JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
Las potencias del antiguo orden geopolítico salen a distinto ritmo y en diferentes condiciones de la larga crisis de los últimos tres años. EE UU crece pero todavía no crea los puestos de trabajo suficientes para volver al pleno empleo; Japón ha de reconstruirse de su terrible terremoto, del desastre nuclear y, más allá, de sus décadas perdidas. Y la UE trata de reinventarse para llegar a ser una unión económica.
Esta semana es decisiva para que Europa avance en esa dirección. Comienza con una reunión del Eurogrupo y finaliza con la cumbre de jefes de Gobierno de los Veintisiete. En la primera se han de dirimir los detalles de lo que tres días después aprobará el Consejo Europeo. Entonces solo faltará, para algunas de las medidas más significativas, el visto bueno del Parlamento Europeo. Las reglas del juego del gobierno económico de la UE estarán en funcionamiento en junio. Se habrá cumplido así el calendario que se fijó en octubre, en la reunión bilateral de Merkel y Sarkozy en Deauville, cuando se juramentaron para que, una vez más, el directorio franco-alemán, esta vez comandado por dos políticos conservadores, sacase de la intemperie a una UE asediada por los ataques especulativos sobre el euro, remendase la unión monetaria y diese pasos decisivos hacia una determinada forma de concebir la unión económica.
Básicamente, lo que se va a acordar en el Consejo Europeo es una reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) en el sentido de una acentuación de la estabilidad (el déficit público de cada uno de los países no sobrepasará el 3% del PIB so pena de sanciones monetarias que, paradójicamente, abundarían en ese mismo déficit; y la deuda pública que exceda el 60% del PIB deberá reducirse a un ritmo anual de al menos la veinteava parte de su cuantía). Esta reforma va en la misma dirección de los anteriores intentos: reforzamiento obsesivo de la estabilidad (que violentaron cuando quisieron los países que hoy la proponen) y olvido del concepto del crecimiento económico, al que consideran una mera consecuencia automática del ajuste, pese a que la historia reciente ha demostrado suficientemente que ello no es así.
También se reduce la autonomía presupuestaria de los países, una vez perdida la soberanía monetaria. Ni se ha ampliado el presupuesto de la UE ni se ha llegado a una armonización fiscal (más allá de determinar la base impositiva, que no la cuota, del impuesto de sociedades), pero los Gobiernos habrán de pasar sus Presupuestos nacionales por el cedazo de la Comisión antes de llevarlos a los respectivos Parlamentos. Un control ex ante, que devalúa la opinión de sus diputados. ¿Qué ocurriría en caso de que éstos expresasen una diferencia sustantiva con los comisarios y sus equipos técnicos?; ¿qué prevalencia le queda a la democracia representativa directa en el caso del instrumento más importante de la política económica de un país?
A cambio del Pacto del Euro, que marca las tendencias en la indexación de los salarios, la centralización de la negociación colectiva, la limitación por ley de los déficits, la edad en la jubilación,... se amplía la cuantía del fondo de rescate de los países con problemas -y de su heredero a partir de junio de 2013, el Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera- y se mejora su flexibilidad: ambos fondos podrán intervenir, excepcionalmente, en el mercado primario dentro de un programa de condicionalidad política, y los países con problemas podrán emitir deuda, que será comprada por sus socios directamente, sin tener que pagar tipos de intereses desorbitados.
Los líderes europeos no han mencionado en las últimas semanas ni las políticas de crecimiento económico ni las fórmulas para combatir un desempleo que afecta a 23 millones de ciudadanos de la zona. Como escribía el filósofo José Luis Pardo en estas mismas páginas ("Días de invierno", EL PAÍS de 19 de marzo) todo indica que quienes comenzamos nuestra vida en aquella larga noche del franquismo y vivimos con despreocupación la llegada de la democracia terminaremos nuestros días con gobierno económico de la UE pero también con pensiones recortadas, sueldos congelados, empleos precarios, derechos disminuidos y unos servicios públicos deteriorados y debilitados. Esta Europa no es la utopía factible que soñamos.
