerdo.
Tal vez el paso del tiempo nos haya hecho perder la claridad de ideas de los fundadores y, olvidados los objetivos, se intente llenar el vacío con multitud de proyectos y organismos. Es cierto que si nos preocupamos demasiado de la ingeniería institucional, corremos el peligro de desviar la mirada del principal objetivo, establecer las garantías efectivas para que el ciudadano se desarrolle sin fronteras que lo estorben. En bellas palabras de otro organismo europeo al que también podría tacharse de alejado y desconocido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, permitir l´épanouissement de chacun; y en las de un español también víctima de lo que los fundadores quisieron evitar en el futuro, Manual Azaña, "buscar la garantía de la libertad civil y política [del hombre] y la garantía de la expansión de su personalidad en todas las direcciones importantes".
La UE no es popular porque así lo desearon sus fundadores. La impopularidad no equivale a ausencia de democracia, sino a su complementariedad. Si algo demuestra el paso del tiempo es que Monnet, Adenauer, Schuman, gozaron de la clarividencia que ofrece contemplar los paisajes después de la batalla. Rompieron prejuicios para construir un sólido muro contra una forma de hacer política que siempre ha sido nefasta en Europa, contra el poder insaciable de poderes públicos y privados y, por encima de todo, a favor de la autodeterminación de cada uno. La UE, en palabras de Isaiah Berlin referidas a las sociedades regidas por el derecho, "nunca será un grito de guerra apasionado que inspira a los hombres sacrificio y martirio y hazañas heroicas". Tal vez precisamente por eso los padres de Europa, hartos de tantos héroes y tanta sangre, prefirieron los despachos silenciosos de los funcionarios a las proclamas ruidosas de los grandes discursos.
Pablo Ruiz-Jarabo es diplomático.
Pablo Ruiz-Jarabo / El País
El pasado 18 de Enero, César Antonio Molina escribía un artículo en este periódico titulado ¿Hay algo más impopular que la UE?, en que se hacía eco del reciente ensayo de Enzensberger, El monstruo de Bruselas, y donde vertía sus propias reflexiones sobre la impopularidad de la Unión Europea. Citaba oportunamente a Jean Monnet y su aversión a que las decisiones de la entonces Comunidad Europea se adoptasen por refrendo popular.
Es muy cierto. Monnet y quienes le acompañaron en los inicios de la aventura europea –los llamados padres de Europa- optaron por una organización aséptica, más técnica que política y poco atractiva para la opinión pública. La heterodoxa decisión tenía entonces toda su lógica. La Segunda Guerra Mundial había demostrado que Europa tenía una peligrosa tendencia al populismo nacionalista. Con una preocupante regularidad, las pasiones y populismos desatados, a menudo avalados en las urnas, desembocaban en procesos de rearme seguidos de guerras cada vez más crueles. Para desactivar este círculo vicioso los padres de Europa decidieron someter el carbón y el acero, las dos materias primas más necesarias entonces para armarse, al control burocrático de unos funcionarios, la Alta Autoridad de la CECA. Si en el futuro se desataba de nuevo el populismo belicista, los políticos no tendrían posibilidad de iniciar un nuevo rearme porque ese grupo de administradores, aislados de las pasiones políticas, se lo impediría. Y viceversa, una organización tan poco atractiva para el gran público no daría lugar a discursos encendidos en las plazas de Europa.
La UE asegura que el poder de muchos no cercene los derechos de cada uno
Sin embargo, la ausencia de pasión se identifica con ausencia de democracia. En una expresión muy corriente, de déficit democrático. Pero que la UE se diseñase a salvo de populismos no significa que sus mecanismos de decisión no sean pulcramente democráticos. Sólo las democracias pueden formar parte de ella. Y prácticamente todas sus decisiones requieren la autorización del Consejo de Ministros y del Parlamento Europeo. Hoy en día, muchos de los Ministros no pueden pronunciarse en el Consejo sin autorización previa de sus parlamentos nacionales. Cada página de su diario oficial, por muchos tecnicismos que encierre, es reflejo de transacciones entre representantes democráticamente designados.
En esto radica otra de las grandes originalidades del proyecto europeo. Garantizado el origen democrático de sus decisiones y de quienes las refrendan, la UE puede poner el acento en sus destinatarios, las personas. Crea derechos potentísimos que se integran directamente en el patrimonio de los ciudadanos y que cada uno de ellos puede hacer valer ante las autoridades con una fuerza hasta entonces inusitada. E inspirados además en un principio superior, la prohibición de discriminación por nacionalidad, tal vez el mecanismo más eficiente que se haya inventado para combatir el nacionalismo en Europa. De esta forma, vacunada de populismos y reforzada en la garantía de los derechos individuales, la UE salva la dicotomía entre democracia y libertad al asegurar que el poder de muchos no cercene los derechos de cada uno. Invito a quien crea que Europa es poco democrática, o que es la Europa de los mercaderes, a consultar la jurisprudencia de su Tribunal, accesible en internet. Comprobará cómo gracias a esas instituciones a las que se acusa de tediosas y alejadas, países poderosos han tenido que reconocer a muchos trabajadores cotizaciones a la seguridad social realizadas a otros Estados; que permitir a fontaneros o médicos ejercer sus profesiones en otros países; o que pequeños empresarios artesanales puedan exportar sus producciones a otros mercados. Europa se mueve ahora cuando son los arquitectos o los turistas, no los tanques, los que cruzan las fronteras.
