Fernando Méndez Ibisate / elEconomista.es
En todo momento, el remedio del Gobierno para la desaceleración y depresión ha sido la recuperación de la demanda, con cierta obsesión por el estímulo del consumo privado, dado que éste supone alrededor del 50 por ciento, aunque sin olvidar la inversión, si bien el pertinaz retroceso de ésta chocaba con las intenciones gubernativas. Las ocurrencias -que no medidas- y ayudas a sectores o grupos concretos (construcción, automóviles, banca y créditos, etc.) e incluso las rebajas fiscales (400 euros) tenían como fin animar la demanda.
La realidad de la dimensión financiera de la crisis (a pesar de la solidez y fiabilidad de nuestro sistema) terminó demostrando al Gobierno que no era posible alimentar el crédito al sector privado para mantener la demanda, de modo que el propio sector público aumentó su deuda, con el pretexto de que partía de una situación financiera aceptable: nuevas ocurrencias, ayudas y planes de gasto -incluido el E-; facilidades de endeudamiento a las AAPP; cuantiosas transferencias de fondos a ciertas autonomías y dispendios de lo más improductivos se han vendido como estímulo de la demanda por el lado del gasto público. Sólo las restricciones que impone nuestra pertenencia al euro dispararon las alarmas y obligaron a frenar una situación perversa ante la que nos colocaron unas autoridades que, como algún economista difunto, perciben una crisis sólo como falta de demanda.
En ese marco, cabe entender las palabras del secretario de Estado de Economía, José Manuel Campa, solicitando al sector privado -se refirió sobre todo a las familias- reducir la tasa de ahorro y aumentar el consumo, en clara contradicción con los mensajes que también se han emitido desde el Gobierno de más ahorro y menor consumo -referido a la energía, pero que es fuente primaria y básica de toda actividad-. Cierta perplejidad inunda al ciudadano, que no sabe bien a qué atenerse ante tanto mimo contradictorio del Gobierno para con sus decisiones.
La tasa de ahorro en España ha pasado del 8-9 por ciento de la renta bruta disponible, previamente a la crisis, al 18 por ciento en 2009. Si bien se ha moderado mucho desde entonces, hasta niveles del 14 por ciento, al tiempo que las familias veían descender su riqueza y el valor de sus activos. Tal comportamiento no sólo responde a una situación coyuntural de crisis; no sólo se trata de un ajuste automático, movido por un desplome de la confianza, expectativas, oportunidades, empleo y riqueza del sector privado, que le llevan a una mayor previsión o precaución ante sus decisiones presentes y futuras sobre consumo o inversión. Es un paso necesario para paliar una situación generada previamente de vasto endeudamiento en el sector privado (familias y empresas), sobre el que realmente se asentó nuestra explosión de demanda y crecimiento entre 2003 y 2007.
Ese espectacular tirón de la demanda y del PIB se basó en el crédito -animado, desde luego, por las decisiones de los bancos centrales-, lo que en su momento quedó reflejado por un déficit externo del 10 por ciento del PIB (desajuste que, a pesar del giro de los últimos años en nuestro crecimiento, aún se sitúa en torno a un inquietante 5 por ciento), y ahora hay que pagar aquella factura.
El sector privado se halla en plena fase de desapalancamiento, que dicen los entendidos, imprescindible para una economía que ha crecido no sobre la base de ahorros previos, sino del endeudamiento y que, para ser fiable y no caer en situación similar a la griega, hay que abonar reduciendo nuestros activos y riqueza o rebajando el gasto y ahorrando. No es que los agentes privados ahorren a costa del consumo, como interpreta una visión keynesiana rígida, sino que ahorran para pagar los excesos de gasto previamente acometidos.
Las políticas de las autoridades monetarias sobre los tipos de interés han distorsionado los planes y decisiones -presentes y futuros- de los agentes privados y ahora éstos pagan sus deudas, eso sí, no han quedado desahuciados o en paro; algo a lo que habría ayudado mucho que las AAPP hubiesen mantenido su posición previa de bajo endeudamiento y, además, hubiesen paliado los costes de dichos pagos con menos cargas tributarias, para lo que el sector público debería haber acometido una austeridad en el gasto de la que no ha hecho gala desde 2004.
Por contra, el sector público, que durante el proceso expansivo obtuvo ingentes cantidades de ingresos -que sirvieron para financiar mucho dispendio autonómico, local y político- y que no logró su cómoda posición financiera del ahorro (el gasto público creció a tasas del 9 por ciento del PIB), no sólo ha mantenido su ritmo de gasto, sino que ha añadido la sobrecarga de sustanciales deudas futuras (se espera para 2012 una deuda pública del 74 por ciento del PIB) sobre los agentes privados, forzando una situación insostenible de la economía española hasta que desde fuera le han dado un toque.
