Esta Europa tan receptiva a las señales de los mercados no debería perder de vista la aspiración de sus ciudadanos
Jordi Vaquer / El País
La crisis económica, política e institucional europea se vive de modo muy diverso según uno esté en Alemania o Suecia, cuyas economías han vivido un momento excelente, en los Estados bálticos, en rápida recuperación tras una caída brutal en 2009-2010, o en Europa del sur, ahogada en la deuda y la austeridad. A pesar de esa disparidad, la ciudadanía en toda Europa muestra tendencias convergentes: crece la desconfianza en las instituciones nacionales y la desilusión con el proyecto europeo. El mensaje de que el poder político democrático responde más a los intereses propios y de las grandes corporaciones que a los de la ciudadanía, y en particular los de los menos favorecidos, va calando en nuestras sociedades. Este mensaje alimenta opciones radicales, crecimiento del populismo xenófobo, cinismo, teorías conspirativas y apatía, un caldo de cultivo ideal para el euro-escepticismo. En esta encrucijada, la UE se juega el futuro no solo por su incapacidad de gestionar la crisis, sino también de aparecer ante los ciudadanos como parte de la solución, y no del problema, a su creciente desconexión con la política.
En democracia, la buena regulación de las relaciones económicas debe contribuir a compensar el triángulo entre sociedad, Gobierno y empresas. La crisis actual ha puesto de manifiesto enormes desequilibrios en este triángulo: cada vez parecen más cercanos el vértice del Gobierno y el del sector empresarial, y por lo tanto sectores crecientes de la ciudadanía se sienten progresivamente alejados de ellos. Mientras los salarios representan una parte menguante de nuestras economías, la renta goza de una fiscalidad más indulgente y se concentra en pocas manos; en el sector empresarial se forman enormes grupos a los que los Gobiernos apenas pueden regular. Con ello llegan los problemas de corrupción, vinculación entre grandes empresas privatizadas y poder político, confusión entre intereses empresariales y nacionales en política exterior y excesiva dependencia de los partidos hacia empresas y bancos para sus campañas electorales. Hay sectores económicos y empresas que ya son demasiado grandes para ser regulados a nivel nacional, incluso por democracias consolidadas, como pasa en Reino Unido con la City de Londres o en Finlandia con Nokia.
La UE debe contribuir a reequilibrar el triángulo. De hecho, ya lo hace: una de las políticas en las que la Comisión Europea tiene mayor poder es la de Competencia, que controla fusiones, adquisiciones y prácticas empresariales que puedan resultar en situaciones de abuso de las empresas sobre el mercado. La Comisión le planta cara a las prácticas abusivas de Google o Microsoft, a las grandes operadoras de móviles o a los gigantes energéticos para beneficio no solo de los consumidores, sino también de nuestro sistema político, al demostrar que nadie es demasiado grande para estar por encima de la ley. Otras políticas europeas, como la política social, han extendido logros importantes a los 27 países. Pero en estos momentos de crisis, el nuevo activismo de las instituciones europeas aparece como un instrumento que sirve a los políticos para saltarse las cortapisas constitucionales, parlamentarias e incluso electorales, en el gobierno económico en detrimento no ya de una vapuleada (y no necesariamente añorada) soberanía, sino de la capacidad de los ciudadanos para decidir en cuestiones de política económica que les afectan de modo fundamental.
Las instituciones de la UE, y en particular su Gobierno permanente, la Comisión Europea, podrían convertirse en aliados de los ciudadanos ante los privilegios, la corrupción o la ineficacia que los Estados nacionales no consiguen erradicar. Si estamos dispuestos a aceptar que, para mantener una moneda única, la Comisión tenga derecho a fiscalizar los presupuestos imponiendo límites a los Parlamentos, ¿no aceptaríamos un control externo de la corrupción no solo en fondos europeos, sino en toda la actividad pública? Si los líderes europeos se anduviesen con tan pocos rodeos al hablar de la malsana interrelación entre política y gran empresa o de los agujeros que permiten a las grandes fortunas eludir impuestos como lo hacen al hablar del déficit, los recortes o incluso la reforma laboral, tal vez muchos ciudadanos recuperarían la fe en el proyecto europeo. No es ciencia-ficción: es lo que ha pasado en países como Bulgaria cuando la Comisión se ha puesto del lado de la sociedad civil en la lucha contra la malversación de fondos y la corrupción. Esta Europa tan receptiva a las susceptibilidades de los Gobiernos y a las señales (¿o dictados?) de los mercados no debería perder de vista las aspiraciones, no menos explícitas, de sus ciudadanos. Habrá que preguntar a las instituciones europeas si no va siendo hora de cambiar de bando.
