Mauricio Merino / El Universal
Hoy me preguntaron a bocajarro si en México podría suceder algo parecido a lo que están viviendo Túnez, Egipto o Libia. No dudé ni un segundo en responder que eso no era posible, pues de ninguna manera cabía formular una comparación como esa: México no es una dictadura, no tiene raíces islámicas, carece de tradición bélica y sus condiciones políticas son totalmente distintas a las del grupo de países árabes que decidió liberarse de los regímenes que los estaban ahogando. Todo eso, además de su situación geopolítica y de la pluralidad democrática que hoy forma parte de su paisaje político.
Pero después lo pensé un poco mejor y caí en cuenta de que quizás hay otras razones más relevantes para seguir respondiendo, de todos modos, que no, que en México no cabe imaginar una movilización social de la magnitud que hemos visto en aquellos países porque nuestros problemas son de naturaleza muy diferente a los que han puesto en movimiento al norte de África.
Nosotros avanzamos a la democracia electoral desde hace varios años y mucho antes, a principios del siglo XX, derrocamos al último dictador. No vivimos episodios equivalentes a los que estamos atestiguando en Egipto y en el Magreb, porque tras la derrota de Díaz tuvimos cerca de 70 años de un régimen autoritario en el que los líderes máximos fueron cambiando por turnos y que, con el tiempo, se fue liberando hasta desembocar en una transición basada en los votos, que tuvo como destino un nuevo régimen de partidos. En términos estrictamente políticos, nosotros estamos al otro lado del río.
Con todo, en este otro lado los problemas no son menores. Pero no concibo una movilización tan amplia, poderosa y consensual como la de aquellos países árabes porque tampoco logro imaginar una causa que sea capaz de despertar las conciencias de la gran mayoría de los mexicanos al mismo tiempo, en la misma dirección de propósitos y con la misma convicción compartida. Lo que veo es, más bien, que al transitar hacia la democracia política del modo en que lo hemos hecho —sin haber roto con el pasado, sin haber renovado nuestra clase política, sin haber refundado nuestras instituciones— no sólo trajimos los vicios, la cultura y las prácticas de corrupción, de simulación y de privilegio de las que veníamos huyendo, sino que acrecentamos la ruptura y la fragmentación de la sociedad. En lugar de acercarnos a una causa común, la democracia capturada por las grandes empresas, los medios y los partidos nos ha segmentado aún más.
Ni siquiera hemos conseguido articular una agenda común en torno de los problemas más evidentes. La pobreza, que salta a la vista como el primero de todos, es disputada como arma de uso político por los partidos y los gobiernos, mientras que los programas sociales siguen construyendo clientelas. En lugar de unirla, esos programas fragmentan cada vez más a la sociedad. Y no sorprende que las prácticas solidarias, comunitarias y altruistas de las que nos habíamos sentido orgullosos en varios momentos críticos —como en el terremoto de 1985— hoy estén cediendo su sitio ante el egoísmo y la violencia de todo cuño. Ya que no podemos salvarnos todos, que se salve quien pueda.
Tampoco hay un enemigo común, pues desgraciadamente el crimen organizado no está formado por una gavilla de delincuentes, sino que se ha incrustado en la desigualdad, la pobreza y la desesperanza de miles de mexicanos. Y aunque se diga un millón de veces, un millón de veces seguirá siendo falso que podremos recuperar la seguridad pública y el respeto a la ley con pura violencia. Por el contrario, lo que estamos viendo crecer con angustia es el encierro de los pacíficos, tan incapaces de defenderse como de seguir confiando en los otros. El miedo divide tanto o más que la pobreza y la marginación.
Y encima, nos hemos plagado de corrupción. Esa captura ilegítima de las facultades y de las cosas que nos pertenecen a todos, pero que se llevan a casa unos cuantos, mientras ocultan y clausuran hasta la posibilidad de confiar en una causa común. Eso también segmenta a la sociedad e impide suponer siquiera que podríamos movernos juntos, con los mismos propósitos. Eso que alguna vez hicimos para recuperar el sentido y la majestad de los votos, hoy parecería una empresa imposible.
En efecto, no somos Egipto ni Libia. Pero hay algo tan digno y prometedor en esa movilización colectiva que, a pesar de todo, no puede dejar de verse con una mezcla de simpatía y esperanza. Hay algo envidiable en el ejemplo de voluntad de esos pueblos, que nosotros estamos perdiendo.
