Raúl Zibechi / La Jornada
La entrevista entre Dilma Rousseff y Angela Merkel el pasado 5 de marzo en Alemania fue tensa y poco cordial. La presidenta de Brasil se viene quejando del "tsunami monetario", como bautizó la política monetaria expansionista de Europa y Estados Unidos, que perjudica la industria de los países emergentes. Se despachó contra la política económica "especulativa" que impulsa la canciller alemana y advirtió que Brasil es "una economía soberana" y, por lo tanto, tomará "todas las medidas para protegernos" (O Globo, 5 de marzo).
El objetivo de Rousseff fue demostrar que los países centrales están tomando medidas proteccionistas, a las que consideró "una forma artificial de protección del mercado". Hasta se permitió darle lecciones a la alemana: "Es importante que los países desarrollados no hagan políticas monetarias expansionistas, sino políticas de expansión de las inversiones, porque eso mejora la demanda interna".
En su comparecencia ante la Comisión de Asuntos Económicos del Senado, el ministro de Haciendo Guido Mantega dijo que si Brasil no hubiera tomado medidas para evitar una revaluación del real la cotización del dólar habría caído hasta 1.40 (hoy es de 1.80) y "toda la industria brasileña ya estaría quebrada, no tendría condiciones de competitividad y no conseguiría exportar nada" (Agencia Brasil, 14 de marzo de 2012). El ministro recordó que los países del norte inyectaron 9 billones de dólares en la economía, y que ante la devaluación de sus monedas, que considera una "guerra monetaria", "Brasil no puede hacer el papel de tonto".
Hasta ahora la principal medida, además de la compra masiva de dólares por parte del Banco Central, consiste en la ampliación del impuesto a las operaciones financieras, de 6 por ciento a las transacciones a menos de cinco años, y no a dos como antes. "El que quiera que tome préstamos a más de cinco años, que son más saludables al ser para inversiones", dijo Mantega, al anunciar que se profundizarán medidas para impulsar la industria y las exportaciones.
Apenas conocerse la noticia, el Financial Times, vocero del capital financiero internacional, tituló que Brasil declaró la "guerra de divisas" contra Estados Unidos y Europa. El artículo finaliza advirtiendo sobre "guerras comerciales masivas en el horizonte" como resultado de las políticas en curso (Financial Times, 1º de marzo de 2012).
En el mismo momento que el gobierno brasileño ingresaba en la "guerra de divisas", la Casa Blanca suspendía el contrato que había ganado la brasileña Embraer en una licitación de 20 aviones de ataque Super Tucano por 355 millones de dólares para la fuerza aérea de Estados Unidos. Si Embraer lograba "ingresar" en el selecto grupo de proveedores de la principal fuerza aérea del mundo, se hubiera consolidado como industria aeronáutica militar. Embraer es la tercera empresa del mundo en aviones civiles, detrás sólo de Boeing y Airbus, pero recién este año consiguió ingresar en la lista de las 100 mayores empresas militares del mundo, ocupando el puesto 94 (O Estado de Sâo Paulo, 27 de febrero de 2012).
La cancillería brasileña, habitualmente comedida, no ocultó su desagrado, "en especial por el momento y la forma", semanas antes de la visita oficial de Rousseff a Wahington. Pero el dato mayor es otro: la cancillería asegura que esa decición "no contribuye a la profundización de las relaciones entre los dos países en materia de defensa" (Valor, 2 de marzo de 2012). Este año Brasil decidirá la compra de 36 cazabombarderos de última generación, y lo hará entre el Rafale de la francesa Dassault y el F-18 Super Hornet de la estadunidense Boeing. La preferencia siempre fue por el Rafale, aunque es mucho más caro, porque Francia asegura una completa transferencia de tecnología, sin precedentes en la industria militar.
