JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ / REFORMA
Los gobernantes no eligen sus crisis. No suelen tener la libertad para definir sus problemas, para optar de entre una baraja de dificultades, la que mejor se acomoda a sus aptitudes o sus proyectos. Su margen está en la estrategia para encarar la emergencia involuntaria que les estalla en las manos. Su juicio reside en la manera de encarar la urgencia. Detrás de cada apuro hay un engaño y una oportunidad. El engaño es creer que la crisis es lo visible y que el éxito es el aplauso; la oportunidad es advertir sus causas subterráneas y aprovechar la conmoción para resolver los problemas más añejos.
Es difícil hablar de la crisis de seguridad como una oportunidad histórica, pero lo es. No hay forma de exagerar el costo de esta ola de sangre: el dolor que ha provocado en todo el país, los costos humanos y económicos, el peligro político, las secuelas familiares de tanta muerte. Pero, en efecto, la crisis exhibe con extraordinario dramatismo, una ausencia secular, una carencia antigua y gravosa: un orden estatal capaz de garantizar paz y, al mismo tiempo, seguir sus reglas. Ese es el núcleo del argumento del ministro Zaldívar al tratar el caso de Florence Cassez: el deber del Estado de castigar a los delincuentes sólo puede justificarse cuando el poder público respeta cabalmente los derechos humanos. La gravedad de los delitos, la perversidad de los criminales no exime a los representantes del Estado de cuidar escrupulosamente las formas legales, esos rigores a los que Benjamin Constant no dudó en considerar sagrados pues de ellos dependía la convivencia. Divinidades tutelares, las llamaba, porque sin su protección, nos avasallaría la arbitrariedad.
El proyecto del ministro Zaldívar puede leerse como el argumento jurídico que, al demostrar las graves irregularidades en un proceso penal, pide la liberación inmediata de una acusada. La actuación de un juez que pondera de modo distinto las mismas reglas y los mismos argumentos. Las gravísimas irregularidades del caso han sido exhibidas en trabajos periodísticos como el de Guillermo Osorno o Héctor de Mauleón, pero no habían encontrado el tratamiento legal que merecen. Los enredos del caso impiden conocer la verdad. Lo que sí puede documentarse fuera de toda duda es el abuso: la actuación de un poder dedicado a cautivar a la opinión pública antes que a probar su acusación ante los jueces. Como bien demuestra el estudio del ministro de la Suprema Corte de Justicia, la policía federal escenificó una captura para las cámaras. Pero el teatro no fue un entretenimiento inocente: la "escenificación fuera de la realidad" pervirtió irreversiblemente el proceso. No solamente se vulneró el principio de presunción de inocencia sino que tuvo un "efecto corruptor" en el juicio, viciando toda la evidencia incriminatoria.
Que el caso haya sido un proceso tan mediático es parte de su perversión. Desde el inicio, la televisión y la prensa fueron protagonistas -no testigos- del proceso. Pero la relevancia del caso trasciende el revuelo periodístico y diplomático que ha generado. El caso es emblemático. En el proyecto que este miércoles discutirá la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia se lee un argumento que no puede trivializarse como pretenden los críticos del ministro Zaldívar. La crisis de seguridad puede llevarnos a creer en los atajos de la ilegalidad, en las ventajas de una arbitrariedad justiciera. El miedo puede hacernos pensar que los procedimientos y las formas son legalismos de los que se sirven los delincuentes para escapar de la justicia con la ayuda de un abogado. Como sostiene el proyecto a discusión, el proceso penal con todos sus rigores es el único medio civilizado para perseguir y reprimir a los delincuentes.
El proyecto se cuida de no cuestionar a los medios de comunicación que difundieron el montaje de la Policía Federal y aceptaron acríticamente la versión gubernamental. El proyecto no quiere aparecer como censor e insiste que fueron representantes del Estado quienes cometieron los excesos. Sin embargo, del proyecto se desprende que el abuso encuentra complicidad en la glotonería de los medios, dispuestos a condenar velozmente. El proyecto asigna tarea al gobierno y también a la prensa.
Podría pensarse que la crisis que vivimos no es buen momento para preocuparse en los derechos. Se dirá que no estamos para cuidar a los malos y que, frente a tanta inseguridad, no se puede ser tan escrupuloso. Creo en lo contrario. Precisamente hoy que padecemos la violencia, la crueldad, la barbarie de los criminales, debemos afirmar los derechos de todos y los deberes del Estado. Lo único peor a la violencia que padecemos sería que, a la violencia de los delincuentes, sumemos la venganza arbitraria del poder público. La crisis de seguridad nos reta: podemos continuar la herencia de ilegalidad o inaugurar la vía de la ley para perseguir el delito.
