Guillermo Knochenhauer / El Financiero
Un país con 11.7 millones de hambrientos, de los cuales varios miles mueren cada año por desnutrición, no puede ser feliz ni desarrollarse, aunque tenga los medios para ser y hacer.
Las actitudes y conducta de los 112 millones de mexicanos están consiente e inconscientemente afectadas por la dimensión de la pobreza y por las desigualdades que la producen.
Somos una sociedad en la que predominan actitudes propias de la cultura de la pobreza: desconfianza mutua, el inmediatismo y la disposición a aprovecharse de los demás. La conciencia colectiva de la iniquidad predispone a esas conductas, no sólo entre los pobres.
En la raíz de los problemas de ingresos y de inseguridad, están las desigualdades de riqueza y poder entre clases sociales y regiones. Ningún asunto público pesa más en la calidad de la convivencia social y de vida de cada mexicano que la iniquidad.
La iniquidad provoca desigualdades que cargan el ambiente social de tensiones, de nerviosismo, de recelos mutuos y de prejuicios que transforman la convivencia en sobrevivencia. Por eso se dice que cada mexicano ve por sus necesidades e intereses inmediatos. Se echan de menos la cohesión social y el liderazgo como generadores de certezas individuales y colectivas. Las tensiones sociales están identificadas inclusive, como una de las causas de enfermedades cada vez más frecuentes del sistema inmunológico y alteraciones mentales.
El británico Richard Wilkinson ha construido indicadores para comparar la calidad de vida entre países ricos. Demuestra con ellos que las desigualdades y no el Producto Interno Bruto (ya son países ricos), son las que explican el grado de bienestar y de libertad de las personas en aspectos como la vocación colectiva por el estudio, por la cultura y su compromiso ciudadano con los asuntos públicos. Por el contrario, las sociedades menos igualitarias padecen mayores niveles de delincuencia, de adicciones y de enfermedades mentales.
El estudio abarca 23 países ricos. En un extremo queda ubicado Japón, donde la diferencia de ingreso entre el 20 por ciento más rico de la población es de 3.4 veces mayor que el ingreso del 20 por ciento más pobre. En el otro extremo se ubica Estados Unidos, donde esa diferencia es de 8.5 veces. Wilkinson muestra una relación de este indicador con diversos índices, como los que se refieren a padecimientos mentales, tasa de homicidios, ansiedad por el éxito y el estatus social y otros complejos disruptivos de la conducta colectiva. Puede usted ver una presentación del trabajo de Wilkinson en http://www.youtube.com/watch?v=cZ7LzE3u7Bw
Además del ánimo social, la iniquidad y desigualdades restan posibilidades al crecimiento económico. Hace varios años que el propio Banco Mundial reconoció que no existe ninguna posibilidad de desarrollo sin equidad, la cual supone inversiones y empleos, pero también igualdad de oportunidades en alimentación, educación, salud, movilidad social y acceso a bienes culturales.
La equidad no es un efecto propio -natural- de la economía de mercado. El mero crecimiento de la riqueza significa, siempre, su concentración en los grupos con poder económico y político. El Estado tiene que imponer las condiciones de equidad y su instrumento para hacerlo es la política hacendaria. Las diferencias reales de ingresos entre ricos y pobres se miden después del pago de impuestos y del impacto del gasto social. Hacerlo antes, es sólo para medir la eficacia de la política hacendaria.
En México, los cambios económicos promovidos por el neoliberalismo desde hace casi tres décadas, han servido para reforzar el mercado y quitarle instrumentos a las políticas públicas de desarrollo. En esa materia estamos en el peor de los mundos posibles, donde la carga de impuestos no es progresiva (mayor a quien más tiene), y el colmo es que el gasto social es regresivo (favorece a quienes más tienen).
Fuentes internacionales y el propio INEGI coinciden en que el gasto público en México, tanto el federal como el que ejercen estados y municipios favorece, en vez de combatir, la concentración de riqueza.
El Informe 2011 sobre Desarrollo Humano de la ONU, en su capítulo sobre México demuestra, en relación con el gasto público, que "en su conjunto es un factor que amplifica la desigualdad en 4.8 por ciento en vez de corregirla".
El gasto público en México, concluye el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, "representa una oportunidad perdida para promover una sociedad más igualitaria y equitativa".
Oportunidad perdida, habría que añadir, por un gobierno y un Congreso que sólo han alcanzado a prefigurar "reformas fiscales" para elevar los ingresos públicos. No se atreven a más.
