FRANCISCO VALDÉS UGALDE * / EL UNIVERSAL
En su historia, América Latina tiene una asignatura pendiente: su vinculación con el liberalismo. Por más que se exploran vías para hacer un puente entre pasado y presente sin pasar por esa estación volvemos al mismo punto. Instituciones como el Estado de derecho, las libertades fundamentales, el control del poder, la rendición de cuentas y, sobre todo, la existencia de una masa crítica de ciudadanos participantes e informados y dirigentes políticos educados en las prácticas requeridas por esas instituciones son precarias, cuando no inexistentes.
Si revisamos cada una de esas formas, podemos ver que gracias a ellas y a su expansión en las sociedades más desarrolladas pudieron asentarse los principios de equidad y de igualdad. Otras formas de pensamiento, como el socialismo en sus diferentes expresiones, contribuyeron indudablemente a esa expansión. La clase obrera y el campesinado, los intelectuales y las nacientes clases medias en Europa y Norteamérica abrieron ese camino y mostraron cómo la movilización y la negociación, así como el miedo a las revoluciones, forzaron a la negociación de espacios, de distribución de la renta y a la institucionalización de los deberes estatales en la producción de bienes públicos como la educación y la salud universales.
Ciertamente es una paradoja. El liberalismo que va de John Locke a John Stuart Mill insistió en la libertad como principio fundamental de la organización política. No sin restricciones, pues esa libertad la pensaron para las clases "educadas", y concibieron la igualdad como un principio jurídico restringido. La idea de igualdad quedaba subordinada a la de libertad. Frente al pasado feudal absolutista y las instituciones que heredó al capitalismo, como la monarquía y la nobleza, no había nada más importante que la libertad. Era la condición para que se desenvolvieran los burgueses y los ciudadanos.
Pero esta misma expansión de las instituciones de la libertad debieron ser reconocidas para todos. A la postre, tanto las clases altas como las subordinadas podían comunicarse, reunirse, asociarse y organizarse con propósitos comunes. Pudieron formar partidos políticos y ocupar sitios en los parlamentos, tener prensa y organizaciones sociales propias. El desarrollo paralelo de esta "lucha" entre clases no condujo a la supresión del capitalismo, como pensaron Marx y Engels, por la sencilla razón de que dicha supresión no es el desenvolvimiento "natural" de ese sistema, aunque para ellos esto fuera incomprensible. En cambio, condujo a que el principio de igualdad se intercalara con el de libertad. De esta manera nació el problema de la justicia social, asunto del que el liberalismo político y el liberalismo radical se han hecho cargo intelectualmente.
Libertad de qué? ¿Igualdad de qué? En las sociedades actuales estas preguntas sólo pueden ser respondidas en el complejo proceso de participación y deliberación que presentan. Ningún proyecto de libertad se justifica por sí solo si no entra en diálogo con los que postulan otras ideas, ningún proyecto de igualdad puede avanzar si no hace lo mismo. Si pensamos en un esquema de libertades lo más amplio posible para cada uno y en uno de equidad igualmente extendido, tenemos que reconocer que las diferentes preferencias deben poder expresarse legítimamente en el espacio público. Igualmente, deben todas poder incidir en las decisiones comunes y en las políticas públicas.
Esto no se puede conseguir sin democracias robustas y abiertas a la participación. No se puede conseguir con sistemas políticos que, aunque poliárquicos, no tienen la plasticidad para representar las preferencias tanto en los poderes del Estado como en la participación pública. Como dijo uno de los más importantes politólogos contemporáneos, Robert Dahl, si usted quisiera hacer un viaje transatlántico en avión, ¿se subiría a la nave de los hermanos Wright? Los sistemas políticos latinoamericanos están en tal nivel de atraso que se parecen al artefacto de los Wright. Es casi suicida navegar en ellos.
Como sabemos, América Latina pasó por alto los movimientos de la reforma protestante y de la Ilustración. Ni siguiera pudo asimilar lo que otras naciones católicas consiguieron, si bien tardíamente, al acomodarse al pluralismo religioso, intelectual y político.
Las experiencias democráticas que ocurren hoy día en América Latina arrastran esos vicios. Clases poderosas patrimonialistas y estamentales, sociedades masificadas con bajísimo nivel educativo, grupos ilustrados encerrados en el parroquialismo, dirigentes políticos ignorantes y torpes con aspiraciones grandilocuentes (salvo contadas y ejemplares excepciones).
Por eso no debe extrañar que, ante tradiciones político-intelectuales vetustas que se cierran a la renovación y al debate abierto, vaya naciendo un núcleo de pensamiento liberal de nuevo tipo que no cree en la plausibilidad de lo que se ha denominado "posliberalismo", sino que insiste en que el subcontinente debe aprobar la asignatura pendiente que no ha resuelto en 200 años de vida independiente. Su crecimiento es fundamental a la hora en que en el mundo los grandes intereses asedian a las instituciones democráticas que construir ha costado tanta sangre, sudor y lágrimas.
* Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México.
En su historia, América Latina tiene una asignatura pendiente: su vinculación con el liberalismo. Por más que se exploran vías para hacer un puente entre pasado y presente sin pasar por esa estación volvemos al mismo punto. Instituciones como el Estado de derecho, las libertades fundamentales, el control del poder, la rendición de cuentas y, sobre todo, la existencia de una masa crítica de ciudadanos participantes e informados y dirigentes políticos educados en las prácticas requeridas por esas instituciones son precarias, cuando no inexistentes.
Si revisamos cada una de esas formas, podemos ver que gracias a ellas y a su expansión en las sociedades más desarrolladas pudieron asentarse los principios de equidad y de igualdad. Otras formas de pensamiento, como el socialismo en sus diferentes expresiones, contribuyeron indudablemente a esa expansión. La clase obrera y el campesinado, los intelectuales y las nacientes clases medias en Europa y Norteamérica abrieron ese camino y mostraron cómo la movilización y la negociación, así como el miedo a las revoluciones, forzaron a la negociación de espacios, de distribución de la renta y a la institucionalización de los deberes estatales en la producción de bienes públicos como la educación y la salud universales.
Ciertamente es una paradoja. El liberalismo que va de John Locke a John Stuart Mill insistió en la libertad como principio fundamental de la organización política. No sin restricciones, pues esa libertad la pensaron para las clases "educadas", y concibieron la igualdad como un principio jurídico restringido. La idea de igualdad quedaba subordinada a la de libertad. Frente al pasado feudal absolutista y las instituciones que heredó al capitalismo, como la monarquía y la nobleza, no había nada más importante que la libertad. Era la condición para que se desenvolvieran los burgueses y los ciudadanos.
Pero esta misma expansión de las instituciones de la libertad debieron ser reconocidas para todos. A la postre, tanto las clases altas como las subordinadas podían comunicarse, reunirse, asociarse y organizarse con propósitos comunes. Pudieron formar partidos políticos y ocupar sitios en los parlamentos, tener prensa y organizaciones sociales propias. El desarrollo paralelo de esta "lucha" entre clases no condujo a la supresión del capitalismo, como pensaron Marx y Engels, por la sencilla razón de que dicha supresión no es el desenvolvimiento "natural" de ese sistema, aunque para ellos esto fuera incomprensible. En cambio, condujo a que el principio de igualdad se intercalara con el de libertad. De esta manera nació el problema de la justicia social, asunto del que el liberalismo político y el liberalismo radical se han hecho cargo intelectualmente.
Libertad de qué? ¿Igualdad de qué? En las sociedades actuales estas preguntas sólo pueden ser respondidas en el complejo proceso de participación y deliberación que presentan. Ningún proyecto de libertad se justifica por sí solo si no entra en diálogo con los que postulan otras ideas, ningún proyecto de igualdad puede avanzar si no hace lo mismo. Si pensamos en un esquema de libertades lo más amplio posible para cada uno y en uno de equidad igualmente extendido, tenemos que reconocer que las diferentes preferencias deben poder expresarse legítimamente en el espacio público. Igualmente, deben todas poder incidir en las decisiones comunes y en las políticas públicas.
Esto no se puede conseguir sin democracias robustas y abiertas a la participación. No se puede conseguir con sistemas políticos que, aunque poliárquicos, no tienen la plasticidad para representar las preferencias tanto en los poderes del Estado como en la participación pública. Como dijo uno de los más importantes politólogos contemporáneos, Robert Dahl, si usted quisiera hacer un viaje transatlántico en avión, ¿se subiría a la nave de los hermanos Wright? Los sistemas políticos latinoamericanos están en tal nivel de atraso que se parecen al artefacto de los Wright. Es casi suicida navegar en ellos.
Como sabemos, América Latina pasó por alto los movimientos de la reforma protestante y de la Ilustración. Ni siguiera pudo asimilar lo que otras naciones católicas consiguieron, si bien tardíamente, al acomodarse al pluralismo religioso, intelectual y político.
Las experiencias democráticas que ocurren hoy día en América Latina arrastran esos vicios. Clases poderosas patrimonialistas y estamentales, sociedades masificadas con bajísimo nivel educativo, grupos ilustrados encerrados en el parroquialismo, dirigentes políticos ignorantes y torpes con aspiraciones grandilocuentes (salvo contadas y ejemplares excepciones).
Por eso no debe extrañar que, ante tradiciones político-intelectuales vetustas que se cierran a la renovación y al debate abierto, vaya naciendo un núcleo de pensamiento liberal de nuevo tipo que no cree en la plausibilidad de lo que se ha denominado "posliberalismo", sino que insiste en que el subcontinente debe aprobar la asignatura pendiente que no ha resuelto en 200 años de vida independiente. Su crecimiento es fundamental a la hora en que en el mundo los grandes intereses asedian a las instituciones democráticas que construir ha costado tanta sangre, sudor y lágrimas.
* Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México.
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