Por Jimena Ortíz - El Economista
El papel del Estado como empresario ha sido motivo de debate a lo largo de la historia de México. En el sexenio pasado, el gobierno federal retomó el énfasis en su rol empresarial y puso al centro de las políticas públicas la preponderancia de empresas estatales en sectores clave como energía, infraestructura y telecomunicaciones. Paralelamente, aceleró el debilitamiento de su rol como regulador de sectores económicos por medio del adelgazamiento de las nóminas en las secretarías de Estado y órganos desconcentrados, y de la extinción de órganos reguladores constitucionalmente autónomos. Ahora, con nuevos arreglos institucionales e incluso, nuevos marcos jurídicos, nos encontramos ante un Estado empresario responsable de llevar a buen puerto el desarrollo económico del país. ¿Qué podemos esperar?
Esta historia ya la vivimos. El modelo de Estado empresario en México alcanzó su auge en los años setenta, con un crecimiento exponencial que en 1982 llegó a acumular la propiedad de 1,100 paraestatales, muchas de ellas operando bajo criterios políticos y no financieros, cuestión que afectó a toda la economía al generar ineficiencias, corrupción y la necesidad de financiar vía el erario sus pérdidas financieras, lo que incrementó la deuda pública y finalmente provocó una grave crisis fiscal. Las consecuencias fueron ajustes drásticos al gasto y una subsecuente política de privatizaciones en los años noventa; es decir, el gobierno se vio obligado a reducir drásticamente su participación en la economía, vendiendo o cerrando muchas de esas empresas.
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