domingo, 25 de marzo de 2012

EL ESTADO TULLIDO

Francisco Valdés Ugalde / El Universal
La definición de Estado fallido no se aplica del todo a México. Pérdida del control del territorio y del monopolio de la violencia legítima, colapso de la autoridad para tomar las decisiones colectivas y proveer servicios o incapacidad para interactuar en la comunidad internacional y mantenerse como miembro reconocido de la misma.
Sólo la primera condición se aplica parcialmente y, de alguna manera, la segunda, en la medida en que la violencia del crimen organizado afecta la provisión de servicios y la toma de decisiones en algunas localidades.
Pero estas salvedades son sólo un certificado de reprobación de la asignatura de la reconstrucción del Estado en la democratización. El pecado original es la falta de consenso en asuntos fundamentales. Ninguna de las fuerzas políticas troncales coincide con las demás en la naturaleza del cambio ocurrido o necesario. Peor aún, hasta en cada partido hay interpretaciones distintas. Para una parte importante del PRI, por ejemplo, el sistema político fue democrático mientras ese partido fue hegemónico. La única diferencia ha sido la alternancia. Alguna vez en un acto público escuché a un joven aspirante a ideólogo de ese partido afirmar que, teóricamente, un sistema podría ser democrático aunque en él gobernara el mismo partido durante 500 años. No asumo que esa afirmación esté en los principios doctrinales de ese partido, pero el desaseo de la afirmación “teórica” no dejó de estremecerme.
Sin embargo, en el mismo partido hay otras posiciones. Tuve ocasión de atestiguarlo en las actividades que muchos ciudadanos desempeñamos en el afán de convencer de la necesidad de la reforma del Estado, en las que participaron notablemente varios miembros connotados o simpatizantes de ese partido político.
Algo semejante ocurre en otros partidos. Basta ver lo que pasó con las reformas políticas que aprobó el Senado el año pasado y rechazó la mayoría en la Cámara de Diputados. A resultas de este rechazo, quedó evidenciada una diferencia entre quienes apoyaron la reforma en el Senado y los que la rechazaron en San Lázaro, especialmente en el seno del PRI. Es verdad que no rechazaron todos los aspectos contenidos en el proyecto de decreto del Senado, pero sí los más importantes, en especial la reelección legislativa y municipal.
En ese punto, entonces, es evidente el tullimiento. También lo es en otras áreas. No hay consensos básicos en cómo arreglar el federalismo, tampoco los hay en cómo resucitar al municipio. Es cierto que hay municipios en mejor estado desde el punto de vista financiero y de servicios, pero el panorama de los casi 2 mil 500 municipios del país es lamentable. También lo es la vida política en ellos que debería ser la base de la comunidad que forma el Estado nacional.
Es probable que haya gobernadores que se atengan a la ley y cumplan con sus funciones, pero las noticias que llegan de casi todas las entidades de la república dicen que hacen lo que quieren, que convierten en lacayos a los miembros de las legislaturas estatales y sojuzgan a los tribunales Superiores de Justicia.
La rendición de cuentas anda por los suelos. La corrupción es uno de los sentires más lacerantes de la sociedad. Se han creado leyes de transparencia, secretarías de la función pública, procuradurías, monitores, institutos; se han formado organizaciones para combatirla y, sin embargo, el problema persiste y los reportes de los órganos autorizados no son alentadores. Iniciativas han ido y venido, pero lo cierto es que es evidente que no se han formado consensos sobre cómo crear un buen sistema de rendición de cuentas de las responsabilidades de los funcionarios públicos de todo poder y de cada nivel de gobierno.
Tenemos una de las mejores disposiciones constitucionales en materia de derechos humanos del mundo, plasmada después de décadas de lucha en la reforma del año pasado al artículo primero constitucional, pero a la primera escaramuza importante se evidencia una diferencia de criterio entre el Ejecutivo y el Judicial sobre la jerarquía del debido proceso. ¿Por qué tenemos tanto margen de discrepancia constitucional en una materia tan fundamental? Dada la relevancia de esta polémica tan reciente y vigente, la sociedad se pregunta cuáles son, entonces, los términos a los que debemos atenernos frente a la justicia.
La falta de consenso en los aspectos fundamentales que deben reformarse del Estado derivan de la estructura misma del régimen político y de la raigambre histórica diferencial que con él tienen las fuerzas políticas principales. Es una lucha de herencias, no de futuros.
Por eso hay una crisis de definición del Estado que se ha transformado en agonía y tullimiento. Lo que no sabemos es si habrá catarsis, ni si ésta tendrá un efecto constructivo o devastador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario