Javier Sicilia
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La documentación de los asesinados, de los desaparecidos, de los despreciados de esta nación continúa creciendo en la Comisión de Víctimas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD). Lo que no crece, y es competencia del Estado, es la justicia que reclaman y que continúa sepultada en las procuradurías.
La realidad es terrible. No sólo porque las víctimas, a pesar del consuelo y de la dignidad que el MPJD les ha dado, no encuentran en el Estado ni la seguridad ni la justicia que les corresponde (ni los culpables de los homicidios y desapariciones están presos, ni los desaparecidos aparecen muertos o vivos), sino porque en medio de esa realidad de impunidad, de ausencia de estado de derecho que vive la nación, los partidos políticos se han lanzado a la contienda electoral. Unos y otros, a través de sus respectivos candidatos, no cesan de decir lo que siempre repiten hasta la náusea en cada elección: que ellos tienen la clave para gobernar, para sacar al país adelante, para lograr la prosperidad.
Sin embargo, bajo los rostros de los candidatos que empiezan a poblar las calles y las carreteras del país –presencias ominosas del mal gusto de las agencias de imagen–; bajo sus inanes eslóganes –frutos podridos del despilfarro del dinero de los ciudadanos–; bajo la complicidad de los medios de comunicación que los exaltan y bambolean en una pasarela sin fin de vanidades –esquelas mortuorias de la vida ciudadana–, los rostros, los nombres y las historias de los muertos, de los desaparecidos y de los que sufrimos por su ausencia no sólo continúan sepultados, sino aumentando su número.
En este sentido, las campañas electorales que comenzaron, lejos de augurarnos una salida, son en realidad monumentos mortuorios bajo las cuales se ahoga el grito de miles de víctimas destrozadas por el crimen y humilladas por el Estado.
Por más que los partidos nos digan que sus gobiernos serán distintos, la realidad es lo contrario. Adondequiera que volvamos el rostro a lo largo y ancho del país, los gobiernos con los que nos topamos –sean del PAN, del PRD o del PRI– tienen la misma impronta: el dolor, la injusticia y el rostro de las estatuas mortuorias de los gobernantes o de sus nuevas representaciones electorales levantadas sobre nuestras desgracias. Cambiar una estatua mortuoria por otra no garantiza, como quieren hacernos creer los partidos y los medios de comunicación, ni la justicia ni la paz de las víctimas. Simplemente señalan el tipo de gusto con el que queremos adornar y mantener sepultado el horror.
Contra lo que quieren hacernos creer el gobierno y los partidos a fuerza de dispendios publicitarios y virtualidad, las elecciones, en las condiciones de dolor, corrupción e impunidad en que vivimos, no son un ejercicio democrático, sino una simulación, un monumento tan mortuorio como kitsch de la ignominia a la que un Estado omiso y delincuencial ha llevado a la nación, y cuyo rostro más claro en su dolor son las víctimas que no conocieron la seguridad del Estado ni tras su muerte o desaparición la justicia que les corresponde.
Cuando esto sucede, las elecciones, esos momentos críticos de la historia de una nación, lejos de avivar la vida democrática, la destruyen. Una elección democrática, en condiciones normales, tiene –dice Jean Robert comentando a Jean-Pierre Dupuy– por lo menos una característica contradictoria: El momento en que el pueblo está más cerca de realizar la “voluntad general” es también el momento en que “el ruido electoral debilita las redes sociales en las que los ciudadanos están inmersos, actúan, deciden y hablan”. Es precisamente allí, escribe Claude Lefort, “en el momento en el que se supone se manifiesta la soberanía popular […] que las solidaridades se deshacen y que el ciudadano se ve extraído de todas las redes en las que se realiza la vida social para convertirse en una unidad contable, en un ‘individuo estadístico’”, como las víctimas de la nación.
Esta verdad, en las condiciones de emergencia nacional que vive México, destruye nuestra vida democrática: Bajo el llamado electoral, las redes de solidaridad que los ciudadanos tejimos en el 2011 para defendernos de la violencia y de la impunidad, y que generaron una fuerza verdaderamente democrática en la búsqueda de la justicia, la paz y la participación ciudadana, han quedado deshechas. Desprovistos del derecho a tener candidatos civiles, iniciativas ciudadanas, referendo, voto blanco y revocación de mandato; ajenos a la seguridad y a la justicia, los ciudadanos yacemos sepultados bajo los monumentos mortuorios de esas muecas de plástico, de esa musicalidad monocorde de voces y eslóganes, y de esa autosuficiencia cosmética de los candidatos que se diputan, no la vida democrática del país, sino los sepulcros de la patria que los criminales han cavado.
Recuperar la democracia, hacerla resucitar, sólo será posible cuando juntos retejamos nuestras redes de solidaridad ciudadana y pongamos un coto al poder de los monumentos mortuorios que llamamos partidos y cuya ineficiencia nos es tan costosa como inmensa. “Nuestros sueños –hay que decir con los Indignados– no caben en sus urnas”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La documentación de los asesinados, de los desaparecidos, de los despreciados de esta nación continúa creciendo en la Comisión de Víctimas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD). Lo que no crece, y es competencia del Estado, es la justicia que reclaman y que continúa sepultada en las procuradurías.
