JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ / REFORMA
El propósito esencial de la ley es la certidumbre. La claridad jurídica que nos permite saber a qué atenernos no basta, por supuesto. A la ley le pedimos que sirva al interés general; que aliente lo benéfico y castigue lo perjudicial; que tenga conductos eficaces de aplicación; que sea algo más que la declaración de un ideal. Pero el deber primero de la ley es definir con claridad el mapa de los derechos y los deberes. Si la ley no es una señal que muestra los caminos abiertos y las zonas vedadas no sirve de nada. Muchas críticas ha recibido la ley electoral vigente. Creo que muchas son merecidas, pero ninguna tan grave como fallar a su propósito elemental: definir con claridad las reglas del juego.
La ley electoral defiende el paternalismo deliberativo, pretende someter los tiempos de la política a un absurdo calendario artificial, sobrecarga a la autoridad de funciones, simula ahorros que no son, infla la Constitución con normas que corresponden a normas secundarias. Pero el problema más grave de la ley reformada es que, lejos de ofrecer una guía clara de lo permitido y lo prohibido, coloca a todos los actores en la incertidumbre. No son claros los límites de los partidos, los candidatos desconocen qué está permitido y qué se les prohíbe. ¿Qué podemos hacer?, preguntan candidatos y medios. Si esas preguntas se expresan es porque la ley no ofrece una respuesta nítida. Nadie sabe tampoco cuál es la consecuencia de una posible infracción. ¿Qué pueden hacer hoy los candidatos, durante este limbo absurdo que ha abierto la ley antes del banderazo oficial de la campaña? ¿Cuáles son jurídicamente las restricciones a las que deben sujetarse partidos y candidatos? ¿Qué sucede si transgreden la ley (de acuerdo a la interpretación de administradores y jueces del proceso electoral)?
La sobrerregulación, la imprecisión de la norma, los caprichos interpretativos de las autoridades colocan a los partidos en una extrema vulnerabilidad. Es cierto: los partidos crearon y reformaron la ley. Ahora son víctimas de ella. Ningún partido puede estar seguro con estas reglas. Por su parte, los electores están expuestos a una intensa campaña de simulación. Desde antes que el proceso empezara formalmente, observábamos el simulacro. La ley llama al ocultamiento de las ambiciones; la convocatoria a la adhesión se ve forzada a la oblicuidad. Así, una ley trazada con la pretensión de mejorar la calidad del debate público, nos ha entregado premios al disimulo, la hipocresía, el fingimiento. Quienes buscan convencer a los electores de que serían la mejor opción gubernativa, quienes quieren legítimamente el voto no lo pueden pedir abiertamente-o, por lo menos, no todavía. Claro: pueden hablar, pero no pueden decir lo que quieren decir (y que todos sabemos que, entre líneas, dicen). Nos informan los voceros del Instituto Federal Electoral que los candidatos pueden seguir haciendo política. ¡pero no pueden llamar al voto! Tras ganar el respaldo de sus partidos, Peña Nieto, López Obrador y Vázquez Mota podrán hablar de lo que quieran, pero no pueden decir lo que quieren decir: voten por mí. Todos sabemos que cualquier cosa que digan Peña Nieto, López Obrador y Vázquez Mota busca el voto, pero ninguno de ellos lo puede decir abiertamente. Absurda legislación. Tienen razón los críticos de la ley al advertir que en muchos aspectos es, simplemente, ridícula.
Hay legislaciones que consiguen la conciliación: son reflejos de una negociación que pone fin a un viejo desacuerdo. Hay otras legislaciones que vienen del resentimiento: la mayoría emplea su poder como instrumento de venganza. Tras el abuso, los nuevos patrones se desquitan a través del derecho. Hay legislaciones que nacen de la mala conciencia. Ese es el caso de la legislación electoral. Los arquitectos de la ley hicieron suyo el pliego de denuncias de la coalición derrotada y aceptaron su argumento de que el régimen electoral daba ventajas indebidas a una fuerza política. Desde la culpa, se dieron a la tarea de satisfacer al inconforme. De ahí vienen las reformas a la ley electoral: un partido fue capaz de imponer una reforma innecesaria, mientras un partido avergonzado de su victoria acataba el diagnóstico y la receta.
El resultado de esa interpretación errónea de la crisis es lamentable: las leyes han vuelto a ser motivo del litigio, en lugar de ser el sitio de las coincidencias básicas. Y al discutir los méritos y defectos de la ley y tratar de descifrar su significado, nos distraemos lo esencial: el examen de propuestas y personalidades.
