Ayudaríamos a nuestras economías si diéramos marcha atrás a la destructiva austeridad
Paul Krugman / El País
La semana pasada, la Comisión Europea confirmó lo que todo el mundo sospechaba: las economías que examina se están contrayendo, no creciendo. Todavía no es una recesión oficial, pero la única duda es lo profunda que será la depresión.
Y esta depresión está afectando a países que nunca llegaron a recuperarse de la última recesión. A pesar de todos los problemas de Estados Unidos, su producto interior bruto ha superado por fin su máximo anterior a la crisis; el de Europa no lo ha hecho. Y el grado de dolor que algunas naciones están experimentando es similar al de la Gran Depresión: Grecia e Irlanda han sufrido caídas de dos dígitos en la producción, España registra un paro del 23%, y la depresión de Reino Unido ya dura más tiempo que la que vivió en la década de los treinta del siglo pasado.
Y lo que es peor, los líderes —y unos cuantos actores influyentes— europeos siguen casados con la doctrina económica responsable de este desastre.
Porque las cosas no tenían por qué estar así de mal. Grecia habría tenido serios problemas independientemente de las decisiones políticas que se tomaran, y lo mismo es cierto, en menor grado, en el caso de otros países de la periferia de Europa. Pero los problemas han empeorado mucho más de lo necesario por la forma en que los líderes europeos, y más en general la élite política, sustituyeron los análisis por los sermones, y las lecciones de la historia, por las quimeras.
Más concretamente, a principios de 2010, la economía de la austeridad —la insistencia en que los Gobiernos debían recortar el gasto a pesar del desempleo elevado— hizo furor en las capitales europeas. La doctrina afirmaba que los efectos negativos directos que los recortes del gasto tendrían para el desempleo se verían contrarrestados por los cambios en la confianza, que las reducciones salvajes del gasto llevarían a un aumento repentino del gasto de los consumidores y de las empresas, mientras que los países que no efectuaran los recortes verían huidas de capital y unos tipos de interés por las nubes. Si esto les parece algo que Herbert Hoover podría haber dicho, están en lo cierto: lo parece y lo dijo.
Ahora ya tenemos los resultados, y son exactamente lo que tres generaciones de análisis económicos y todas las lecciones de la historia nos deberían haber dicho que pasaría. El hada de la confianza no ha hecho acto de presencia: ninguno de los países que están recortando el gasto ha visto el desarrollo del sector privado que habían pronosticado. En vez de eso, los efectos depresivos de la austeridad fiscal se han visto reforzados por la caída del gasto privado.
Es más, los mercados de bonos siguen negándose a cooperar. Hasta los pupilos aventajados de la austeridad, países que, como Portugal e Irlanda, han hecho todo lo que se les ha exigido, siguen enfrentándose a unos costes de financiación por las nubes. ¿Por qué? Porque las reducciones del gasto han deprimido profundamente sus economías, debilitando sus bases imponibles hasta tal punto que la relación deuda-PIB, el indicador habitual de progreso fiscal, está empeorando en lugar de mejorar.
Mientras tanto, los países que no se subieron al tren de la austeridad —Japón y Estados Unidos en particular— siguen teniendo unos costes de financiación muy bajos, desafiando los nefastos pronósticos de los halcones fiscales.
Claro que no todo ha salido mal. A finales del año pasado, los costes de financiación españoles e italianos se dispararon, amenazando con una catástrofe financiera general. Ahora esos costes han descendido, entre suspiros de alivio generales. Pero esta buena noticia era de hecho un triunfo de la antiausteridad: Mario Draghi, el nuevo presidente del Banco Central Europeo, hizo caso omiso de los aprensivos de la inflación y urdió una gran expansión del crédito, que es justo lo que hacía falta.
Entonces, ¿qué será necesario para convencer de su error a la camarilla del dolor, la gente que a ambos lados del Atlántico insiste en que podemos volver a la prosperidad a base de recortes?
Al fin y al cabo, los sospechosos de siempre se apresuraron a declarar muerta para siempre la idea del estímulo fiscal después de que los esfuerzos del presidente Obama no tuvieran como resultado una rápida caída del desempleo, a pesar de que muchos economistas advirtieron de antemano que el estímulo era demasiado pequeño. Pero, que yo sepa, la austeridad sigue considerándose responsable y necesaria a pesar de su estrepitoso fracaso en la práctica.
La cuestión es que verdaderamente podríamos hacer mucho para ayudar a nuestras economías si sencillamente diéramos marcha atrás a la destructiva austeridad de los dos últimos años. Esto es cierto incluso en Estados Unidos, que ha evitado la austeridad a gran escala en el plano federal, pero que ha visto grandes recortes en el gasto y el empleo en los niveles estatal y local. ¿Recuerdan todo el alboroto sobre si había suficientes proyectos listos para arrancar para hacer viables los estímulos a gran escala? Bueno, olvídenlo: todo lo que el Gobierno federal necesita hacer para dar a la economía un buen empujón es proporcionar ayuda a los Gobiernos de menor nivel, permitiendo que esos Gobiernos vuelvan a contratar a los centenares de miles de profesores que han despedido y reanuden los proyectos de construcción y mantenimiento que han cancelado.
Verán: entiendo por qué la gente influyente es reacia a reconocer que las ideas políticas que creían que reflejaban una profunda sabiduría son en la práctica un completo y destructivo disparate. Pero es hora de dejar atrás las creencias imaginarias sobre las virtudes de la austeridad en una economía deprimida.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel 2008.