En septiembre de 2009 el presidente Lula firmó un acuerdo de cooperación militar por el cual Brasil ya comenzó la construcción de submarinos convencionales y nucleares, y de helicópteros militares, aplazando por el momento la compra de los cazas. El acuerdo convierte a Brasil en potencia industrial-militar y parte del selecto grupo de países capaces de fabricar submarinos nucleares y cazas de quinta generación. Algo que no es del agrado de Washington.
Dos hechos nuevos deben constatarse. En las relaciones entre Brasil y los países del norte hay un nuevo tono. El modo como Rousseff encaró a Merkel habla por sí solo. Los países desarrollados quieren "canibalizar" a los emergentes, dijo la presidenta, lo que "no vamos a permitir". En el terreno militar es igual. El jefe del estado mayor de las fuerzas armadas, general José Carlos de Nardo, habló el 20 de marzo ante 44 oficiales que pasaron a desempeñarse en el Ministerio de Defensa: "No hay lugar para conflictos en América del Sur. Podemos enfrentar pequeñas crisis en nuestras fronteras, que resolveremos con el traslado rápido de efectivos" (Ministerio da Defesa, 20 de marzo de 2012).
Agregó que el continente posee abundancia de hidrocarburos, recursos hídricos, producción de alimentos y biodiversidad, y que el papel de Brasil "consiste en contribuir en el proceso de disuasión continental contra la codicia de las potencias extranjeras". Más claro, imposible. Cuando un país del tamaño de Brasil decide ingresar en una "guerra" como la monetaria, es porque está preparado en todos los terrenos para afrontar las consecuencias.
El segundo hecho es que la región camina a marchas forzadas hacia una creciente convergencia política, económica y financiera. La guerra monetaria en curso es apenas el anticipo de la división del mundo en bloques comerciales, en un ambiente de crispado proteccionismo que comenzaría a plasmarse hacia finales de este año (Geab No. 57, septiembre de 2011). La Unasur puede comenzar a debatir, en cualquier momento, sobre una moneda común, por la necesidad de defenderse en un mundo de creciente inestabilidad que está buscando alternativas al dólar.
La entrevista entre Dilma Rousseff y Angela Merkel el pasado 5 de marzo en Alemania fue tensa y poco cordial. La presidenta de Brasil se viene quejando del "tsunami monetario", como bautizó la política monetaria expansionista de Europa y Estados Unidos, que perjudica la industria de los países emergentes. Se despachó contra la política económica "especulativa" que impulsa la canciller alemana y advirtió que Brasil es "una economía soberana" y, por lo tanto, tomará "todas las medidas para protegernos" (O Globo, 5 de marzo).
El objetivo de Rousseff fue demostrar que los países centrales están tomando medidas proteccionistas, a las que consideró "una forma artificial de protección del mercado". Hasta se permitió darle lecciones a la alemana: "Es importante que los países desarrollados no hagan políticas monetarias expansionistas, sino políticas de expansión de las inversiones, porque eso mejora la demanda interna".
En su comparecencia ante la Comisión de Asuntos Económicos del Senado, el ministro de Haciendo Guido Mantega dijo que si Brasil no hubiera tomado medidas para evitar una revaluación del real la cotización del dólar habría caído hasta 1.40 (hoy es de 1.80) y "toda la industria brasileña ya estaría quebrada, no tendría condiciones de competitividad y no conseguiría exportar nada" (Agencia Brasil, 14 de marzo de 2012). El ministro recordó que los países del norte inyectaron 9 billones de dólares en la economía, y que ante la devaluación de sus monedas, que considera una "guerra monetaria", "Brasil no puede hacer el papel de tonto".
Hasta ahora la principal medida, además de la compra masiva de dólares por parte del Banco Central, consiste en la ampliación del impuesto a las operaciones financieras, de 6 por ciento a las transacciones a menos de cinco años, y no a dos como antes. "El que quiera que tome préstamos a más de cinco años, que son más saludables al ser para inversiones", dijo Mantega, al anunciar que se profundizarán medidas para impulsar la industria y las exportaciones.
