Miguel Ángel Granados Chapa / Reforma
Hasta ayer, el embajador Carlos Pascual vivía una situación dual, que no parecía afectar su trabajo. Repudiado públicamente por el presidente Calderón, que le aplicaba la “ley del hielo” y había demandado su remoción, hasta el miércoles contaba con el aval de la canciller Patricia Espinosa, obligada a atemperar el enojo presidencial. En medio de esa contradicción, el diplomático se desplazaba con toda naturalidad en sus quehaceres, a pesar de que la malquerencia de Calderón se ha diseminado a las Cámaras del Congreso.
Pero finalmente el Gobierno de Washington valoró el daño que causaba la presencia de Pascual, en sentido contrario a lo pedido por el presidente mexicano y en medio de conflictos que un día sí y otro también enturbian o estorban la relación entre los dos países, y optó por remover al embajador. Se le dio la forma de una renuncia, para no afectar la imagen del diplomático. Pero es claro que si fuera en verdad su voluntad retirarse, el Departamento de Estado no habría aceptado su dimisión, por inoportuna. Además de ser útil para los intereses norteamericanos, la medida sirve también para restaurar el crédito del presidente Calderón, irritado por los juicios que acerca de él mismo, el Ejército y la política de seguridad pública expresó el diplomático, y que fueron revelados por WikiLeaks. Al hacer saber su opinión sobre Pascual, Calderón quedó en situación desairada y colocó al embajador en posición incómoda, de la que éste buscaba salir.
En Bruselas, el miércoles pasado, la secretaria Espinosa declaró a Inder Bugarin, corresponsal europeo de Reforma, que “la embajada, incluyendo al embajador Pascual, mantiene una relación fluida, funcional y permanente con todas las instancias”. Se abstuvo, sin embargo, de repetir la fórmula al día siguiente, al comparecer ante el Senado de la República.
Para no incomodar a Calderón, o quizá a pedido suyo, la Cámara Americana de Comercio los invitó a participar en su reunión anual por separado. Calderón acudió a la inauguración y Pascual a la clausura. Se adujo un motivo formal para explicar la ausencia del embajador en el primer día. Tuvo que viajar a Ciudad Juárez, al cumplirse un año del asesinato de tres personas vinculadas con el consulado norteamericano en esa frontera. Los presuntos homicidas habían sido identificados y aprehendidos en días recientes, con puntualidad pertinente para la recordación.
Pascual aprovechó su estancia en aquella ciudad para mostrar que, aún si se le hubiera cancelado todo acceso al Gobierno Federal, la actual distribución del poder le permitía tener contacto con funcionarios diferentes de los que normalmente mantienen relación con un diplomático. Visitó al alcalde Héctor Murguía, ante el cual refrendó su compromiso de apoyar a “los juarenses para que puedan tener un estado de derecho que sea real”.
Al parecer, la influencia de Pascual ante el municipio de Ciudad Juárez no se limitaba a expresiones que pueden ser tildadas de impertinentes (porque una lectura posible de sus frases es que implican una crítica a la acción federal que sólo ha conseguido una vigencia simulada del Estado de derecho). No había sido ajeno a la designación de Julián Leyzaola, el militar que asumió la dirección de la Policía en Ciudad Juárez, precedido de una reputación de gran dureza, ganada en su similar gestión en Tijuana, que lo mismo se orientó a luchar exitosamente contra las repercusiones locales del crimen organizado que contra personas inocentes a las que se habría torturado.
El embajador había visitado antes Ciudad Juárez. En aquel entonces, mediados del año pasado, no había caído de la gracia presidencial. Se desplazaba como una suerte de supervisor de las acciones federales para combatir a la delincuencia. Quizá esa circunstancia había surgido porque en febrero de 2010 el presidente Calderón pidió a la secretaria de Seguridad Interna de Estados Unidos, Janet Napolitano, ayuda de los servicios de inteligencia de El Paso para combatir al crimen organizado. Esos eran días de especial sensibilidad presidencial respecto de Ciudad Juárez, tras el asesinato de un grupo de jóvenes en Villas de Salvárcar que Calderón se había apresurado a calificar como resultado de querellas entre delincuentes.
