Ilán Semo / La Jornada
Es difícil recordar una contienda presidencial tan somnolienta como la que transcurre en estos días. Los discursos, las imágenes, las decenas de miles de espots en la televisión y la radio, apenas se perciben como una suerte de ruido de fondo en la maquinaria cotidiana de una sociedad absorta en los dilemas de su sobrevivencia elemental. La esperanza del cambio que movilizó las elecciones del año 2000 ha quedado archivada en la distancia de una fecha que ya se pierde en el tiempo. El estrépito del conflicto de 2006 ha pasado a formar parte de una suerte de registro traumático, al menos en la percepción de los contendientes principales de la disputa en curso. Simplemente no quieren volver a ella. Es como si prevaleciera la impresión de un automatismo: pierde el primero que apunta al otro con la lanza en ristre. Si desde 1988 las elecciones presidenciales se habían desarrollado como una paráfrasis de una batalla civil, hoy se antojan como un certamen de audiciones para evaluar quién dice menos con la mayor cantidad de recursos.
Sea como sea, a una parte del mundo, al menos aquella que tiene intereses destacados en el país, sí parece importarle el decurso y el desenlace de las elecciones del próximo mes de julio.
Joe Biden, el vicepresidente de Estados Unidos, vendrá a México el 5 de marzo, entre otras cosas a conferenciar con los tres candidatos presidenciales. Tan sólo el anuncio de que la Casa Blanca abre el espectro de su diálogo a las tres fuerzas que disputan la Presidencia mexicana plantea una franja de especulaciones que el PRI, el PAN y la mayor parte de los poderes fácticos se han encargado con bastante eficacia en descartar: si la izquierda cuenta hoy con una candidatura que marcha en tercer lugar, ésta no es necesariamente despreciable.
Washington tiene tantas razones para dudar de la capacidad gubernamental de Acción Nacional como de la del PRI. Doce años de gobiernos panistas han dejado un país estancado económicamente (al menos en comparación con los "grandes" de América Latina, y ni hablar de los integrantes del BRIC), anegado en la miseria y, sobre todo, sumido en una vorágine de violencia que amenaza la estabilidad de su frontera sur.
La expresión más severa sobre la desconfianza en la mínima eficacia que puedan mostrar los gobernantes panistas la afirmó la encargada de seguridad interna, Janet Napolitano, cuando colocó al Chapo Guzmán en el mismo rubro de "enemigos" que Bin Laden. Es un statement que puede ser leído de muchas maneras, pero que sin duda trae consigo la historia y el historial de una estrategia de intervención directa (en el caso del Chapo sería obviamente por omisión).
El discurso oficial estadunidense ha sido más cauto frente al PRI. No ha dejado de referirlo como un partido "a la sombra de la mano negra del narcotráfico", pero ciertamente no lo ha hecho con la vehemencia con la que se lamenta de la ineptitud de la actual administración de Los Pinos.
La gran interrogante la plantea el nuevo invitado a este coloquio: Andrés Manuel López Obrador. Es la primera vez que aparece como un interlocutor designado de la diplomacia estadunidense. No hay ningún antecedente que lo coloque en una posición de choque frente al coloso de las barras y las estrellas, pero tampoco de acercamiento a la política estadunidense. AMLO sigue siendo el último (y sin duda machacón) mohicano en la defensa de los intereses nacionales como prioridad de su estrategia política. La pregunta es qué hará él con esta suerte de "ahora sí te escucho y te veo". Una entrevista no es, por supuesto, mucho, por más que sea el mismo Biden el que la anunció. Pero es la primera vez que una fuerza de esas proporciones lo reconoce públicamente como un candidato, en efecto, legítimo en la sucesión. AMLO, por su parte, no necesita en absoluto de ese apuntalamiento. Seis años de trabajo propio le garantizan el control de sus alianzas.
La otra gran fuerza que se apresta al parecer a intervenir en las elecciones es el Vaticano. No hay que asombrarse. Vivimos en un mundo global: toda política nacional se decide, en parte, en la manera como se enfrente el factor externo. Quiérase o no, por el simple contexto en el que se escenifica, la próxima visita papal tiene connotaciones electorales. Lo más ingenuo sería pensar que el viaje del pontífice pretende apuntalar los consensos en torno al partido más cercano a la propia Iglesia, que es Acción Nacional. La Iglesia mexicana es hoy un archipiélago de fuerzas muy encontradas, unidas precisamente por aquello que las separa: la postura frente a la gestión de Felipe Calderón. Hay quienes ahí piensan que la cercanía de la Iglesia con Los Pinos ha redundado en facturas que ya resultan onerosas. Sobre todo en una institución que nunca ha dejado de verse como una metáfora idéntica de la nación.
El PRI, por su parte, ha hecho hasta lo indecible para ganarse no tanto el apoyo del clero sino, por lo menos, su neutralidad. Primero, por conducto de Beatriz Paredes, quien emprendió una cruzada en el país para que los estados no gozaran de las libertades de género y de definiciones del cuerpo con las que cuentan hoy los habitantes del Distrito Federal. Después, mediante una ofrenda de modificaciones al artículo 24 de la Constitución, que si no se acompañan de contrapesos en otras leyes ponen seriamente en peligro al Estado laico (ya de por sí alicaído por las violaciones que la misma Presidencia ha cometido incesantemente contra esa antigua norma).
Pero en las contiendas electorales lo que cuenta al parecer es el pragmatismo de los sistemas de arrastre de la opinión. Y sin embargo, hay un grado de incertidumbre: la Iglesia es, sin duda, una institución que hoy tiene más (bastante más) poder que hace una década, pero acaso cada vez menos legitimidad para ingresar en la esfera política. Una extraña contradicción.