Los gobernantes no eligen sus crisis. No suelen tener la libertad para definir sus problemas, para optar de entre una baraja de dificultades, la que mejor se acomoda a sus aptitudes o sus proyectos. Su margen está en la estrategia para encarar la emergencia involuntaria que les estalla en las manos. Su juicio reside en la manera de encarar la urgencia. Detrás de cada apuro hay un engaño y una oportunidad. El engaño es creer que la crisis es lo visible y que el éxito es el aplauso; la oportunidad es advertir sus causas subterráneas y aprovechar la conmoción para resolver los problemas más añejos.
Es difícil hablar de la crisis de seguridad como una oportunidad histórica, pero lo es. No hay forma de exagerar el costo de esta ola de sangre: el dolor que ha provocado en todo el país, los costos humanos y económicos, el peligro político, las secuelas familiares de tanta muerte. Pero, en efecto, la crisis exhibe con extraordinario dramatismo, una ausencia secular, una carencia antigua y gravosa: un orden estatal capaz de garantizar paz y, al mismo tiempo, seguir sus reglas. Ese es el núcleo del argumento del ministro Zaldívar al tratar el caso de Florence Cassez: el deber del Estado de castigar a los delincuentes sólo puede justificarse cuando el poder público respeta cabalmente los derechos humanos. La gravedad de los delitos, la perversidad de los criminales no exime a los representantes del Estado de cuidar escrupulosamente las formas legales, esos rigores a los que Benjamin Constant no dudó en considerar sagrados pues de ellos dependía la convivencia. Divinidades tutelares, las llamaba, porque sin su protección, nos avasallaría la arbitrariedad.
El proyecto del ministro Zaldívar puede leerse como el argumento jurídico que, al demostrar las graves irregularidades en un proceso penal, pide la liberación inmediata de una acusada. La actuación de un juez que pondera de modo distinto las mismas reglas y los mismos argumentos. Las gravísimas irregularidades del caso han sido exhibidas en trabajos periodísticos como el de Guillermo Osorno o Héctor de Mauleón, pero no habían encontrado el tratamiento legal que merecen. Los enredos del caso impiden conocer la verdad. Lo que sí puede documentarse fuera de toda duda es el abuso: la actuación de un poder dedicado a cautivar a la opinión pública antes que a probar su acusación ante los jueces. Como bien demuestra el estudio del ministro de la Suprema Corte de Justicia, la policía federal escenificó una captura para las cámaras. Pero el teatro no fue un entretenimiento inocente: la "escenificación fuera de la realidad" pervirtió irreversiblemente el proceso. No solamente se vulneró el principio de presunción de inocencia sino que tuvo un "efecto corruptor" en el juicio, viciando toda la evidencia incriminatoria.
Que el caso haya sido un proceso tan mediático es parte de su perversión. Desde el inicio, la televisión y la prensa fueron protagonistas -no testigos- del proceso. Pero la relevancia del caso trasciende el revuelo periodístico y diplomático que ha generado. El caso es emblemático. En el proyecto que este miércoles discutirá la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia se lee un argumento que no puede trivializarse como pretenden los críticos del ministro Zaldívar. La crisis de seguridad puede llevarnos a creer en los atajos de la ilegalidad, en las ventajas de una arbitrariedad justiciera. El miedo puede hacernos pensar que los procedimientos y las formas son legalismos de los que se sirven los delincuentes para escapar de la justicia con la ayuda de un abogado. Como sostiene el proyecto a discusión, el proceso penal con todos sus rigores es el único medio civilizado para perseguir y reprimir a los delincuentes.
El proyecto se cuida de no cuestionar a los medios de comunicación que difundieron el montaje de la Policía Federal y aceptaron acríticamente la versión gubernamental. El proyecto no quiere aparecer como censor e insiste que fueron representantes del Estado quienes cometieron los excesos. Sin embargo, del proyecto se desprende que el abuso encuentra complicidad en la glotonería de los medios, dispuestos a condenar velozmente. El proyecto asigna tarea al gobierno y también a la prensa.
Podría pensarse que la crisis que vivimos no es buen momento para preocuparse en los derechos. Se dirá que no estamos para cuidar a los malos y que, frente a tanta inseguridad, no se puede ser tan escrupuloso. Creo en lo contrario. Precisamente hoy que padecemos la violencia, la crueldad, la barbarie de los criminales, debemos afirmar los derechos de todos y los deberes del Estado. Lo único peor a la violencia que padecemos sería que, a la violencia de los delincuentes, sumemos la venganza arbitraria del poder público. La crisis de seguridad nos reta: podemos continuar la herencia de ilegalidad o inaugurar la vía de la ley para perseguir el delito.
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