Jordi Vaquer / El País
La crisis económica, política e institucional europea se vive de modo muy diverso según uno esté en Alemania o Suecia, cuyas economías han vivido un momento excelente, en los Estados bálticos, en rápida recuperación tras una caída brutal en 2009-2010, o en Europa del sur, ahogada en la deuda y la austeridad. A pesar de esa disparidad, la ciudadanía en toda Europa muestra tendencias convergentes: crece la desconfianza en las instituciones nacionales y la desilusión con el proyecto europeo. El mensaje de que el poder político democrático responde más a los intereses propios y de las grandes corporaciones que a los de la ciudadanía, y en particular los de los menos favorecidos, va calando en nuestras sociedades. Este mensaje alimenta opciones radicales, crecimiento del populismo xenófobo, cinismo, teorías conspirativas y apatía, un caldo de cultivo ideal para el euro-escepticismo. En esta encrucijada, la UE se juega el futuro no solo por su incapacidad de gestionar la crisis, sino también de aparecer ante los ciudadanos como parte de la solución, y no del problema, a su creciente desconexión con la política.
En democracia, la buena regulación de las relaciones económicas debe contribuir a compensar el triángulo entre sociedad, Gobierno y empresas. La crisis actual ha puesto de manifiesto enormes desequilibrios en este triángulo: cada vez parecen más cercanos el vértice del Gobierno y el del sector empresarial, y por lo tanto sectores crecientes de la ciudadanía se sienten progresivamente alejados de ellos. Mientras los salarios representan una parte menguante de nuestras economías, la renta goza de una fiscalidad más indulgente y se concentra en pocas manos; en el sector empresarial se forman enormes grupos a los que los Gobiernos apenas pueden regular. Con ello llegan los problemas de corrupción, vinculación entre grandes empresas privatizadas y poder político, confusión entre intereses empresariales y nacionales en política exterior y excesiva dependencia de los partidos hacia empresas y bancos para sus campañas electorales. Hay sectores económicos y empresas que ya son demasiado grandes para ser regulados a nivel nacional, incluso por democracias consolidadas, como pasa en Reino Unido con la City de Londres o en Finlandia con Nokia.
La UE debe contribuir a reequilibrar el triángulo. De hecho, ya lo hace: una de las políticas en las que la Comisión Europea tiene mayor poder es la de Competencia, que controla fusiones, adquisiciones y prácticas empresariales que puedan resultar en situaciones de abuso de las empresas sobre el mercado. La Comisión le planta cara a las prácticas abusivas de Google o Microsoft, a las grandes operadoras de móviles o a los gigantes energéticos para beneficio no solo de los consumidores, sino también de nuestro sistema político, al demostrar que nadie es demasiado grande para estar por encima de la ley. Otras políticas europeas, como la política social, han extendido logros importantes a los 27 países. Pero en estos momentos de crisis, el nuevo activismo de las instituciones europeas aparece como un instrumento que sirve a los políticos para saltarse las cortapisas constitucionales, parlamentarias e incluso electorales, en el gobierno económico en detrimento no ya de una vapuleada (y no necesariamente añorada) soberanía, sino de la capacidad de los ciudadanos para decidir en cuestiones de política económica que les afectan de modo fundamental.
Las instituciones de la UE, y en particular su Gobierno permanente, la Comisión Europea, podrían convertirse en aliados de los ciudadanos ante los privilegios, la corrupción o la ineficacia que los Estados nacionales no consiguen erradicar. Si estamos dispuestos a aceptar que, para mantener una moneda única, la Comisión tenga derecho a fiscalizar los presupuestos imponiendo límites a los Parlamentos, ¿no aceptaríamos un control externo de la corrupción no solo en fondos europeos, sino en toda la actividad pública? Si los líderes europeos se anduviesen con tan pocos rodeos al hablar de la malsana interrelación entre política y gran empresa o de los agujeros que permiten a las grandes fortunas eludir impuestos como lo hacen al hablar del déficit, los recortes o incluso la reforma laboral, tal vez muchos ciudadanos recuperarían la fe en el proyecto europeo. No es ciencia-ficción: es lo que ha pasado en países como Bulgaria cuando la Comisión se ha puesto del lado de la sociedad civil en la lucha contra la malversación de fondos y la corrupción. Esta Europa tan receptiva a las susceptibilidades de los Gobiernos y a las señales (¿o dictados?) de los mercados no debería perder de vista las aspiraciones, no menos explícitas, de sus ciudadanos. Habrá que preguntar a las instituciones europeas si no va siendo hora de cambiar de bando.
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