Es difícil recordar una contienda presidencial tan somnolienta como la que transcurre en estos días. Los discursos, las imágenes, las decenas de miles de espots en la televisión y la radio, apenas se perciben como una suerte de ruido de fondo en la maquinaria cotidiana de una sociedad absorta en los dilemas de su sobrevivencia elemental. La esperanza del cambio que movilizó las elecciones del año 2000 ha quedado archivada en la distancia de una fecha que ya se pierde en el tiempo. El estrépito del conflicto de 2006 ha pasado a formar parte de una suerte de registro traumático, al menos en la percepción de los contendientes principales de la disputa en curso. Simplemente no quieren volver a ella. Es como si prevaleciera la impresión de un automatismo: pierde el primero que apunta al otro con la lanza en ristre. Si desde 1988 las elecciones presidenciales se habían desarrollado como una paráfrasis de una batalla civil, hoy se antojan como un certamen de audiciones para evaluar quién dice menos con la mayor cantidad de recursos.
Sea como sea, a una parte del mundo, al menos aquella que tiene intereses destacados en el país, sí parece importarle el decurso y el desenlace de las elecciones del próximo mes de julio.
Joe Biden, el vicepresidente de Estados Unidos, vendrá a México el 5 de marzo, entre otras cosas a conferenciar con los tres candidatos presidenciales. Tan sólo el anuncio de que la Casa Blanca abre el espectro de su diálogo a las tres fuerzas que disputan la Presidencia mexicana plantea una franja de especulaciones que el PRI, el PAN y la mayor parte de los poderes fácticos se han encargado con bastante eficacia en descartar: si la izquierda cuenta hoy con una candidatura que marcha en tercer lugar, ésta no es necesariamente despreciable.
Washington tiene tantas razones para dudar de la capacidad gubernamental de Acción Nacional como de la del PRI. Doce años de gobiernos panistas han dejado un país estancado económicamente (al menos en comparación con los "grandes" de América Latina, y ni hablar de los integrantes del BRIC), anegado en la miseria y, sobre todo, sumido en una vorágine de violencia que amenaza la estabilidad de su frontera sur.
La expresión más severa sobre la desconfianza en la mínima eficacia que puedan mostrar los gobernantes panistas la afirmó la encargada de seguridad interna, Janet Napolitano, cuando colocó al Chapo Guzmán en el mismo rubro de "enemigos" que Bin Laden. Es un statement que puede ser leído de muchas maneras, pero que sin duda trae consigo la historia y el historial de una estrategia de intervención directa (en el caso del Chapo sería obviamente por omisión).
El discurso oficial estadunidense ha sido más cauto frente al PRI. No ha dejado de referirlo como un partido "a la sombra de la mano negra del narcotráfico", pero ciertamente no lo ha hecho con la vehemencia con la que se lamenta de la ineptitud de la actual administración de Los Pinos.
La gran interrogante la plantea el nuevo invitado a este coloquio: Andrés Manuel López Obrador. Es la primera vez que aparece como un interlocutor designado de la diplomacia estadunidense. No hay ningún antecedente que lo coloque en una posición de choque frente al coloso de las barras y las estrellas, pero tampoco de acercamiento a la política estadunidense. AMLO sigue siendo el último (y sin duda machacón) mohicano en la defensa de los intereses nacionales como prioridad de su estrategia política. La pregunta es qué hará él con esta suerte de "ahora sí te escucho y te veo". Una entrevista no es, por supuesto, mucho, por más que sea el mismo Biden el que la anunció. Pero es la primera vez que una fuerza de esas proporciones lo reconoce públicamente como un candidato, en efecto, legítimo en la sucesión. AMLO, por su parte, no necesita en absoluto de ese apuntalamiento. Seis años de trabajo propio le garantizan el control de sus alianzas.
La otra gran fuerza que se apresta al parecer a intervenir en las elecciones es el Vaticano. No hay que asombrarse. Vivimos en un mundo global: toda política nacional se decide, en parte, en la manera como se enfrente el factor externo. Quiérase o no, por el simple contexto en el que se escenifica, la próxima visita papal tiene connotaciones electorales. Lo más ingenuo sería pensar que el viaje del pontífice pretende apuntalar los consensos en torno al partido más cercano a la propia Iglesia, que es Acción Nacional. La Iglesia mexicana es hoy un archipiélago de fuerzas muy encontradas, unidas precisamente por aquello que las separa: la postura frente a la gestión de Felipe Calderón. Hay quienes ahí piensan que la cercanía de la Iglesia con Los Pinos ha redundado en facturas que ya resultan onerosas. Sobre todo en una institución que nunca ha dejado de verse como una metáfora idéntica de la nación.
El PRI, por su parte, ha hecho hasta lo indecible para ganarse no tanto el apoyo del clero sino, por lo menos, su neutralidad. Primero, por conducto de Beatriz Paredes, quien emprendió una cruzada en el país para que los estados no gozaran de las libertades de género y de definiciones del cuerpo con las que cuentan hoy los habitantes del Distrito Federal. Después, mediante una ofrenda de modificaciones al artículo 24 de la Constitución, que si no se acompañan de contrapesos en otras leyes ponen seriamente en peligro al Estado laico (ya de por sí alicaído por las violaciones que la misma Presidencia ha cometido incesantemente contra esa antigua norma).
Pero en las contiendas electorales lo que cuenta al parecer es el pragmatismo de los sistemas de arrastre de la opinión. Y sin embargo, hay un grado de incertidumbre: la Iglesia es, sin duda, una institución que hoy tiene más (bastante más) poder que hace una década, pero acaso cada vez menos legitimidad para ingresar en la esfera política. Una extraña contradicción.
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