Mauricio Merino / El Universal
Después de las marchas que paralizaron la Ciudad de México y de las nuevas declaraciones públicas de la Maestra (¿hace falta decir su nombre?) confirmamos que los profesores están en contra de las evaluaciones, de los métodos propuestos para reformar la educación y de sus consecuencias laborales. Lo han dicho en todos los tonos necesarios para comprender su oposición al cambio: ambas agrupaciones políticas y sindicales —el SNTE y la CNTE— afirman que para confiar en las evaluaciones, éstas deben hacerse con el acuerdo, con los métodos y bajo la vigilancia de los propios evaluados.
No les reprocho la falta de confianza, pues desde 1946 la regla de oro para permanecer y ascender en nuestro magisterio ha sido la obediencia y la lealtad política hacia el régimen y hacia el liderazgo sindical. Durante décadas, lo importante fue atender la demanda educativa del país y mantener la disciplina de ese contingente enorme, en función de un propósito que se evaluaba en cantidades: había que producir aulas, mesabancos, libros y maestros como fuera. Y si bien el liderazgo de Elba Esther Gordillo fue funcional para ese objetivo combinado de expansión y disciplina, dejó de serlo cuando la demanda por la calidad educativa suplió en definitiva el argumento del acceso universal.
Ella misma ha admitido 10 mil veces que la prioridad es mejorar la calidad educativa. Pero jamás ha renunciado al control de los procesos que podrían llevar a ese objetivo, ni ha dejado de acumular poder político e influencia. Y desde Carlos Salinas hasta Felipe Calderón, ningún presidente se ha atrevido a romper la alianza política con la Maestra. Por el contrario, los cuatro últimos gobiernos del país le han entregado más y más poder político y toda la influencia para decidir entradas, carreras y destinos en el mundo del magisterio.
No le falta razón a la disidencia sindical cuando sospecha que la evaluación universal que se ha ofrecido caerá en los mismos vicios del pasado, porque el problema de fondo sigue siendo el mismo: que nadie se ha atrevido a eliminar la influencia política del sindicato en las decisiones que determinan la vida y la carrera personal de los maestros. Nadie se ha atrevido a correr el riesgo de poner la evaluación educativa en manos ajenas al control político del Sindicato, con criterios imparciales, profesionales, transparentes y vigilados por la sociedad; nadie se ha atrevido a ofrecerles a las y los maestros una carrera limpia y bien ganada de por vida a cambio de su compromiso franco con la calidad educativa.
Pero no habrá una evaluación digna de ese nombre, ni carreras exitosas, mientras sigamos atascados en la trampa del control político del sindicato.
Tampoco habrá mejor calidad educativa mientras no haya una especie de IFE para el magisterio: una entidad autónoma, técnica y profesional, que disponga y ejecute los métodos, y los procedimientos para evaluar a los maestros sin influencia política de ninguna índole y que administre, de manera honesta, directa y transparente, una verdadera carrera magisterial en la que sólo cuenten los méritos acreditados y acumulados en la docencia y el aprendizaje.
Los sistemas de carrera no son negociables: son el resultado de una decisión explícita sobre lo que se espera exactamente de un grupo de profesionales; de un diseño puntilloso e inequívoco de los criterios, los medios y los instrumentos con los que se medirá su desempeño; de la más escrupulosa aplicación para juzgar a cada uno por sus méritos y de la más diáfana distribución de incentivos personales en función de esos méritos.
Construir un sistema de carrera es una decisión política, pero no puede fluir sino por medios técnicos, imparciales y ajenos a cualquier decisión que no provenga de sus propios instrumentos. Y nada de eso se logrará mientras sigamos nadando en agua tibia, fingiendo que la siguiente evaluación será la buena.
Después de las marchas que paralizaron la Ciudad de México y de las nuevas declaraciones públicas de la Maestra (¿hace falta decir su nombre?) confirmamos que los profesores están en contra de las evaluaciones, de los métodos propuestos para reformar la educación y de sus consecuencias laborales. Lo han dicho en todos los tonos necesarios para comprender su oposición al cambio: ambas agrupaciones políticas y sindicales —el SNTE y la CNTE— afirman que para confiar en las evaluaciones, éstas deben hacerse con el acuerdo, con los métodos y bajo la vigilancia de los propios evaluados.
No les reprocho la falta de confianza, pues desde 1946 la regla de oro para permanecer y ascender en nuestro magisterio ha sido la obediencia y la lealtad política hacia el régimen y hacia el liderazgo sindical. Durante décadas, lo importante fue atender la demanda educativa del país y mantener la disciplina de ese contingente enorme, en función de un propósito que se evaluaba en cantidades: había que producir aulas, mesabancos, libros y maestros como fuera. Y si bien el liderazgo de Elba Esther Gordillo fue funcional para ese objetivo combinado de expansión y disciplina, dejó de serlo cuando la demanda por la calidad educativa suplió en definitiva el argumento del acceso universal.
Ella misma ha admitido 10 mil veces que la prioridad es mejorar la calidad educativa. Pero jamás ha renunciado al control de los procesos que podrían llevar a ese objetivo, ni ha dejado de acumular poder político e influencia. Y desde Carlos Salinas hasta Felipe Calderón, ningún presidente se ha atrevido a romper la alianza política con la Maestra. Por el contrario, los cuatro últimos gobiernos del país le han entregado más y más poder político y toda la influencia para decidir entradas, carreras y destinos en el mundo del magisterio.
No le falta razón a la disidencia sindical cuando sospecha que la evaluación universal que se ha ofrecido caerá en los mismos vicios del pasado, porque el problema de fondo sigue siendo el mismo: que nadie se ha atrevido a eliminar la influencia política del sindicato en las decisiones que determinan la vida y la carrera personal de los maestros. Nadie se ha atrevido a correr el riesgo de poner la evaluación educativa en manos ajenas al control político del Sindicato, con criterios imparciales, profesionales, transparentes y vigilados por la sociedad; nadie se ha atrevido a ofrecerles a las y los maestros una carrera limpia y bien ganada de por vida a cambio de su compromiso franco con la calidad educativa.
Pero no habrá una evaluación digna de ese nombre, ni carreras exitosas, mientras sigamos atascados en la trampa del control político del sindicato.
Tampoco habrá mejor calidad educativa mientras no haya una especie de IFE para el magisterio: una entidad autónoma, técnica y profesional, que disponga y ejecute los métodos, y los procedimientos para evaluar a los maestros sin influencia política de ninguna índole y que administre, de manera honesta, directa y transparente, una verdadera carrera magisterial en la que sólo cuenten los méritos acreditados y acumulados en la docencia y el aprendizaje.
Los sistemas de carrera no son negociables: son el resultado de una decisión explícita sobre lo que se espera exactamente de un grupo de profesionales; de un diseño puntilloso e inequívoco de los criterios, los medios y los instrumentos con los que se medirá su desempeño; de la más escrupulosa aplicación para juzgar a cada uno por sus méritos y de la más diáfana distribución de incentivos personales en función de esos méritos.
Construir un sistema de carrera es una decisión política, pero no puede fluir sino por medios técnicos, imparciales y ajenos a cualquier decisión que no provenga de sus propios instrumentos. Y nada de eso se logrará mientras sigamos nadando en agua tibia, fingiendo que la siguiente evaluación será la buena.
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