© 2012 New York Times News Service. Traducción de News Clips.
Paul Krugman / El País
La semana pasada, la Comisión Europea confirmó lo que todo el mundo sospechaba: las economías que examina se están contrayendo, no creciendo. Todavía no es una recesión oficial, pero la única duda es lo profunda que será la depresión.
Y esta depresión está afectando a países que nunca llegaron a recuperarse de la última recesión. A pesar de todos los problemas de Estados Unidos, su producto interior bruto ha superado por fin su máximo anterior a la crisis; el de Europa no lo ha hecho. Y el grado de dolor que algunas naciones están experimentando es similar al de la Gran Depresión: Grecia e Irlanda han sufrido caídas de dos dígitos en la producción, España registra un paro del 23%, y la depresión de Reino Unido ya dura más tiempo que la que vivió en la década de los treinta del siglo pasado.
Y lo que es peor, los líderes —y unos cuantos actores influyentes— europeos siguen casados con la doctrina económica responsable de este desastre.
Porque las cosas no tenían por qué estar así de mal. Grecia habría tenido serios problemas independientemente de las decisiones políticas que se tomaran, y lo mismo es cierto, en menor grado, en el caso de otros países de la periferia de Europa. Pero los problemas han empeorado mucho más de lo necesario por la forma en que los líderes europeos, y más en general la élite política, sustituyeron los análisis por los sermones, y las lecciones de la historia, por las quimeras.
Más concretamente, a principios de 2010, la economía de la austeridad —la insistencia en que los Gobiernos debían recortar el gasto a pesar del desempleo elevado— hizo furor en las capitales europeas. La doctrina afirmaba que los efectos negativos directos que los recortes del gasto tendrían para el desempleo se verían contrarrestados por los cambios en la confianza, que las reducciones salvajes del gasto llevarían a un aumento repentino del gasto de los consumidores y de las empresas, mientras que los países que no efectuaran los recortes verían huidas de capital y unos tipos de interés por las nubes. Si esto les parece algo que Herbert Hoover podría haber dicho, están en lo cierto: lo parece y lo dijo.
Ahora ya tenemos los resultados, y son exactamente lo que tres generaciones de análisis económicos y todas las lecciones de la historia nos deberían haber dicho que pasaría. El hada de la confianza no ha hecho acto de presencia: ninguno de los países que están recortando el gasto ha visto el desarrollo del sector privado que habían pronosticado. En vez de eso, los efectos depresivos de la austeridad fiscal se han visto reforzados por la caída del gasto privado.
Es más, los mercados de bonos siguen negándose a cooperar. Hasta los pupilos aventajados de la austeridad, países que, como Portugal e Irlanda, han hecho todo lo que se les ha exigido, siguen enfrentándose a unos costes de financiación por las nubes. ¿Por qué? Porque las reducciones del gasto han deprimido profundamente sus economías, debilitando sus bases imponibles hasta tal punto que la relación deuda-PIB, el indicador habitual de progreso fiscal, está empeorando en lugar de mejorar.
Mientras tanto, los países que no se subieron al tren de la austeridad —Japón y Estados Unidos en particular— siguen teniendo unos costes de financiación muy bajos, desafiando los nefastos pronósticos de los halcones fiscales.
Claro que no todo ha salido mal. A finales del año pasado, los costes de financiación españoles e italianos se dispararon, amenazando con una catástrofe financiera general. Ahora esos costes han descendido, entre suspiros de alivio generales. Pero esta buena noticia era de hecho un triunfo de la antiausteridad: Mario Draghi, el nuevo presidente del Banco Central Europeo, hizo caso omiso de los aprensivos de la inflación y urdió una gran expansión del crédito, que es justo lo que hacía falta.
Entonces, ¿qué será necesario para convencer de su error a la camarilla del dolor, la gente que a ambos lados del Atlántico insiste en que podemos volver a la prosperidad a base de recortes?
Al fin y al cabo, los sospechosos de siempre se apresuraron a declarar muerta para siempre la idea del estímulo fiscal después de que los esfuerzos del presidente Obama no tuvieran como resultado una rápida caída del desempleo, a pesar de que muchos economistas advirtieron de antemano que el estímulo era demasiado pequeño. Pero, que yo sepa, la austeridad sigue considerándose responsable y necesaria a pesar de su estrepitoso fracaso en la práctica.
La cuestión es que verdaderamente podríamos hacer mucho para ayudar a nuestras economías si sencillamente diéramos marcha atrás a la destructiva austeridad de los dos últimos años. Esto es cierto incluso en Estados Unidos, que ha evitado la austeridad a gran escala en el plano federal, pero que ha visto grandes recortes en el gasto y el empleo en los niveles estatal y local. ¿Recuerdan todo el alboroto sobre si había suficientes proyectos listos para arrancar para hacer viables los estímulos a gran escala? Bueno, olvídenlo: todo lo que el Gobierno federal necesita hacer para dar a la economía un buen empujón es proporcionar ayuda a los Gobiernos de menor nivel, permitiendo que esos Gobiernos vuelvan a contratar a los centenares de miles de profesores que han despedido y reanuden los proyectos de construcción y mantenimiento que han cancelado.
Verán: entiendo por qué la gente influyente es reacia a reconocer que las ideas políticas que creían que reflejaban una profunda sabiduría son en la práctica un completo y destructivo disparate. Pero es hora de dejar atrás las creencias imaginarias sobre las virtudes de la austeridad en una economía deprimida.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel 2008.
© 2012 New York Times News Service. Traducción de News Clips.
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