LUIS RUBIO / REFORMA
Uno pensaría que las víctimas serían las primeras interesadas en lo que en derecho se llama el "debido proceso". En su esencia, el concepto implica que los procedimientos que sigue la autoridad judicial en sus pesquisas e investigaciones deben apegarse estrictamente a lo establecido en la Ley y no pueden ser injustos, arbitrarios o poco razonables para el individuo que está siendo acusado o investigado. Se trata de una garantía elemental concebida para proteger a una persona que, aunque esté siendo acusada, pudiera ser inocente.
El asunto en cuestión es el tan debatido caso Cassez. En su proyecto de resolución, preparado para su discusión en la Suprema Corte, el ministro Arturo Zaldívar argumenta que las violaciones a los derechos de la inculpada fueron tan vastos que no pueden ser pasados por alto. El planteamiento ha generado un enorme escándalo por parte de las víctimas que, con toda razón, esgrimen que, de aprobarse el planteamiento del ministro, se estarían ignorando sus derechos como víctimas.
En un país caracterizado por tanta violencia e impunidad, es lógico que las víctimas y sus deudos se organicen para exigir atención a sus derechos, asegurar que los culpables paguen por sus delitos y que el Estado responda ante la ola de criminalidad que padece el país. Las víctimas obviamente tienen derechos, comenzando por el de hacer valer su voz en el debate público. Lo que no me parece evidente es que su oposición al proyecto de Zaldívar sea racional o que empate con sus propios objetivos y causas.
Oponerse al debido proceso implica oponerse a la profesionalización del Ministerio Público y de las policías, es decir, a la consolidación del Estado, ente responsable de lo que las víctimas demandan: la seguridad de los ciudadanos. La consolidación del Estado es el prerrequisito para la seguridad pública, el fin de la impunidad, la corrupción y la violencia.
Es la debilidad del Estado -y su naturaleza pre moderna- lo que explica la criminalidad y la impunidad que yacen detrás de la existencia de las víctimas. Un Estado que viola las garantías y derechos de la ciudadanía no es un Estado digno de ese nombre y no es presentable en un contexto internacional del que depende nuestra economía y, en general, nuestra autoestima y prestigio como nación. ¿Con qué cara se puede impugnar la justicia estadounidense en casos como los de mexicanos inculpados allá cuando aquí no se respeta el debido proceso y otros principios elementales de cualquier sistema judicial que se respete?
Desde luego, la perspectiva de las víctimas es que un fallo favorable para el proyecto mencionado implicaría dejar en libertad a la persona en cuestión y, potencialmente, abrir un río de amparos por parte de otros delincuentes que hoy están en prisión. Las víctimas legítimamente se oponen a la liberación de quienes secuestraron, mataron y vejaron a sus parientes o a sí mismos. Nadie puede reprocharles su furia.
La principal objeción de las víctimas es que el proyecto de Zaldívar las ignora. Mi impresión es que, en su enfoque, el ministro no las ignora sino que se dirige hacia la causa del problema de criminalidad que generó esas víctimas: la debilidad del Estado, en este caso del Ministerio Público. La falta de respeto a los procedimientos -al debido proceso- dice implícitamente el postulante, es una de las causas de nuestra situación actual. Es por esta razón que me parece que la oposición al planteamiento es producto más de la furia -¿o ánimo de venganza?- que de una reflexión más fría.
Sin embargo lo que está de por medio es fundamental. El debido proceso es uno de los componentes centrales de la civilidad, baluarte del Estado de derecho y de la democracia. Todos los mexicanos sabemos que las violaciones a los procedimientos son cotidianas por parte los Ministerios Públicos y las policías. Ningún país puede llamarse moderno si no se respetan los derechos de los ciudadanos, incluyendo los de los acusados. Un fallo en contra de este principio nos retrotraería a la era neolítica. Un fallo a favor implicaría un cambio radical en los incentivos de las policías y ministerios públicos y abriría la puerta a una nueva era en materia judicial en el país. El asunto no es menor.
La paradoja es que el punto de partida de los activistas y de las víctimas está en que no tienen confianza en las autoridades pero, por otra parte, defienden a muerte los procedimientos a los que éstas llegan. El tema sería risible de no estar involucrado algo tan fundamental.