Las potencias del antiguo orden geopolítico salen a distinto ritmo y en diferentes condiciones de la larga crisis de los últimos tres años. EE UU crece pero todavía no crea los puestos de trabajo suficientes para volver al pleno empleo; Japón ha de reconstruirse de su terrible terremoto, del desastre nuclear y, más allá, de sus décadas perdidas. Y la UE trata de reinventarse para llegar a ser una unión económica.
Esta semana es decisiva para que Europa avance en esa dirección. Comienza con una reunión del Eurogrupo y finaliza con la cumbre de jefes de Gobierno de los Veintisiete. En la primera se han de dirimir los detalles de lo que tres días después aprobará el Consejo Europeo. Entonces solo faltará, para algunas de las medidas más significativas, el visto bueno del Parlamento Europeo. Las reglas del juego del gobierno económico de la UE estarán en funcionamiento en junio. Se habrá cumplido así el calendario que se fijó en octubre, en la reunión bilateral de Merkel y Sarkozy en Deauville, cuando se juramentaron para que, una vez más, el directorio franco-alemán, esta vez comandado por dos políticos conservadores, sacase de la intemperie a una UE asediada por los ataques especulativos sobre el euro, remendase la unión monetaria y diese pasos decisivos hacia una determinada forma de concebir la unión económica.
Básicamente, lo que se va a acordar en el Consejo Europeo es una reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) en el sentido de una acentuación de la estabilidad (el déficit público de cada uno de los países no sobrepasará el 3% del PIB so pena de sanciones monetarias que, paradójicamente, abundarían en ese mismo déficit; y la deuda pública que exceda el 60% del PIB deberá reducirse a un ritmo anual de al menos la veinteava parte de su cuantía). Esta reforma va en la misma dirección de los anteriores intentos: reforzamiento obsesivo de la estabilidad (que violentaron cuando quisieron los países que hoy la proponen) y olvido del concepto del crecimiento económico, al que consideran una mera consecuencia automática del ajuste, pese a que la historia reciente ha demostrado suficientemente que ello no es así.
También se reduce la autonomía presupuestaria de los países, una vez perdida la soberanía monetaria. Ni se ha ampliado el presupuesto de la UE ni se ha llegado a una armonización fiscal (más allá de determinar la base impositiva, que no la cuota, del impuesto de sociedades), pero los Gobiernos habrán de pasar sus Presupuestos nacionales por el cedazo de la Comisión antes de llevarlos a los respectivos Parlamentos. Un control ex ante, que devalúa la opinión de sus diputados. ¿Qué ocurriría en caso de que éstos expresasen una diferencia sustantiva con los comisarios y sus equipos técnicos?; ¿qué prevalencia le queda a la democracia representativa directa en el caso del instrumento más importante de la política económica de un país?
A cambio del Pacto del Euro, que marca las tendencias en la indexación de los salarios, la centralización de la negociación colectiva, la limitación por ley de los déficits, la edad en la jubilación,... se amplía la cuantía del fondo de rescate de los países con problemas -y de su heredero a partir de junio de 2013, el Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera- y se mejora su flexibilidad: ambos fondos podrán intervenir, excepcionalmente, en el mercado primario dentro de un programa de condicionalidad política, y los países con problemas podrán emitir deuda, que será comprada por sus socios directamente, sin tener que pagar tipos de intereses desorbitados.
Los líderes europeos no han mencionado en las últimas semanas ni las políticas de crecimiento económico ni las fórmulas para combatir un desempleo que afecta a 23 millones de ciudadanos de la zona. Como escribía el filósofo José Luis Pardo en estas mismas páginas ("Días de invierno", EL PAÍS de 19 de marzo) todo indica que quienes comenzamos nuestra vida en aquella larga noche del franquismo y vivimos con despreocupación la llegada de la democracia terminaremos nuestros días con gobierno económico de la UE pero también con pensiones recortadas, sueldos congelados, empleos precarios, derechos disminuidos y unos servicios públicos deteriorados y debilitados. Esta Europa no es la utopía factible que soñamos.
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