La realidad es terrible. No sólo porque las víctimas, a pesar del consuelo y de la dignidad que el MPJD les ha dado, no encuentran en el Estado ni la seguridad ni la justicia que les corresponde (ni los culpables de los homicidios y desapariciones están presos, ni los desaparecidos aparecen muertos o vivos), sino porque en medio de esa realidad de impunidad, de ausencia de estado de derecho que vive la nación, los partidos políticos se han lanzado a la contienda electoral. Unos y otros, a través de sus respectivos candidatos, no cesan de decir lo que siempre repiten hasta la náusea en cada elección: que ellos tienen la clave para gobernar, para sacar al país adelante, para lograr la prosperidad.
Sin embargo, bajo los rostros de los candidatos que empiezan a poblar las calles y las carreteras del país –presencias ominosas del mal gusto de las agencias de imagen–; bajo sus inanes eslóganes –frutos podridos del despilfarro del dinero de los ciudadanos–; bajo la complicidad de los medios de comunicación que los exaltan y bambolean en una pasarela sin fin de vanidades –esquelas mortuorias de la vida ciudadana–, los rostros, los nombres y las historias de los muertos, de los desaparecidos y de los que sufrimos por su ausencia no sólo continúan sepultados, sino aumentando su número.
En este sentido, las campañas electorales que comenzaron, lejos de augurarnos una salida, son en realidad monumentos mortuorios bajo las cuales se ahoga el grito de miles de víctimas destrozadas por el crimen y humilladas por el Estado.
Por más que los partidos nos digan que sus gobiernos serán distintos, la realidad es lo contrario. Adondequiera que volvamos el rostro a lo largo y ancho del país, los gobiernos con los que nos topamos –sean del PAN, del PRD o del PRI– tienen la misma impronta: el dolor, la injusticia y el rostro de las estatuas mortuorias de los gobernantes o de sus nuevas representaciones electorales levantadas sobre nuestras desgracias. Cambiar una estatua mortuoria por otra no garantiza, como quieren hacernos creer los partidos y los medios de comunicación, ni la justicia ni la paz de las víctimas. Simplemente señalan el tipo de gusto con el que queremos adornar y mantener sepultado el horror.
Contra lo que quieren hacernos creer el gobierno y los partidos a fuerza de dispendios publicitarios y virtualidad, las elecciones, en las condiciones de dolor, corrupción e impunidad en que vivimos, no son un ejercicio democrático, sino una simulación, un monumento tan mortuorio como kitsch de la ignominia a la que un Estado omiso y delincuencial ha llevado a la nación, y cuyo rostro más claro en su dolor son las víctimas que no conocieron la seguridad del Estado ni tras su muerte o desaparición la justicia que les corresponde.
Cuando esto sucede, las elecciones, esos momentos críticos de la historia de una nación, lejos de avivar la vida democrática, la destruyen. Una elección democrática, en condiciones normales, tiene –dice Jean Robert comentando a Jean-Pierre Dupuy– por lo menos una característica contradictoria: El momento en que el pueblo está más cerca de realizar la “voluntad general” es también el momento en que “el ruido electoral debilita las redes sociales en las que los ciudadanos están inmersos, actúan, deciden y hablan”. Es precisamente allí, escribe Claude Lefort, “en el momento en el que se supone se manifiesta la soberanía popular […] que las solidaridades se deshacen y que el ciudadano se ve extraído de todas las redes en las que se realiza la vida social para convertirse en una unidad contable, en un ‘individuo estadístico’”, como las víctimas de la nación.
Esta verdad, en las condiciones de emergencia nacional que vive México, destruye nuestra vida democrática: Bajo el llamado electoral, las redes de solidaridad que los ciudadanos tejimos en el 2011 para defendernos de la violencia y de la impunidad, y que generaron una fuerza verdaderamente democrática en la búsqueda de la justicia, la paz y la participación ciudadana, han quedado deshechas. Desprovistos del derecho a tener candidatos civiles, iniciativas ciudadanas, referendo, voto blanco y revocación de mandato; ajenos a la seguridad y a la justicia, los ciudadanos yacemos sepultados bajo los monumentos mortuorios de esas muecas de plástico, de esa musicalidad monocorde de voces y eslóganes, y de esa autosuficiencia cosmética de los candidatos que se diputan, no la vida democrática del país, sino los sepulcros de la patria que los criminales han cavado.
Recuperar la democracia, hacerla resucitar, sólo será posible cuando juntos retejamos nuestras redes de solidaridad ciudadana y pongamos un coto al poder de los monumentos mortuorios que llamamos partidos y cuya ineficiencia nos es tan costosa como inmensa. “Nuestros sueños –hay que decir con los Indignados– no caben en sus urnas”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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