Alfonso Zárate / El Universal
Cuando los grupos criminales pueden, con absoluta impunidad, bloquear avenidas de Monterrey y municipios conurbados; extorsionar negocios; movilizar sectores lumpen de las zonas marginadas; exhibir “colgados” en los puentes de arterias importantes a miembros de las bandas rivales; imponer autogobiernos en las prisiones y lograr, como ocurrió en el penal de Apodaca, la rendición de directivos y custodios, es porque estamos ante un gobierno fallido.
Los saldos desastrosos en términos de seguridad de la administración de Rodrigo Medina han llevado a que los grandes empresarios regiomontanos le pierdan la confianza; los dirigentes de los organismos patronales le exigen, de nuevo, “resultados inmediatos”.
En los meses que han transcurrido desde su toma de posesión, las “ejecuciones” se han disparado y son decenas los funcionarios asesinados, sobre todo municipales y del área de seguridad pública.
La designación del general de división Javier del Real Magallanes como secretario de Seguridad Pública del estado parece mostrar que el gobierno de Medina ha abdicado y le entrega a la Federación el mando de sus fuerzas policiales. Del Real, un militar respetado que conoce la región de la que fue comandante, enfrentará una situación muy adversa: la descomposición de la policía y de los penales; el enfrentamiento sin códigos de los antiguos aliados (el cártel del Golfo y Los Zetas); la infiltración de las instituciones públicas por el narco… y el hartazgo de una sociedad que quiere resultados y los quiere ya.
¿Qué ocurrió en el poderoso centro industrial, económico y financiero? Y, más aún, ¿qué fue lo que permitió que se generaran tales niveles de descomposición en anchos territorios del país? Un intento de respuesta reclama ir más allá de la coyuntura. Durante muchos años el Estado mexicano tuvo un compromiso con el bienestar social; la educación pública era superior a la privada y favorecía la movilidad social ascendente; las instituciones (IMSS, Conasupo, Banrural, etcétera), aun con sus excesos y su corrupción, funcionaban. Pero, de pronto, cambió el “modelo” de desarrollo y se abandonó ese compromiso; se impuso una lógica que llevó al desmantelamiento de la estructura de atención a trabajadores, empleados, pequeños productores, campesinos pobres y franjas marginales de la población (casi la mitad de los mexicanos), quienes tendrían que rascarse con sus propias uñas. El estancamiento económico dejó a millones de jóvenes sin perspectivas de vida digna, empezando por la educación y el empleo…
En la frontera norte —Ciudad Juárez es un caso emblemático— se impulsó un crecimiento desordenado a partir de las maquiladoras y pronto se hicieron visibles las deformaciones del trabajo femenil sin una red social (guarderías, escuelas, deportivos, servicios de salud) de apoyo a los menores que crecieron en el desamparo.
Pero en la raíz está, asimismo, toda una cultura de la ilegalidad. El nuestro es un país en el que, a todos los niveles y en todas las actividades, se viola la ley sin consecuencias. El núcleo de todo es la impunidad: un tejido social permeado por la corrupción.
Y, claro, a nivel más concreto, también han influido los cambios en los hábitos de consumo de drogas en Estados Unidos (la sustitución de la cocaína por drogas sintéticas, significativamente), lo que implicó que una parte de la cocaína se quedara en México e incentivara la creación de un mercado de adictos. Otro ingrediente fue la venta de armas de alto poder a la delincuencia, que incrementó su capacidad de fuego; y, otro más, la nueva lógica de los cárteles: del control de las rutas al control de los territorios.
Hoy, mientras nos hartamos con la basura electoral, el golpeteo entre las fuerzas políticas y la disputa por las candidaturas, seguimos perdiendo al país. El proceso de descomposición avanza en todas las regiones al ritmo que crece el miedo y la desconfianza ciudadana en la capacidad gubernamental, lo mismo federal que estatal, para revertir esta espiral de violencia.
En la guerra entre los cárteles, no sabemos quién va ganando. Pero una cosa es cierta: México y sus instituciones van perdiendo. El caso Nuevo León, específicamente de Monterrey y zona aledaña, es uno de los más graves síntomas.
