Alejandro Nadal / La Jornada
Hace dos semanas escribí un artículo sobre el efecto que tendría sobre Grecia el programa de ajuste fiscal que le ha sido impuesto. En esa ocasión señalé que Grecia podía asomarse a un espejo mexicano para apreciar el terrible castigo que le espera. De aplicarse el programa diseñado por el Banco Central Europeo, las autoridades de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, Grecia sufrirá la misma suerte de la sociedad mexicana: el sacrificio de una generación y más.
Ahora nos toca el turno a nosotros. Frente a la desintegración del Estado mexicano, y de cara a una crisis global que debería llevar a cuestionamientos más radicales, ¿qué vemos cuando nos encontramos frente al espejo?
En 1979 el entonces presidente de la Reserva federal, Paul Volcker, decretó un brutal incremento en la tasa de interés con el fin de combatir la inflación. Ese aumento condujo a la economía mundial por el camino de una fuerte recesión. Las exportaciones de productos básicos desde países en vías de desarrollo se redujeron y el precio de las materias primas se desplomó. México se encontró bajo fuego cruzado. La caída en los precios del petróleo le impidió mantener el servicio de su abultada deuda. Para 1982 el gobierno mexicano anunció que tenía problemas para asegurar el pago de sus compromisos. México entró en una moratoria de facto.
La economía mexicana ya enfrentaba problemas internos. Por un lado se arrastraba el efecto de la parálisis en materia de política fiscal. México no había aplicado una genuina reforma fiscal progresiva, que tuviera simultáneamente una finalidad recaudatoria y redistributiva. Por otra parte, llevaba cuatro décadas de emplear una política industrial basada en un proteccionismo mal diseñado que fue incapaz de dotar al país de capacidades tecnológicas endógenas. El incipiente proceso de industrialización quedó detenido y nuestro país comenzó a marchar en reversa, hacia la re-primarización de la economía.
Al "rescate" llegaron el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro. A las cartas de intención le sucedieron los paquetes de estabilización y ajuste estructural. En la década de los ochenta México quedó sin rumbo y de rodillas, sin atreverse a redefinir su camino, se sometió a todos los gravámenes imaginables. Restricción fiscal, macro-devaluaciones y contracción salarial fueron tres de los mecanismos más socorridos para aplicar el ajuste. Privatizaciones masivas, aún de empresas rentables y estratégicas, y liberalización financiera y comercial fueron lo cotidiano mientras México se ceñía la camisa de fuerza del neoliberalismo.
En materia fiscal la finalidad dejó de ser el desarrollo. En su lugar se erigió el objetivo dominante de "administrar la deuda". El objetivo fue siempre el mismo: extraer recursos de los causantes con el fin de pagar cargas financieras. Desde entonces tenemos un rezago que va siempre en aumento en materia de salud, educación, vivienda, energía, transporte, infraestructura e investigación científica y tecnológica. En el México urbano, las nuevas clases medias prefirieron mantener su nivel de vida antes de reclamar un cambio en la dirección del ajuste y una nueva estrategia de desarrollo.
Luego vinieron las "elecciones" de 1988. El gobierno del fraude se convirtió en el rey del ilusionismo. Muchos creyeron en la promesa del primer mundo y mordieron el anzuelo. El Tratado de Libre Comercio sería la cereza del pastel. Pero poco duró la magia. En diciembre de 1994 explotó una de las peores crisis de nuestra economía. Entre otras cosas, el sistema bancario entró en quiebra. A los Gurría y los Ortiz sólo se les ocurrió comprarle su cartera vencida. Ese rescate lo seguimos pagando y seguiremos así hasta que se produzcan cambios interesantes.
Las luchas de resistencia del pueblo fueron muchas y tomaron vertientes muy diversas. Pero los cuerpos políticos, los que estaban hechos a la medida de la mediocridad en el análisis y la corrupción en la acción, esos cuerpos nunca han estado a la altura. Hoy nos encontramos en medio de una crisis mundial del calibre de la Gran Depresión. Ya estamos por cumplir el primer lustro de vida de esta crisis global. Los cuadros políticos del sistema están incapacitados para entender lo que sucede.
La economía mexicana es un edificio en ruinas. Su sistema financiero es un parásito cuya única función es enviar lucro a las matrices con problemas en el extranjero. El sector rural ha sido víctima de una guerra de 30 años o más, en la que lo único que importó fue expulsar mano de obra, aunque fuera necesario destruir formas de vida y comprometer la capacidad de manejo de recursos de las comunidades de campesinos.
Nuestra economía no necesita arreglos de cosmético. Requiere cambios estructurales de fondo. Urge destruir todo aquello que hoy estorba. Y si eso es "radical", pues sí, efectivamente. Hay que ser radicales. El sacrificio de una generación es el resultado de cinco lustros de experimento neoliberal. La imagen en el espejo debe anunciar otro camino.