Un país con 11.7 millones de hambrientos, de los cuales varios miles mueren cada año por desnutrición, no puede ser feliz ni desarrollarse, aunque tenga los medios para ser y hacer.
Las actitudes y conducta de los 112 millones de mexicanos están consiente e inconscientemente afectadas por la dimensión de la pobreza y por las desigualdades que la producen.
Somos una sociedad en la que predominan actitudes propias de la cultura de la pobreza: desconfianza mutua, el inmediatismo y la disposición a aprovecharse de los demás. La conciencia colectiva de la iniquidad predispone a esas conductas, no sólo entre los pobres.
En la raíz de los problemas de ingresos y de inseguridad, están las desigualdades de riqueza y poder entre clases sociales y regiones. Ningún asunto público pesa más en la calidad de la convivencia social y de vida de cada mexicano que la iniquidad.
La iniquidad provoca desigualdades que cargan el ambiente social de tensiones, de nerviosismo, de recelos mutuos y de prejuicios que transforman la convivencia en sobrevivencia. Por eso se dice que cada mexicano ve por sus necesidades e intereses inmediatos. Se echan de menos la cohesión social y el liderazgo como generadores de certezas individuales y colectivas. Las tensiones sociales están identificadas inclusive, como una de las causas de enfermedades cada vez más frecuentes del sistema inmunológico y alteraciones mentales.
El británico Richard Wilkinson ha construido indicadores para comparar la calidad de vida entre países ricos. Demuestra con ellos que las desigualdades y no el Producto Interno Bruto (ya son países ricos), son las que explican el grado de bienestar y de libertad de las personas en aspectos como la vocación colectiva por el estudio, por la cultura y su compromiso ciudadano con los asuntos públicos. Por el contrario, las sociedades menos igualitarias padecen mayores niveles de delincuencia, de adicciones y de enfermedades mentales.
El estudio abarca 23 países ricos. En un extremo queda ubicado Japón, donde la diferencia de ingreso entre el 20 por ciento más rico de la población es de 3.4 veces mayor que el ingreso del 20 por ciento más pobre. En el otro extremo se ubica Estados Unidos, donde esa diferencia es de 8.5 veces. Wilkinson muestra una relación de este indicador con diversos índices, como los que se refieren a padecimientos mentales, tasa de homicidios, ansiedad por el éxito y el estatus social y otros complejos disruptivos de la conducta colectiva. Puede usted ver una presentación del trabajo de Wilkinson en http://www.youtube.com/watch?v=cZ7LzE3u7Bw
Además del ánimo social, la iniquidad y desigualdades restan posibilidades al crecimiento económico. Hace varios años que el propio Banco Mundial reconoció que no existe ninguna posibilidad de desarrollo sin equidad, la cual supone inversiones y empleos, pero también igualdad de oportunidades en alimentación, educación, salud, movilidad social y acceso a bienes culturales.
La equidad no es un efecto propio -natural- de la economía de mercado. El mero crecimiento de la riqueza significa, siempre, su concentración en los grupos con poder económico y político. El Estado tiene que imponer las condiciones de equidad y su instrumento para hacerlo es la política hacendaria. Las diferencias reales de ingresos entre ricos y pobres se miden después del pago de impuestos y del impacto del gasto social. Hacerlo antes, es sólo para medir la eficacia de la política hacendaria.
En México, los cambios económicos promovidos por el neoliberalismo desde hace casi tres décadas, han servido para reforzar el mercado y quitarle instrumentos a las políticas públicas de desarrollo. En esa materia estamos en el peor de los mundos posibles, donde la carga de impuestos no es progresiva (mayor a quien más tiene), y el colmo es que el gasto social es regresivo (favorece a quienes más tienen).
Fuentes internacionales y el propio INEGI coinciden en que el gasto público en México, tanto el federal como el que ejercen estados y municipios favorece, en vez de combatir, la concentración de riqueza.
El Informe 2011 sobre Desarrollo Humano de la ONU, en su capítulo sobre México demuestra, en relación con el gasto público, que "en su conjunto es un factor que amplifica la desigualdad en 4.8 por ciento en vez de corregirla".
El gasto público en México, concluye el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, "representa una oportunidad perdida para promover una sociedad más igualitaria y equitativa".
Oportunidad perdida, habría que añadir, por un gobierno y un Congreso que sólo han alcanzado a prefigurar "reformas fiscales" para elevar los ingresos públicos. No se atreven a más.
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