La falta de confianza en las autoridades es producto de la experiencia. En teoría, las autoridades son responsables de erradicar males endémicos como la corrupción, impunidad, criminalidad y violencia. Históricamente, más allá del ascenso en la criminalidad y violencia en las últimas décadas, nuestros gobiernos, a los tres niveles, jamás han sido especialmente hábiles para combatir estos males. En realidad, los incentivos que nuestro sistema político profería no eran los de un país moderno sino los de un sistema autoritario en el que la autoridad no tenía razón alguna para interesarse en los ciudadanos, excepto cuando protestaban. En otras palabras, las autoridades y gobiernos se ganaron a pulso la desconfianza de la ciudadanía.
Una resolución a favor del debido proceso tendría enormes consecuencias porque generaría incentivos tanto positivos como negativos. Por el lado positivo, forzaría al Ministerio Público y a las policías a reformarse de manera radical. Esa es la razón por la que el proyecto es tan importante. Por otro lado, un fallo en ese sentido generaría incentivos, en el corto plazo, para que todos los malhechores iniciaran procesos de amparo. Es decir, se correría el riesgo de que secuestradores, asesinos, narcotraficantes y otros delincuentes reclamaran el mismo derecho. El costo de haber abandonado la ilegalidad es alto, pero el de seguir por la misma senda sería intolerable.
La pregunta importante es qué queremos como país. Una posibilidad sería persistir en la estrategia del avestruz: pretender que se puede terminar con el mal gobierno y la pésima administración y procuración de la justicia quedándonos donde estamos. La alternativa sería encarar los problemas que se presenten en aras de comenzar a construir un país moderno, civilizado y democrático. El proyecto del ministro Zaldívar constituye un enorme desafío para una nación -tanto la ciudadanía como sus políticos y jueces- que no se ha distinguido por su disposición a enfrentar los problemas que entraña la construcción de un futuro digno. No es poco lo que está de por medio, así sean grandes las consecuencias con las que después habría que lidiar.
Uno pensaría que las víctimas serían las primeras interesadas en lo que en derecho se llama el "debido proceso". En su esencia, el concepto implica que los procedimientos que sigue la autoridad judicial en sus pesquisas e investigaciones deben apegarse estrictamente a lo establecido en la Ley y no pueden ser injustos, arbitrarios o poco razonables para el individuo que está siendo acusado o investigado. Se trata de una garantía elemental concebida para proteger a una persona que, aunque esté siendo acusada, pudiera ser inocente.
El asunto en cuestión es el tan debatido caso Cassez. En su proyecto de resolución, preparado para su discusión en la Suprema Corte, el ministro Arturo Zaldívar argumenta que las violaciones a los derechos de la inculpada fueron tan vastos que no pueden ser pasados por alto. El planteamiento ha generado un enorme escándalo por parte de las víctimas que, con toda razón, esgrimen que, de aprobarse el planteamiento del ministro, se estarían ignorando sus derechos como víctimas.
En un país caracterizado por tanta violencia e impunidad, es lógico que las víctimas y sus deudos se organicen para exigir atención a sus derechos, asegurar que los culpables paguen por sus delitos y que el Estado responda ante la ola de criminalidad que padece el país. Las víctimas obviamente tienen derechos, comenzando por el de hacer valer su voz en el debate público. Lo que no me parece evidente es que su oposición al proyecto de Zaldívar sea racional o que empate con sus propios objetivos y causas.
Oponerse al debido proceso implica oponerse a la profesionalización del Ministerio Público y de las policías, es decir, a la consolidación del Estado, ente responsable de lo que las víctimas demandan: la seguridad de los ciudadanos. La consolidación del Estado es el prerrequisito para la seguridad pública, el fin de la impunidad, la corrupción y la violencia.
