El fiasco de la central de Fukushima enfría los planes de inversión en nuevos reactores, mientras da más combustible a los precios del gas y el petróleo
A. BOLAÑOS / EL PAÍS
En la industria nuclear, 20 años había sido tiempo suficiente para contrarrestar los recelos de políticos, acallar las críticas ecologistas y seducir a los gestores económicos. El fantasma del accidente de la central de Chernobyl, que desperdigó radiación por amplias zonas de Ucrania, Rusia, Bielorrusia y varios países de Europa occidental en abril de 1986, era cada vez más transparente.
En ese tiempo fue el miedo a los efectos del calentamiento global lo que cogió fuerza. Y la construcción de reactores nucleares volvió a hacer un hueco, a veces preeminente, en los multimillonarios planes de inversión para saciar una sed de energía cada vez mayor. Al no emitir dióxido de carbono, el gas maldito, la nuclear recuperó atractivo al mismo ritmo que se minimizaban sus debilidades (seguridad, residuos...). Hasta que el fiasco de Fukushima devolvió todo el sentido al tango de Carlos Gardel.
"Estamos ante un renacimiento de la industria. La energía nuclear ya no es el demonio, ahora el demonio es el carbón". Pocas frases sintetizan mejor la euforia del sector que la que pronunció Anne Lauvergeon, consejera delegada del gigante francés Areva, en una conferencia de prensa celebrada en Madrid hace cuatro años. Los datos que manejaba la asociación mundial de compañías de energía nuclear a principios de marzo, apenas unos días antes del terremoto del noreste de Japón, corroboraban las palabras de Lauvergeon. A esa fecha, había 62 reactores en construcción (en la actualidad hay más de 400 reactores operativos), una cifra sin precedentes desde que el accidente de Chernobyl cortara en seco las inversiones, muy intensas en la primera mitad de los ochenta. Y en los planes a medio plazo de los Gobiernos se contabilizan otros 150 reactores, un tercio en China.
Los enormes daños generados por el terremoto de la pasada semana en la planta de Fukushima suponen una quiebra, quien sabe si definitiva, de la confianza en las nucleares. Los sistemas de refrigeración de los seis reactores, situados en un enclave costero, no aguantaron el embate del tsunami, pese a que era un evento que se tuvo en cuenta en su diseño. Y las medidas de emergencia han evidenciado su escaso alcance ante la fuerza destructora de la naturaleza.
Con cada información sobre un aumento de los niveles de radiación en la zona afectada se escurre la confianza recuperada en estos 20 años. El goteo de declaraciones públicas (EE UU, Reino Unido, España, China, Italia) que anuncian revisiones de la seguridad de sus plantas nucleares anticipan un duro trance para que los reactores previstos pasen del papel a la obra. En Alemania, con la opinión pública en armas, la canciller Ángela Merkel se ha visto forzada a suspender la moratoria que iba a permitir prolongar la vida activa de 17 viejas centrales.
Los técnicos y científicos de la compañía Tepco pugnan por mantener bajo control la planta de Fukushima. El descontrol, lo que ocurrió en Chernobyl, tendría efectos que empequeñece el impacto socioeconómico del terremoto de la semana pasada, el quinto más intenso de la historia y, también, el que ha provocado más daños económicos. La ONU estimó que la factura de la catástrofe nuclear de 1986 supera el medio billón de dólares, más del triple de lo que se vaticina ahora. Los presupuestos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia aún tienen que hacer frente a ayudas sociales a más de cinco millones de desplazados. Y se calcula en más de 4.000 los muertos por cáncer a consecuencia de las radiaciones.
Si el fiasco de Fukushima es un revés para la industria mundial de la energía nuclear, es un golpe aún mayor para el sistema energético de Japón, el talón de Aquiles de su modelo de crecimiento económico. Pese a sus notables ganancias en ahorro energético, Japón sigue siendo uno de los principales consumidores de energía, y sus 50 reactores nucleares, una de sus apuestas para contrarrestar la dependencia de las importaciones de petróleo, gas y carbón.
Según las estimaciones de Goldman Sachs y Citigroup, la inactividad prolongada de Fukushima y las dificultades para poner en servicio otras plantas nucleares (Kashiwazaki opera a medio gas por un incidente) y convencionales, pueden reducir la generación de energía entre un 6% y un 15% durante 2011. Pese a la previsible caída del consumo tras el terremoto, el suministro no será suficiente para abastecer las puntas de demanda del verano, por lo que serán necesarias más importaciones de gas natural licuado (la cotización de los contratos a futuro a seis meses ha escalado un 13% estos días). Y, a medio plazo, la ralentización de las inversiones nucleares será otro argumento para mantener el precio del petróleo por encima de los 100 dólares por barril.
