domingo, 5 de febrero de 2012

PEDAGOGÍA DEL PATRIMONIALISMO

Francisco Valdés Ugalde / El Universal
El episodio de la notificación de la resolución de la Cofeco a la empresa Iusacell reclama reflexión cuidadosa. Ese acontecimiento puso en escena un talante empresarial rebelde, por decir lo menos, al cumplimiento de la ley.
La forma siempre es fondo. La falta de respeto a la ley y a sus representantes es indicación del rechazo de su cumplimiento. El espectáculo grotesco que ofreció Iusacell al ordenar a sus guardias impedir la entrada de los notificadores, permitir luego el ingreso de una persona que fue amedrentada, modificar la fachada cambiando ilegalmente el número externo y disfrazar sus exteriores, todo para nulificar el acto de entrega habla de la intolerancia de los dueños de esa empresa al cumplimiento de la ley, cuando se les obliga a apegarse a sus dictados.
La Cofetel realizó un acto jurídico que, bajo ninguna circunstancia, puede admitir resistencia extralegal. Otra cosa es que se apele en los tribunales correspondientes la validez de esa decisión, pero la intolerancia y la prepotencia frente al derecho que muestran muchos, la mayor parte, de los poderosos de México es inaceptable para la convivencia democrática y para el Estado de derecho.
Si fuese un hecho aislado podría ignorarse, pero en el caso de México esta actitud debe ser vista como el síntoma de una larga tradición patrimonialista.
No hay ninguna historia seria de América Latina que no dé cuenta del patrimonialismo de las élites. En breve, éste puede ser explicado como sigue. Las élites económicas y políticas se han conducido en la dirección y desarrollo de los países bajo el supuesto de que son “dueños de vidas y haciendas”, por usar una expresión antigua. De ahí que el principio de la posesión ha prevalecido, históricamente, sobre el principio jurídico de propiedad y que el fundamento de libertad del Estado liberal se haya reservado para las élites, y el uso de la violencia legítima se haya utilizado, además de otros recursos políticos, para mantener a las mayorías al margen del ejercicio de la libertad. A diferencia de sus precursores europeos y norteamericanos (EU y Canadá), que hubieron de abrirse a la presión social y política de los trabajadores, los intelectuales y las nacientes clases medias, las élites latinoamericanas cerraron las puertas de la política a estas influencias para preservar sus privilegios.
En las instituciones económicas, sociales, políticas y en la cultura echó raíces la prelación del privilegio por encima de lo que ocurrió en las que hoy conocemos como “sociedades avanzadas”: impersonalidad de las normas y libre acceso a las oportunidades ofrecidas por el mercado. El efecto dramático para América Latina ha sido que las instituciones propias de la modernidad y del Estado de derecho se hayan configurado como una farsa cínica en la que los recursos de poder más importantes se han usado para mantener a la mayoría en la sujeción, el autoritarismo y la subordinación perpetua al privilegio de las “clases superiores”.
América Latina se impermeabilizó para evitar la penetración de las ideas de la reforma protestante, de la Revolución Francesa y americana, de la Ilustración, y de los procesos de liberación y democratización que implicaron. En vez de sociedades abiertas se conformaron sociedades abiertas en algunas partes de su fachada y cerradas herméticamente por dentro. El objetivo: impedir sistemáticamente la transformación social, el cambio. Y el saldo histórico ha sido dual. Por una parte, la exclusión y la violencia, por la otra, la cooptación por contagio.
En efecto, algunas capas de las clases ilustradas entendieron el contraste y promovieron rebeliones. Desde la Colonia hasta la Independencia, la historia política de América Latina fue fértil en todo tipo de expresiones de disidencia que, ante la exclusión provocada por el statu quo recurrieron a la violencia como vía de escape para la transformación. El siglo XIX se caracterizó por la lucha entre liberales y conservadores que terminó, casi en todas partes, en simulación y maridaje entre ambos bandos, siempre conservando sus privilegios.
Para completar el cuadro, en algunas sociedades como la nuestra se produjeron fórmulas de inclusión que llevaron impresa la marca del patrimonialismo. Un ejemplo patético es el sindicalismo corporativo, especialmente en las instituciones de gobierno. Las reivindicaciones laborales fueron hábilmente transfiguradas en derechos patrimoniales. Su máxima expresión es la perpetuación de instituciones medievales como el mayorazgo mediante el “derecho” a heredar plazas de trabajo. La resistencia a competir, diseminada en la punta y en la base de la pirámide social es resultado de esa pedagogía del patrimonialismo. El horror a someterse al derecho, a la libertad y a la exposición pública es su secuela.
Para los demócratas es un deber luchar por el sometimiento de todos a la ley y porque ésta se apoye en la razón educada.

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