La reforma laboral, más allá de sus contenidos concretos, desequilibra el poder en el seno de la empresa
Joaquín Estefanía / El País
La reforma laboral, más allá de sus contenidos concretos, es una medida polarizadora porque desequilibra el poder en el seno de la empresa. La demanda compasiva hecha a la banca por el ministro de Economía, Luis de Guindos, para flexibilizar los desahucios de las familias sin recursos va en sentido contrario, aunque sea de muy dudosa efectividad. Todas las crisis económicas generan aumentos de la desigualdad, y esta que padecemos, por su profundidad y extensión, promete resultados muy desalentadores.
En los países occidentales, fundamentalmente en Europa y en EE UU, hay un movimiento creciente de preocupación por la reducción de las clases medias, que han sustentado el capitalismo clásico. El paro y el empobrecimiento las afectan de modo central en su composición y en su naturaleza. Ahora ya no se habla del aburguesamiento del proletariado —que tanto preocupaba antaño a la izquierda que se calificaba de consecuente— como de la proletarización de las clases medias. Antiguos participantes de estas últimas se unen con rapidez a los que se denominan “nuevos pobres” o “trabajadores pobres”, aquellos que quedan excluidos de la vida cotidiana por no permanecer a la altura económica de los hasta entonces equivalentes sociales al no poder sufragar los ofrecimientos constantes del confort y del consumo (véase la película The company man), o por estar en paro o por no tener la renta disponible suficiente. Unos les llaman “desafiliados” (Robert Castel) y otros “consumidores defectuosos”.
Las crisis aumentan las desigualdades. En esta se subraya el empobrecimiento de las clases medias
En España aparecen cada vez más estudios solventes que reflejan esta situación de desigualdad y de pobreza. La Contabilidad Nacional de 2011, recientemente publicada, indica que por primera vez en la democracia, las rentas empresariales fueron superiores en el reparto del valor añadido que genera la economía española a las rentas salariales: un 46,2% frente a un 46%. Para tener un elemento de comparación, recordemos que en el arranque de los años ochenta, la remuneración conjunta de todos los asalariados equivalía al 53% del PIB español, mientras que el excedente bruto de explotación (rentas empresariales y de los profesionales autónomos) se quedaban en el 41%.
En la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) de los hogares correspondiente al año pasado, se indica que los ingresos medios anuales de los hogares se redujeron un 4,4%; que el 36% de los hogares afirma que no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos; que el 22% de la población está por debajo del umbral de riesgo de pobreza; o que alrededor del 20% manifiesta llegar con dificultad o mucha dificultad a fin de mes. El Informe Foessa, recién presentado por Cáritas, corrobora o amplía estos porcentajes, para llegar a la conclusión de que la pobreza en España se está haciendo más extensa, más intensa y más crónica.
Desde el inicio de la Gran Recesión, los dirigentes del mundo pretendieron implícitamente que la crisis económica no deviniera en crisis política y social para evitar problemas mayores. Cuatro años después, es muy discutible que lo estén logrando.
Joaquín Estefanía / El País
La reforma laboral, más allá de sus contenidos concretos, es una medida polarizadora porque desequilibra el poder en el seno de la empresa. La demanda compasiva hecha a la banca por el ministro de Economía, Luis de Guindos, para flexibilizar los desahucios de las familias sin recursos va en sentido contrario, aunque sea de muy dudosa efectividad. Todas las crisis económicas generan aumentos de la desigualdad, y esta que padecemos, por su profundidad y extensión, promete resultados muy desalentadores.
En los países occidentales, fundamentalmente en Europa y en EE UU, hay un movimiento creciente de preocupación por la reducción de las clases medias, que han sustentado el capitalismo clásico. El paro y el empobrecimiento las afectan de modo central en su composición y en su naturaleza. Ahora ya no se habla del aburguesamiento del proletariado —que tanto preocupaba antaño a la izquierda que se calificaba de consecuente— como de la proletarización de las clases medias. Antiguos participantes de estas últimas se unen con rapidez a los que se denominan “nuevos pobres” o “trabajadores pobres”, aquellos que quedan excluidos de la vida cotidiana por no permanecer a la altura económica de los hasta entonces equivalentes sociales al no poder sufragar los ofrecimientos constantes del confort y del consumo (véase la película The company man), o por estar en paro o por no tener la renta disponible suficiente. Unos les llaman “desafiliados” (Robert Castel) y otros “consumidores defectuosos”.
Las crisis aumentan las desigualdades. En esta se subraya el empobrecimiento de las clases medias
En España aparecen cada vez más estudios solventes que reflejan esta situación de desigualdad y de pobreza. La Contabilidad Nacional de 2011, recientemente publicada, indica que por primera vez en la democracia, las rentas empresariales fueron superiores en el reparto del valor añadido que genera la economía española a las rentas salariales: un 46,2% frente a un 46%. Para tener un elemento de comparación, recordemos que en el arranque de los años ochenta, la remuneración conjunta de todos los asalariados equivalía al 53% del PIB español, mientras que el excedente bruto de explotación (rentas empresariales y de los profesionales autónomos) se quedaban en el 41%.
En la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) de los hogares correspondiente al año pasado, se indica que los ingresos medios anuales de los hogares se redujeron un 4,4%; que el 36% de los hogares afirma que no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos; que el 22% de la población está por debajo del umbral de riesgo de pobreza; o que alrededor del 20% manifiesta llegar con dificultad o mucha dificultad a fin de mes. El Informe Foessa, recién presentado por Cáritas, corrobora o amplía estos porcentajes, para llegar a la conclusión de que la pobreza en España se está haciendo más extensa, más intensa y más crónica.
Desde el inicio de la Gran Recesión, los dirigentes del mundo pretendieron implícitamente que la crisis económica no deviniera en crisis política y social para evitar problemas mayores. Cuatro años después, es muy discutible que lo estén logrando.
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