Ya desde un año atrás la diplomacia norteamericana se ocupaba de seguir los acontecimientos en Ciudad Juárez. De nuevo a través de WikiLeaks se ha sabido que en enero de 2009 el cónsul norteamericano en aquella ciudad, Raymond McGrath, apreciaba que la lucha entre las bandas de Sinaloa y de Juárez por el control del mercado y las rutas juarenses era cómoda para el Ejército. El representante norteamericano fue más allá, al insinuar que “a las Fuerzas Armadas les gustaría ver triunfar” al cártel del Pacífico, o de Sinaloa, organización encabezada por Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”.
En otra muestra de su activismo al margen de los canales diplomáticos, el embajador Pascual envió una carta al gobernador panista en Baja California, J. Guadalupe Osuna, en donde reconoce su apoyo a la empresa gasera Sempra, que está en el centro de un conflicto entre autoridades. El Ayuntamiento —con mayoría priísta— de Ensenada, en cuya jurisdicción funciona la empresa, pretendió clausurar sus operaciones por razones de seguridad, basándose en la violación a ordenamientos municipales. Los Gobiernos Federal y del estado reaccionaron en sentido contrario, y eso motivó la comunicación de Pascual al Ejecutivo estatal.
Por todo lo anterior era comprensible que la figura y la posición de Pascual fueran mencionadas en la comparecencia de la secretaria de Relaciones Exteriores ante el pleno del Senado el jueves pasado. Toda la oposición cuestionó en general la política exterior de la actual administración. Lo hizo en especial la senadora priísta Rosario Green, compañera de la ahora canciller en un tramo de las carreras de ambas, y su jefe en los años finales del gobierno priísta. Mientras la secretaria Green se desempeñaba a la cabeza de la diplomacia mexicana entre 1998 y 2000, Patricia Espinosa era directora de organismos y mecanismos regionales para América Latina.
A partir de ese conocimiento previo, hubiera sido en extremo importante el diálogo entre las dos diplomáticas. El formato de la comparecencia lo impidió, y permitió a la actual canciller eludir buena parte de las preguntas de su predecesora, pues en 30 minutos (que naturalmente se prolongaron con la aquiescencia de la Mesa Directiva) tuvo que responder a los cuestionamientos de los voceros de las fracciones parlamentarias con presencia senatorial. Rosario Green planteó, en general la “pérdida de espacios y el deterioro de nuestras relaciones con países con los que antes sosteníamos vínculos entrañables”, y ella misma respondió que la única explicación posible es “la falta de voluntad política y el desdén del titular del Ejecutivo frente a los asuntos internacionales”. Y fue muy inquisitiva respecto de la situación del embajador Pascual.
Naturalmente, la secretaria Espinosa negó tal pérdida de la diplomacia mexicana. Adujo en su favor el éxito de la cumbre sobre el cambio climático, realizada en diciembre pasado, a la que también acudió en su peregrina explicación de la ausencia de Calderón y ella misma en la toma de posesión de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff. Ése y otros temas recibieron atención lateral en la comparecencia, donde el cogollo estaba en la relación con Estados Unidos. La oposición criticó la tibia reacción mexicana sobre la introducción ilegal de armas a México por una agencia norteamericana (la operación “Rápido y Furioso”) y sobre los vuelos de aviones no tripulados que registran desde muy alto lo que ocurre a ras del suelo mexicano. La canciller dijo que el Gobierno mexicano no sólo sabía de tales vuelos, sino que se producían a petición suya. Ponderó la utilidad de ese mecanismo de inteligencia en la lucha contra la delincuencia organizada y por lo tanto rechazó que se tratara de una violación a la soberanía nacional.
“La coyuntura actual —dijo— debemos verla en el marco de una relación amplia y sólida con Estados Unidos... No podemos negar que existen (situaciones) irritantes, que existen ahora como han existido en el pasado o que existen situaciones difíciles”. Nada dijo sobre Pascual, a pesar de insistentes preguntas. Aunque ya lo había revalidado en Bruselas, su silencio al respecto en el Senado, lo sabemos ahora, era premonitorio.
Hasta ayer, el embajador Carlos Pascual vivía una situación dual, que no parecía afectar su trabajo. Repudiado públicamente por el presidente Calderón, que le aplicaba la “ley del hielo” y había demandado su remoción, hasta el miércoles contaba con el aval de la canciller Patricia Espinosa, obligada a atemperar el enojo presidencial. En medio de esa contradicción, el diplomático se desplazaba con toda naturalidad en sus quehaceres, a pesar de que la malquerencia de Calderón se ha diseminado a las Cámaras del Congreso.
Pero finalmente el Gobierno de Washington valoró el daño que causaba la presencia de Pascual, en sentido contrario a lo pedido por el presidente mexicano y en medio de conflictos que un día sí y otro también enturbian o estorban la relación entre los dos países, y optó por remover al embajador. Se le dio la forma de una renuncia, para no afectar la imagen del diplomático. Pero es claro que si fuera en verdad su voluntad retirarse, el Departamento de Estado no habría aceptado su dimisión, por inoportuna. Además de ser útil para los intereses norteamericanos, la medida sirve también para restaurar el crédito del presidente Calderón, irritado por los juicios que acerca de él mismo, el Ejército y la política de seguridad pública expresó el diplomático, y que fueron revelados por WikiLeaks. Al hacer saber su opinión sobre Pascual, Calderón quedó en situación desairada y colocó al embajador en posición incómoda, de la que éste buscaba salir.
En Bruselas, el miércoles pasado, la secretaria Espinosa declaró a Inder Bugarin, corresponsal europeo de Reforma, que “la embajada, incluyendo al embajador Pascual, mantiene una relación fluida, funcional y permanente con todas las instancias”. Se abstuvo, sin embargo, de repetir la fórmula al día siguiente, al comparecer ante el Senado de la República.
Para no incomodar a Calderón, o quizá a pedido suyo, la Cámara Americana de Comercio los invitó a participar en su reunión anual por separado. Calderón acudió a la inauguración y Pascual a la clausura. Se adujo un motivo formal para explicar la ausencia del embajador en el primer día. Tuvo que viajar a Ciudad Juárez, al cumplirse un año del asesinato de tres personas vinculadas con el consulado norteamericano en esa frontera. Los presuntos homicidas habían sido identificados y aprehendidos en días recientes, con puntualidad pertinente para la recordación.
Pascual aprovechó su estancia en aquella ciudad para mostrar que, aún si se le hubiera cancelado todo acceso al Gobierno Federal, la actual distribución del poder le permitía tener contacto con funcionarios diferentes de los que normalmente mantienen relación con un diplomático. Visitó al alcalde Héctor Murguía, ante el cual refrendó su compromiso de apoyar a “los juarenses para que puedan tener un estado de derecho que sea real”.
Al parecer, la influencia de Pascual ante el municipio de Ciudad Juárez no se limitaba a expresiones que pueden ser tildadas de impertinentes (porque una lectura posible de sus frases es que implican una crítica a la acción federal que sólo ha conseguido una vigencia simulada del Estado de derecho). No había sido ajeno a la designación de Julián Leyzaola, el militar que asumió la dirección de la Policía en Ciudad Juárez, precedido de una reputación de gran dureza, ganada en su similar gestión en Tijuana, que lo mismo se orientó a luchar exitosamente contra las repercusiones locales del crimen organizado que contra personas inocentes a las que se habría torturado.
El embajador había visitado antes Ciudad Juárez. En aquel entonces, mediados del año pasado, no había caído de la gracia presidencial. Se desplazaba como una suerte de supervisor de las acciones federales para combatir a la delincuencia. Quizá esa circunstancia había surgido porque en febrero de 2010 el presidente Calderón pidió a la secretaria de Seguridad Interna de Estados Unidos, Janet Napolitano, ayuda de los servicios de inteligencia de El Paso para combatir al crimen organizado. Esos eran días de especial sensibilidad presidencial respecto de Ciudad Juárez, tras el asesinato de un grupo de jóvenes en Villas de Salvárcar que Calderón se había apresurado a calificar como resultado de querellas entre delincuentes.