Profesor investigador del CIDE
Hoy me preguntaron a bocajarro si en México podría suceder algo parecido a lo que están viviendo Túnez, Egipto o Libia. No dudé ni un segundo en responder que eso no era posible, pues de ninguna manera cabía formular una comparación como esa: México no es una dictadura, no tiene raíces islámicas, carece de tradición bélica y sus condiciones políticas son totalmente distintas a las del grupo de países árabes que decidió liberarse de los regímenes que los estaban ahogando. Todo eso, además de su situación geopolítica y de la pluralidad democrática que hoy forma parte de su paisaje político.
Pero después lo pensé un poco mejor y caí en cuenta de que quizás hay otras razones más relevantes para seguir respondiendo, de todos modos, que no, que en México no cabe imaginar una movilización social de la magnitud que hemos visto en aquellos países porque nuestros problemas son de naturaleza muy diferente a los que han puesto en movimiento al norte de África.
Nosotros avanzamos a la democracia electoral desde hace varios años y mucho antes, a principios del siglo XX, derrocamos al último dictador. No vivimos episodios equivalentes a los que estamos atestiguando en Egipto y en el Magreb, porque tras la derrota de Díaz tuvimos cerca de 70 años de un régimen autoritario en el que los líderes máximos fueron cambiando por turnos y que, con el tiempo, se fue liberando hasta desembocar en una transición basada en los votos, que tuvo como destino un nuevo régimen de partidos. En términos estrictamente políticos, nosotros estamos al otro lado del río.
Con todo, en este otro lado los problemas no son menores. Pero no concibo una movilización tan amplia, poderosa y consensual como la de aquellos países árabes porque tampoco logro imaginar una causa que sea capaz de despertar las conciencias de la gran mayoría de los mexicanos al mismo tiempo, en la misma dirección de propósitos y con la misma convicción compartida. Lo que veo es, más bien, que al transitar hacia la democracia política del modo en que lo hemos hecho —sin haber roto con el pasado, sin haber renovado nuestra clase política, sin haber refundado nuestras instituciones— no sólo trajimos los vicios, la cultura y las prácticas de corrupción, de simulación y de privilegio de las que veníamos huyendo, sino que acrecentamos la ruptura y la fragmentación de la sociedad. En lugar de acercarnos a una causa común, la democracia capturada por las grandes empresas, los medios y los partidos nos ha segmentado aún más.
Ni siquiera hemos conseguido articular una agenda común en torno de los problemas más evidentes. La pobreza, que salta a la vista como el primero de todos, es disputada como arma de uso político por los partidos y los gobiernos, mientras que los programas sociales siguen construyendo clientelas. En lugar de unirla, esos programas fragmentan cada vez más a la sociedad. Y no sorprende que las prácticas solidarias, comunitarias y altruistas de las que nos habíamos sentido orgullosos en varios momentos críticos —como en el terremoto de 1985— hoy estén cediendo su sitio ante el egoísmo y la violencia de todo cuño. Ya que no podemos salvarnos todos, que se salve quien pueda.
Tampoco hay un enemigo común, pues desgraciadamente el crimen organizado no está formado por una gavilla de delincuentes, sino que se ha incrustado en la desigualdad, la pobreza y la desesperanza de miles de mexicanos. Y aunque se diga un millón de veces, un millón de veces seguirá siendo falso que podremos recuperar la seguridad pública y el respeto a la ley con pura violencia. Por el contrario, lo que estamos viendo crecer con angustia es el encierro de los pacíficos, tan incapaces de defenderse como de seguir confiando en los otros. El miedo divide tanto o más que la pobreza y la marginación.
Y encima, nos hemos plagado de corrupción. Esa captura ilegítima de las facultades y de las cosas que nos pertenecen a todos, pero que se llevan a casa unos cuantos, mientras ocultan y clausuran hasta la posibilidad de confiar en una causa común. Eso también segmenta a la sociedad e impide suponer siquiera que podríamos movernos juntos, con los mismos propósitos. Eso que alguna vez hicimos para recuperar el sentido y la majestad de los votos, hoy parecería una empresa imposible.
En efecto, no somos Egipto ni Libia. Pero hay algo tan digno y prometedor en esa movilización colectiva que, a pesar de todo, no puede dejar de verse con una mezcla de simpatía y esperanza. Hay algo envidiable en el ejemplo de voluntad de esos pueblos, que nosotros estamos perdiendo.
Profesor investigador del CIDE
No hay comentarios:
Publicar un comentario