A. BOLAÑOS / EL PAÍS
En la industria nuclear, 20 años había sido tiempo suficiente para contrarrestar los recelos de políticos, acallar las críticas ecologistas y seducir a los gestores económicos. El fantasma del accidente de la central de Chernobyl, que desperdigó radiación por amplias zonas de Ucrania, Rusia, Bielorrusia y varios países de Europa occidental en abril de 1986, era cada vez más transparente.
En ese tiempo fue el miedo a los efectos del calentamiento global lo que cogió fuerza. Y la construcción de reactores nucleares volvió a hacer un hueco, a veces preeminente, en los multimillonarios planes de inversión para saciar una sed de energía cada vez mayor. Al no emitir dióxido de carbono, el gas maldito, la nuclear recuperó atractivo al mismo ritmo que se minimizaban sus debilidades (seguridad, residuos...). Hasta que el fiasco de Fukushima devolvió todo el sentido al tango de Carlos Gardel.
"Estamos ante un renacimiento de la industria. La energía nuclear ya no es el demonio, ahora el demonio es el carbón". Pocas frases sintetizan mejor la euforia del sector que la que pronunció Anne Lauvergeon, consejera delegada del gigante francés Areva, en una conferencia de prensa celebrada en Madrid hace cuatro años. Los datos que manejaba la asociación mundial de compañías de energía nuclear a principios de marzo, apenas unos días antes del terremoto del noreste de Japón, corroboraban las palabras de Lauvergeon. A esa fecha, había 62 reactores en construcción (en la actualidad hay más de 400 reactores operativos), una cifra sin precedentes desde que el accidente de Chernobyl cortara en seco las inversiones, muy intensas en la primera mitad de los ochenta. Y en los planes a medio plazo de los Gobiernos se contabilizan otros 150 reactores, un tercio en China.
Los enormes daños generados por el terremoto de la pasada semana en la planta de Fukushima suponen una quiebra, quien sabe si definitiva, de la confianza en las nucleares. Los sistemas de refrigeración de los seis reactores, situados en un enclave costero, no aguantaron el embate del tsunami, pese a que era un evento que se tuvo en cuenta en su diseño. Y las medidas de emergencia han evidenciado su escaso alcance ante la fuerza destructora de la naturaleza.
Con cada información sobre un aumento de los niveles de radiación en la zona afectada se escurre la confianza recuperada en estos 20 años. El goteo de declaraciones públicas (EE UU, Reino Unido, España, China, Italia) que anuncian revisiones de la seguridad de sus plantas nucleares anticipan un duro trance para que los reactores previstos pasen del papel a la obra. En Alemania, con la opinión pública en armas, la canciller Ángela Merkel se ha visto forzada a suspender la moratoria que iba a permitir prolongar la vida activa de 17 viejas centrales.
Los técnicos y científicos de la compañía Tepco pugnan por mantener bajo control la planta de Fukushima. El descontrol, lo que ocurrió en Chernobyl, tendría efectos que empequeñece el impacto socioeconómico del terremoto de la semana pasada, el quinto más intenso de la historia y, también, el que ha provocado más daños económicos. La ONU estimó que la factura de la catástrofe nuclear de 1986 supera el medio billón de dólares, más del triple de lo que se vaticina ahora. Los presupuestos de Rusia, Ucrania y Bielorrusia aún tienen que hacer frente a ayudas sociales a más de cinco millones de desplazados. Y se calcula en más de 4.000 los muertos por cáncer a consecuencia de las radiaciones.
Si el fiasco de Fukushima es un revés para la industria mundial de la energía nuclear, es un golpe aún mayor para el sistema energético de Japón, el talón de Aquiles de su modelo de crecimiento económico. Pese a sus notables ganancias en ahorro energético, Japón sigue siendo uno de los principales consumidores de energía, y sus 50 reactores nucleares, una de sus apuestas para contrarrestar la dependencia de las importaciones de petróleo, gas y carbón.
Según las estimaciones de Goldman Sachs y Citigroup, la inactividad prolongada de Fukushima y las dificultades para poner en servicio otras plantas nucleares (Kashiwazaki opera a medio gas por un incidente) y convencionales, pueden reducir la generación de energía entre un 6% y un 15% durante 2011. Pese a la previsible caída del consumo tras el terremoto, el suministro no será suficiente para abastecer las puntas de demanda del verano, por lo que serán necesarias más importaciones de gas natural licuado (la cotización de los contratos a futuro a seis meses ha escalado un 13% estos días). Y, a medio plazo, la ralentización de las inversiones nucleares será otro argumento para mantener el precio del petróleo por encima de los 100 dólares por barril.
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