Es la debilidad del Estado -y su naturaleza pre moderna- lo que explica la criminalidad y la impunidad que yacen detrás de la existencia de las víctimas. Un Estado que viola las garantías y derechos de la ciudadanía no es un Estado digno de ese nombre y no es presentable en un contexto internacional del que depende nuestra economía y, en general, nuestra autoestima y prestigio como nación. ¿Con qué cara se puede impugnar la justicia estadounidense en casos como los de mexicanos inculpados allá cuando aquí no se respeta el debido proceso y otros principios elementales de cualquier sistema judicial que se respete?
Desde luego, la perspectiva de las víctimas es que un fallo favorable para el proyecto mencionado implicaría dejar en libertad a la persona en cuestión y, potencialmente, abrir un río de amparos por parte de otros delincuentes que hoy están en prisión. Las víctimas legítimamente se oponen a la liberación de quienes secuestraron, mataron y vejaron a sus parientes o a sí mismos. Nadie puede reprocharles su furia.
La principal objeción de las víctimas es que el proyecto de Zaldívar las ignora. Mi impresión es que, en su enfoque, el ministro no las ignora sino que se dirige hacia la causa del problema de criminalidad que generó esas víctimas: la debilidad del Estado, en este caso del Ministerio Público. La falta de respeto a los procedimientos -al debido proceso- dice implícitamente el postulante, es una de las causas de nuestra situación actual. Es por esta razón que me parece que la oposición al planteamiento es producto más de la furia -¿o ánimo de venganza?- que de una reflexión más fría.
Sin embargo lo que está de por medio es fundamental. El debido proceso es uno de los componentes centrales de la civilidad, baluarte del Estado de derecho y de la democracia. Todos los mexicanos sabemos que las violaciones a los procedimientos son cotidianas por parte los Ministerios Públicos y las policías. Ningún país puede llamarse moderno si no se respetan los derechos de los ciudadanos, incluyendo los de los acusados. Un fallo en contra de este principio nos retrotraería a la era neolítica. Un fallo a favor implicaría un cambio radical en los incentivos de las policías y ministerios públicos y abriría la puerta a una nueva era en materia judicial en el país. El asunto no es menor.
La paradoja es que el punto de partida de los activistas y de las víctimas está en que no tienen confianza en las autoridades pero, por otra parte, defienden a muerte los procedimientos a los que éstas llegan. El tema sería risible de no estar involucrado algo tan fundamental.
La falta de confianza en las autoridades es producto de la experiencia. En teoría, las autoridades son responsables de erradicar males endémicos como la corrupción, impunidad, criminalidad y violencia. Históricamente, más allá del ascenso en la criminalidad y violencia en las últimas décadas, nuestros gobiernos, a los tres niveles, jamás han sido especialmente hábiles para combatir estos males. En realidad, los incentivos que nuestro sistema político profería no eran los de un país moderno sino los de un sistema autoritario en el que la autoridad no tenía razón alguna para interesarse en los ciudadanos, excepto cuando protestaban. En otras palabras, las autoridades y gobiernos se ganaron a pulso la desconfianza de la ciudadanía.
Una resolución a favor del debido proceso tendría enormes consecuencias porque generaría incentivos tanto positivos como negativos. Por el lado positivo, forzaría al Ministerio Público y a las policías a reformarse de manera radical. Esa es la razón por la que el proyecto es tan importante. Por otro lado, un fallo en ese sentido generaría incentivos, en el corto plazo, para que todos los malhechores iniciaran procesos de amparo. Es decir, se correría el riesgo de que secuestradores, asesinos, narcotraficantes y otros delincuentes reclamaran el mismo derecho. El costo de haber abandonado la ilegalidad es alto, pero el de seguir por la misma senda sería intolerable.
La pregunta importante es qué queremos como país. Una posibilidad sería persistir en la estrategia del avestruz: pretender que se puede terminar con el mal gobierno y la pésima administración y procuración de la justicia quedándonos donde estamos. La alternativa sería encarar los problemas que se presenten en aras de comenzar a construir un país moderno, civilizado y democrático. El proyecto del ministro Zaldívar constituye un enorme desafío para una nación -tanto la ciudadanía como sus políticos y jueces- que no se ha distinguido por su disposición a enfrentar los problemas que entraña la construcción de un futuro digno. No es poco lo que está de por medio, así sean grandes las consecuencias con las que después habría que lidiar.
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