El problema de 2006 no fue un problema de leyes. Al cambiarla retrocedimos: nadie está conforme con la legislación electoral, a nadie da confianza la legislación electoral. Tras la elección, necesitaremos, de nuevo, una reforma
El propósito esencial de la ley es la certidumbre. La claridad jurídica que nos permite saber a qué atenernos no basta, por supuesto. A la ley le pedimos que sirva al interés general; que aliente lo benéfico y castigue lo perjudicial; que tenga conductos eficaces de aplicación; que sea algo más que la declaración de un ideal. Pero el deber primero de la ley es definir con claridad el mapa de los derechos y los deberes. Si la ley no es una señal que muestra los caminos abiertos y las zonas vedadas no sirve de nada. Muchas críticas ha recibido la ley electoral vigente. Creo que muchas son merecidas, pero ninguna tan grave como fallar a su propósito elemental: definir con claridad las reglas del juego.
La ley electoral defiende el paternalismo deliberativo, pretende someter los tiempos de la política a un absurdo calendario artificial, sobrecarga a la autoridad de funciones, simula ahorros que no son, infla la Constitución con normas que corresponden a normas secundarias. Pero el problema más grave de la ley reformada es que, lejos de ofrecer una guía clara de lo permitido y lo prohibido, coloca a todos los actores en la incertidumbre. No son claros los límites de los partidos, los candidatos desconocen qué está permitido y qué se les prohíbe. ¿Qué podemos hacer?, preguntan candidatos y medios. Si esas preguntas se expresan es porque la ley no ofrece una respuesta nítida. Nadie sabe tampoco cuál es la consecuencia de una posible infracción. ¿Qué pueden hacer hoy los candidatos, durante este limbo absurdo que ha abierto la ley antes del banderazo oficial de la campaña? ¿Cuáles son jurídicamente las restricciones a las que deben sujetarse partidos y candidatos? ¿Qué sucede si transgreden la ley (de acuerdo a la interpretación de administradores y jueces del proceso electoral)?
La sobrerregulación, la imprecisión de la norma, los caprichos interpretativos de las autoridades colocan a los partidos en una extrema vulnerabilidad. Es cierto: los partidos crearon y reformaron la ley. Ahora son víctimas de ella. Ningún partido puede estar seguro con estas reglas. Por su parte, los electores están expuestos a una intensa campaña de simulación. Desde antes que el proceso empezara formalmente, observábamos el simulacro. La ley llama al ocultamiento de las ambiciones; la convocatoria a la adhesión se ve forzada a la oblicuidad. Así, una ley trazada con la pretensión de mejorar la calidad del debate público, nos ha entregado premios al disimulo, la hipocresía, el fingimiento. Quienes buscan convencer a los electores de que serían la mejor opción gubernativa, quienes quieren legítimamente el voto no lo pueden pedir abiertamente-o, por lo menos, no todavía. Claro: pueden hablar, pero no pueden decir lo que quieren decir (y que todos sabemos que, entre líneas, dicen). Nos informan los voceros del Instituto Federal Electoral que los candidatos pueden seguir haciendo política. ¡pero no pueden llamar al voto! Tras ganar el respaldo de sus partidos, Peña Nieto, López Obrador y Vázquez Mota podrán hablar de lo que quieran, pero no pueden decir lo que quieren decir: voten por mí. Todos sabemos que cualquier cosa que digan Peña Nieto, López Obrador y Vázquez Mota busca el voto, pero ninguno de ellos lo puede decir abiertamente. Absurda legislación. Tienen razón los críticos de la ley al advertir que en muchos aspectos es, simplemente, ridícula.
Hay legislaciones que consiguen la conciliación: son reflejos de una negociación que pone fin a un viejo desacuerdo. Hay otras legislaciones que vienen del resentimiento: la mayoría emplea su poder como instrumento de venganza. Tras el abuso, los nuevos patrones se desquitan a través del derecho. Hay legislaciones que nacen de la mala conciencia. Ese es el caso de la legislación electoral. Los arquitectos de la ley hicieron suyo el pliego de denuncias de la coalición derrotada y aceptaron su argumento de que el régimen electoral daba ventajas indebidas a una fuerza política. Desde la culpa, se dieron a la tarea de satisfacer al inconforme. De ahí vienen las reformas a la ley electoral: un partido fue capaz de imponer una reforma innecesaria, mientras un partido avergonzado de su victoria acataba el diagnóstico y la receta.
El resultado de esa interpretación errónea de la crisis es lamentable: las leyes han vuelto a ser motivo del litigio, en lugar de ser el sitio de las coincidencias básicas. Y al discutir los méritos y defectos de la ley y tratar de descifrar su significado, nos distraemos lo esencial: el examen de propuestas y personalidades.
El problema de 2006 no fue un problema de leyes. Al cambiarla retrocedimos: nadie está conforme con la legislación electoral, a nadie da confianza la legislación electoral. Tras la elección, necesitaremos, de nuevo, una reforma
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