Apenas conocerse la noticia, el Financial Times, vocero del capital financiero internacional, tituló que Brasil declaró la "guerra de divisas" contra Estados Unidos y Europa. El artículo finaliza advirtiendo sobre "guerras comerciales masivas en el horizonte" como resultado de las políticas en curso (Financial Times, 1º de marzo de 2012).
En el mismo momento que el gobierno brasileño ingresaba en la "guerra de divisas", la Casa Blanca suspendía el contrato que había ganado la brasileña Embraer en una licitación de 20 aviones de ataque Super Tucano por 355 millones de dólares para la fuerza aérea de Estados Unidos. Si Embraer lograba "ingresar" en el selecto grupo de proveedores de la principal fuerza aérea del mundo, se hubiera consolidado como industria aeronáutica militar. Embraer es la tercera empresa del mundo en aviones civiles, detrás sólo de Boeing y Airbus, pero recién este año consiguió ingresar en la lista de las 100 mayores empresas militares del mundo, ocupando el puesto 94 (O Estado de Sâo Paulo, 27 de febrero de 2012).
La cancillería brasileña, habitualmente comedida, no ocultó su desagrado, "en especial por el momento y la forma", semanas antes de la visita oficial de Rousseff a Wahington. Pero el dato mayor es otro: la cancillería asegura que esa decición "no contribuye a la profundización de las relaciones entre los dos países en materia de defensa" (Valor, 2 de marzo de 2012). Este año Brasil decidirá la compra de 36 cazabombarderos de última generación, y lo hará entre el Rafale de la francesa Dassault y el F-18 Super Hornet de la estadunidense Boeing. La preferencia siempre fue por el Rafale, aunque es mucho más caro, porque Francia asegura una completa transferencia de tecnología, sin precedentes en la industria militar.
En septiembre de 2009 el presidente Lula firmó un acuerdo de cooperación militar por el cual Brasil ya comenzó la construcción de submarinos convencionales y nucleares, y de helicópteros militares, aplazando por el momento la compra de los cazas. El acuerdo convierte a Brasil en potencia industrial-militar y parte del selecto grupo de países capaces de fabricar submarinos nucleares y cazas de quinta generación. Algo que no es del agrado de Washington.
Dos hechos nuevos deben constatarse. En las relaciones entre Brasil y los países del norte hay un nuevo tono. El modo como Rousseff encaró a Merkel habla por sí solo. Los países desarrollados quieren "canibalizar" a los emergentes, dijo la presidenta, lo que "no vamos a permitir". En el terreno militar es igual. El jefe del estado mayor de las fuerzas armadas, general José Carlos de Nardo, habló el 20 de marzo ante 44 oficiales que pasaron a desempeñarse en el Ministerio de Defensa: "No hay lugar para conflictos en América del Sur. Podemos enfrentar pequeñas crisis en nuestras fronteras, que resolveremos con el traslado rápido de efectivos" (Ministerio da Defesa, 20 de marzo de 2012).
Agregó que el continente posee abundancia de hidrocarburos, recursos hídricos, producción de alimentos y biodiversidad, y que el papel de Brasil "consiste en contribuir en el proceso de disuasión continental contra la codicia de las potencias extranjeras". Más claro, imposible. Cuando un país del tamaño de Brasil decide ingresar en una "guerra" como la monetaria, es porque está preparado en todos los terrenos para afrontar las consecuencias.
El segundo hecho es que la región camina a marchas forzadas hacia una creciente convergencia política, económica y financiera. La guerra monetaria en curso es apenas el anticipo de la división del mundo en bloques comerciales, en un ambiente de crispado proteccionismo que comenzaría a plasmarse hacia finales de este año (Geab No. 57, septiembre de 2011). La Unasur puede comenzar a debatir, en cualquier momento, sobre una moneda común, por la necesidad de defenderse en un mundo de creciente inestabilidad que está buscando alternativas al dólar.
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