Hoy es una de las mayores trabas a los impulsos expansivos de Estados y empresas
La UE también es vanguardista al abordar un aspecto ineludible de la vida moderna, la dependencia del individuo frente a grandes corporaciones para proveerse de bienes y servicios esenciales. Ha sido la UE sin temblarle la mano la que ha impuesto e impone multas millonarias a multinacionales por subir precios o degradar servicios injustificadamente. Hoy es innegable que la organización supone una de las mayores trabas a los impulsos expansivos de Estados y empresas.
Es cierto que, como muy oportunamente señala César Antonio Molina, la UE podría haber caído en el vicio de muchas otras burocracias: convertir su crecimiento en un fin en sí mismo. Curiosamente este fenómeno, que tal vez comenzara en los años noventa del pasado siglo, supone un olvido de sus propios orígenes. Hay olvido cuando una buena parte de la opinión pública exige una Europa más política. ¿Cómo puede considerarse poco política a una organización en la que varios Estados que se acaban de masacrar mutuamente deciden renunciar a rearmarse de nuevo no con palabras huecas, sino sometiendo recursos vitales a reglas irrenunciables? Y no es el único: en el preámbulo del tratado fundacional de la CECA, embrión de la UE actual, figuraba una sencilla frase que, desgraciadamente, apenas se cita. Dice así: "conscientes de que Europa sólo se construirá por logros concretos creando de antemano una solidaridad de hecho, y por el establecimiento de bases comunes de desarrollo económico". En su declaración de Mayo de 1950, Schuman añadía que "Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto".
Es decir, que Europa sólo se construiría poco a poco, sectorialmente y con un contenido económico. Muchas críticas se dirigen a esta vertiente económica, que se juzga excluyente de otros fines menos materiales. Y sin embargo, se trata de otra previsión acertada. La terrible crisis que atravesamos nos está demostrando que las graves cuestiones políticas se traducen en porcentajes; que la igualdad de sexos se materializa en igualdad de salarios, el agradecimiento a nuestros mayores en pensiones justas, y el derecho a una vivienda digna en metros cuadrados y un porcentaje de gasto sobre el salario. La política no debe subordinarse a la economía, pero en sociedades desarrolladas se expresa muchas veces en términos económicos. Esa llamada al desarrollo económico y a la concreción debería interpretarse además como una llamada a un prosaísmo que huya de los fines elevados que comienzan con elocuencia y terminan en barbarie, lo que en los años cincuenta suponía en Europa un amargo y recurrente recuerdo.
Tal vez el paso del tiempo nos haya hecho perder la claridad de ideas de los fundadores y, olvidados los objetivos, se intente llenar el vacío con multitud de proyectos y organismos. Es cierto que si nos preocupamos demasiado de la ingeniería institucional, corremos el peligro de desviar la mirada del principal objetivo, establecer las garantías efectivas para que el ciudadano se desarrolle sin fronteras que lo estorben. En bellas palabras de otro organismo europeo al que también podría tacharse de alejado y desconocido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, permitir l´épanouissement de chacun; y en las de un español también víctima de lo que los fundadores quisieron evitar en el futuro, Manual Azaña, "buscar la garantía de la libertad civil y política [del hombre] y la garantía de la expansión de su personalidad en todas las direcciones importantes".
La UE no es popular porque así lo desearon sus fundadores. La impopularidad no equivale a ausencia de democracia, sino a su complementariedad. Si algo demuestra el paso del tiempo es que Monnet, Adenauer, Schuman, gozaron de la clarividencia que ofrece contemplar los paisajes después de la batalla. Rompieron prejuicios para construir un sólido muro contra una forma de hacer política que siempre ha sido nefasta en Europa, contra el poder insaciable de poderes públicos y privados y, por encima de todo, a favor de la autodeterminación de cada uno. La UE, en palabras de Isaiah Berlin referidas a las sociedades regidas por el derecho, "nunca será un grito de guerra apasionado que inspira a los hombres sacrificio y martirio y hazañas heroicas". Tal vez precisamente por eso los padres de Europa, hartos de tantos héroes y tanta sangre, prefirieron los despachos silenciosos de los funcionarios a las proclamas ruidosas de los grandes discursos.
Pablo Ruiz-Jarabo es diplomático.
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