Hace dos semanas escribí un artículo sobre el efecto que tendría sobre Grecia el programa de ajuste fiscal que le ha sido impuesto. En esa ocasión señalé que Grecia podía asomarse a un espejo mexicano para apreciar el terrible castigo que le espera. De aplicarse el programa diseñado por el Banco Central Europeo, las autoridades de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, Grecia sufrirá la misma suerte de la sociedad mexicana: el sacrificio de una generación y más.
Ahora nos toca el turno a nosotros. Frente a la desintegración del Estado mexicano, y de cara a una crisis global que debería llevar a cuestionamientos más radicales, ¿qué vemos cuando nos encontramos frente al espejo?
En 1979 el entonces presidente de la Reserva federal, Paul Volcker, decretó un brutal incremento en la tasa de interés con el fin de combatir la inflación. Ese aumento condujo a la economía mundial por el camino de una fuerte recesión. Las exportaciones de productos básicos desde países en vías de desarrollo se redujeron y el precio de las materias primas se desplomó. México se encontró bajo fuego cruzado. La caída en los precios del petróleo le impidió mantener el servicio de su abultada deuda. Para 1982 el gobierno mexicano anunció que tenía problemas para asegurar el pago de sus compromisos. México entró en una moratoria de facto.
La economía mexicana ya enfrentaba problemas internos. Por un lado se arrastraba el efecto de la parálisis en materia de política fiscal. México no había aplicado una genuina reforma fiscal progresiva, que tuviera simultáneamente una finalidad recaudatoria y redistributiva. Por otra parte, llevaba cuatro décadas de emplear una política industrial basada en un proteccionismo mal diseñado que fue incapaz de dotar al país de capacidades tecnológicas endógenas. El incipiente proceso de industrialización quedó detenido y nuestro país comenzó a marchar en reversa, hacia la re-primarización de la economía.
Al "rescate" llegaron el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro. A las cartas de intención le sucedieron los paquetes de estabilización y ajuste estructural. En la década de los ochenta México quedó sin rumbo y de rodillas, sin atreverse a redefinir su camino, se sometió a todos los gravámenes imaginables. Restricción fiscal, macro-devaluaciones y contracción salarial fueron tres de los mecanismos más socorridos para aplicar el ajuste. Privatizaciones masivas, aún de empresas rentables y estratégicas, y liberalización financiera y comercial fueron lo cotidiano mientras México se ceñía la camisa de fuerza del neoliberalismo.
En materia fiscal la finalidad dejó de ser el desarrollo. En su lugar se erigió el objetivo dominante de "administrar la deuda". El objetivo fue siempre el mismo: extraer recursos de los causantes con el fin de pagar cargas financieras. Desde entonces tenemos un rezago que va siempre en aumento en materia de salud, educación, vivienda, energía, transporte, infraestructura e investigación científica y tecnológica. En el México urbano, las nuevas clases medias prefirieron mantener su nivel de vida antes de reclamar un cambio en la dirección del ajuste y una nueva estrategia de desarrollo.
Luego vinieron las "elecciones" de 1988. El gobierno del fraude se convirtió en el rey del ilusionismo. Muchos creyeron en la promesa del primer mundo y mordieron el anzuelo. El Tratado de Libre Comercio sería la cereza del pastel. Pero poco duró la magia. En diciembre de 1994 explotó una de las peores crisis de nuestra economía. Entre otras cosas, el sistema bancario entró en quiebra. A los Gurría y los Ortiz sólo se les ocurrió comprarle su cartera vencida. Ese rescate lo seguimos pagando y seguiremos así hasta que se produzcan cambios interesantes.
Las luchas de resistencia del pueblo fueron muchas y tomaron vertientes muy diversas. Pero los cuerpos políticos, los que estaban hechos a la medida de la mediocridad en el análisis y la corrupción en la acción, esos cuerpos nunca han estado a la altura. Hoy nos encontramos en medio de una crisis mundial del calibre de la Gran Depresión. Ya estamos por cumplir el primer lustro de vida de esta crisis global. Los cuadros políticos del sistema están incapacitados para entender lo que sucede.
La economía mexicana es un edificio en ruinas. Su sistema financiero es un parásito cuya única función es enviar lucro a las matrices con problemas en el extranjero. El sector rural ha sido víctima de una guerra de 30 años o más, en la que lo único que importó fue expulsar mano de obra, aunque fuera necesario destruir formas de vida y comprometer la capacidad de manejo de recursos de las comunidades de campesinos.
Nuestra economía no necesita arreglos de cosmético. Requiere cambios estructurales de fondo. Urge destruir todo aquello que hoy estorba. Y si eso es "radical", pues sí, efectivamente. Hay que ser radicales. El sacrificio de una generación es el resultado de cinco lustros de experimento neoliberal. La imagen en el espejo debe anunciar otro camino.
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