Ya desde un año atrás la diplomacia norteamericana se ocupaba de seguir los acontecimientos en Ciudad Juárez. De nuevo a través de WikiLeaks se ha sabido que en enero de 2009 el cónsul norteamericano en aquella ciudad, Raymond McGrath, apreciaba que la lucha entre las bandas de Sinaloa y de Juárez por el control del mercado y las rutas juarenses era cómoda para el Ejército. El representante norteamericano fue más allá, al insinuar que “a las Fuerzas Armadas les gustaría ver triunfar” al cártel del Pacífico, o de Sinaloa, organización encabezada por Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”.
En otra muestra de su activismo al margen de los canales diplomáticos, el embajador Pascual envió una carta al gobernador panista en Baja California, J. Guadalupe Osuna, en donde reconoce su apoyo a la empresa gasera Sempra, que está en el centro de un conflicto entre autoridades. El Ayuntamiento —con mayoría priísta— de Ensenada, en cuya jurisdicción funciona la empresa, pretendió clausurar sus operaciones por razones de seguridad, basándose en la violación a ordenamientos municipales. Los Gobiernos Federal y del estado reaccionaron en sentido contrario, y eso motivó la comunicación de Pascual al Ejecutivo estatal.
Por todo lo anterior era comprensible que la figura y la posición de Pascual fueran mencionadas en la comparecencia de la secretaria de Relaciones Exteriores ante el pleno del Senado el jueves pasado. Toda la oposición cuestionó en general la política exterior de la actual administración. Lo hizo en especial la senadora priísta Rosario Green, compañera de la ahora canciller en un tramo de las carreras de ambas, y su jefe en los años finales del gobierno priísta. Mientras la secretaria Green se desempeñaba a la cabeza de la diplomacia mexicana entre 1998 y 2000, Patricia Espinosa era directora de organismos y mecanismos regionales para América Latina.
A partir de ese conocimiento previo, hubiera sido en extremo importante el diálogo entre las dos diplomáticas. El formato de la comparecencia lo impidió, y permitió a la actual canciller eludir buena parte de las preguntas de su predecesora, pues en 30 minutos (que naturalmente se prolongaron con la aquiescencia de la Mesa Directiva) tuvo que responder a los cuestionamientos de los voceros de las fracciones parlamentarias con presencia senatorial. Rosario Green planteó, en general la “pérdida de espacios y el deterioro de nuestras relaciones con países con los que antes sosteníamos vínculos entrañables”, y ella misma respondió que la única explicación posible es “la falta de voluntad política y el desdén del titular del Ejecutivo frente a los asuntos internacionales”. Y fue muy inquisitiva respecto de la situación del embajador Pascual.
Naturalmente, la secretaria Espinosa negó tal pérdida de la diplomacia mexicana. Adujo en su favor el éxito de la cumbre sobre el cambio climático, realizada en diciembre pasado, a la que también acudió en su peregrina explicación de la ausencia de Calderón y ella misma en la toma de posesión de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff. Ése y otros temas recibieron atención lateral en la comparecencia, donde el cogollo estaba en la relación con Estados Unidos. La oposición criticó la tibia reacción mexicana sobre la introducción ilegal de armas a México por una agencia norteamericana (la operación “Rápido y Furioso”) y sobre los vuelos de aviones no tripulados que registran desde muy alto lo que ocurre a ras del suelo mexicano. La canciller dijo que el Gobierno mexicano no sólo sabía de tales vuelos, sino que se producían a petición suya. Ponderó la utilidad de ese mecanismo de inteligencia en la lucha contra la delincuencia organizada y por lo tanto rechazó que se tratara de una violación a la soberanía nacional.
“La coyuntura actual —dijo— debemos verla en el marco de una relación amplia y sólida con Estados Unidos... No podemos negar que existen (situaciones) irritantes, que existen ahora como han existido en el pasado o que existen situaciones difíciles”. Nada dijo sobre Pascual, a pesar de insistentes preguntas. Aunque ya lo había revalidado en Bruselas, su silencio al respecto en el Senado, lo sabemos ahora, era premonitorio.
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