Cuando los grupos criminales pueden, con absoluta impunidad, bloquear avenidas de Monterrey y municipios conurbados; extorsionar negocios; movilizar sectores lumpen de las zonas marginadas; exhibir “colgados” en los puentes de arterias importantes a miembros de las bandas rivales; imponer autogobiernos en las prisiones y lograr, como ocurrió en el penal de Apodaca, la rendición de directivos y custodios, es porque estamos ante un gobierno fallido.
Los saldos desastrosos en términos de seguridad de la administración de Rodrigo Medina han llevado a que los grandes empresarios regiomontanos le pierdan la confianza; los dirigentes de los organismos patronales le exigen, de nuevo, “resultados inmediatos”.
En los meses que han transcurrido desde su toma de posesión, las “ejecuciones” se han disparado y son decenas los funcionarios asesinados, sobre todo municipales y del área de seguridad pública.
La designación del general de división Javier del Real Magallanes como secretario de Seguridad Pública del estado parece mostrar que el gobierno de Medina ha abdicado y le entrega a la Federación el mando de sus fuerzas policiales. Del Real, un militar respetado que conoce la región de la que fue comandante, enfrentará una situación muy adversa: la descomposición de la policía y de los penales; el enfrentamiento sin códigos de los antiguos aliados (el cártel del Golfo y Los Zetas); la infiltración de las instituciones públicas por el narco… y el hartazgo de una sociedad que quiere resultados y los quiere ya.
¿Qué ocurrió en el poderoso centro industrial, económico y financiero? Y, más aún, ¿qué fue lo que permitió que se generaran tales niveles de descomposición en anchos territorios del país? Un intento de respuesta reclama ir más allá de la coyuntura. Durante muchos años el Estado mexicano tuvo un compromiso con el bienestar social; la educación pública era superior a la privada y favorecía la movilidad social ascendente; las instituciones (IMSS, Conasupo, Banrural, etcétera), aun con sus excesos y su corrupción, funcionaban. Pero, de pronto, cambió el “modelo” de desarrollo y se abandonó ese compromiso; se impuso una lógica que llevó al desmantelamiento de la estructura de atención a trabajadores, empleados, pequeños productores, campesinos pobres y franjas marginales de la población (casi la mitad de los mexicanos), quienes tendrían que rascarse con sus propias uñas. El estancamiento económico dejó a millones de jóvenes sin perspectivas de vida digna, empezando por la educación y el empleo…
En la frontera norte —Ciudad Juárez es un caso emblemático— se impulsó un crecimiento desordenado a partir de las maquiladoras y pronto se hicieron visibles las deformaciones del trabajo femenil sin una red social (guarderías, escuelas, deportivos, servicios de salud) de apoyo a los menores que crecieron en el desamparo.
Pero en la raíz está, asimismo, toda una cultura de la ilegalidad. El nuestro es un país en el que, a todos los niveles y en todas las actividades, se viola la ley sin consecuencias. El núcleo de todo es la impunidad: un tejido social permeado por la corrupción.
Y, claro, a nivel más concreto, también han influido los cambios en los hábitos de consumo de drogas en Estados Unidos (la sustitución de la cocaína por drogas sintéticas, significativamente), lo que implicó que una parte de la cocaína se quedara en México e incentivara la creación de un mercado de adictos. Otro ingrediente fue la venta de armas de alto poder a la delincuencia, que incrementó su capacidad de fuego; y, otro más, la nueva lógica de los cárteles: del control de las rutas al control de los territorios.
Hoy, mientras nos hartamos con la basura electoral, el golpeteo entre las fuerzas políticas y la disputa por las candidaturas, seguimos perdiendo al país. El proceso de descomposición avanza en todas las regiones al ritmo que crece el miedo y la desconfianza ciudadana en la capacidad gubernamental, lo mismo federal que estatal, para revertir esta espiral de violencia.
En la guerra entre los cárteles, no sabemos quién va ganando. Pero una cosa es cierta: México y sus instituciones van perdiendo. El caso Nuevo León, específicamente de Monterrey y zona aledaña, es uno de los más graves síntomas.
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