El error clave parte de suponer que el ahorro no es gasto. El gasto, sea en inversión o consumo, sólo puede partir del ahorro previo o previsto (futuro) y, en ese sentido, todo ahorro se transforma de forma inmediata en gasto, bien porque dicho gasto se adelantó en el tiempo, antes de lograr el ingreso o fondos con que realizarlo, bien porque se realizará después.Fernándo Méndez Ibisate es Profesor de Economía de la UCM.
En todo momento, el remedio del Gobierno para la desaceleración y depresión ha sido la recuperación de la demanda, con cierta obsesión por el estímulo del consumo privado, dado que éste supone alrededor del 50 por ciento, aunque sin olvidar la inversión, si bien el pertinaz retroceso de ésta chocaba con las intenciones gubernativas. Las ocurrencias -que no medidas- y ayudas a sectores o grupos concretos (construcción, automóviles, banca y créditos, etc.) e incluso las rebajas fiscales (400 euros) tenían como fin animar la demanda.
La realidad de la dimensión financiera de la crisis (a pesar de la solidez y fiabilidad de nuestro sistema) terminó demostrando al Gobierno que no era posible alimentar el crédito al sector privado para mantener la demanda, de modo que el propio sector público aumentó su deuda, con el pretexto de que partía de una situación financiera aceptable: nuevas ocurrencias, ayudas y planes de gasto -incluido el E-; facilidades de endeudamiento a las AAPP; cuantiosas transferencias de fondos a ciertas autonomías y dispendios de lo más improductivos se han vendido como estímulo de la demanda por el lado del gasto público. Sólo las restricciones que impone nuestra pertenencia al euro dispararon las alarmas y obligaron a frenar una situación perversa ante la que nos colocaron unas autoridades que, como algún economista difunto, perciben una crisis sólo como falta de demanda.
En ese marco, cabe entender las palabras del secretario de Estado de Economía, José Manuel Campa, solicitando al sector privado -se refirió sobre todo a las familias- reducir la tasa de ahorro y aumentar el consumo, en clara contradicción con los mensajes que también se han emitido desde el Gobierno de más ahorro y menor consumo -referido a la energía, pero que es fuente primaria y básica de toda actividad-. Cierta perplejidad inunda al ciudadano, que no sabe bien a qué atenerse ante tanto mimo contradictorio del Gobierno para con sus decisiones.
La tasa de ahorro en España ha pasado del 8-9 por ciento de la renta bruta disponible, previamente a la crisis, al 18 por ciento en 2009. Si bien se ha moderado mucho desde entonces, hasta niveles del 14 por ciento, al tiempo que las familias veían descender su riqueza y el valor de sus activos. Tal comportamiento no sólo responde a una situación coyuntural de crisis; no sólo se trata de un ajuste automático, movido por un desplome de la confianza, expectativas, oportunidades, empleo y riqueza del sector privado, que le llevan a una mayor previsión o precaución ante sus decisiones presentes y futuras sobre consumo o inversión. Es un paso necesario para paliar una situación generada previamente de vasto endeudamiento en el sector privado (familias y empresas), sobre el que realmente se asentó nuestra explosión de demanda y crecimiento entre 2003 y 2007.
Ese espectacular tirón de la demanda y del PIB se basó en el crédito -animado, desde luego, por las decisiones de los bancos centrales-, lo que en su momento quedó reflejado por un déficit externo del 10 por ciento del PIB (desajuste que, a pesar del giro de los últimos años en nuestro crecimiento, aún se sitúa en torno a un inquietante 5 por ciento), y ahora hay que pagar aquella factura.
El sector privado se halla en plena fase de desapalancamiento, que dicen los entendidos, imprescindible para una economía que ha crecido no sobre la base de ahorros previos, sino del endeudamiento y que, para ser fiable y no caer en situación similar a la griega, hay que abonar reduciendo nuestros activos y riqueza o rebajando el gasto y ahorrando. No es que los agentes privados ahorren a costa del consumo, como interpreta una visión keynesiana rígida, sino que ahorran para pagar los excesos de gasto previamente acometidos.
Las políticas de las autoridades monetarias sobre los tipos de interés han distorsionado los planes y decisiones -presentes y futuros- de los agentes privados y ahora éstos pagan sus deudas, eso sí, no han quedado desahuciados o en paro; algo a lo que habría ayudado mucho que las AAPP hubiesen mantenido su posición previa de bajo endeudamiento y, además, hubiesen paliado los costes de dichos pagos con menos cargas tributarias, para lo que el sector público debería haber acometido una austeridad en el gasto de la que no ha hecho gala desde 2004.
Por contra, el sector público, que durante el proceso expansivo obtuvo ingentes cantidades de ingresos -que sirvieron para financiar mucho dispendio autonómico, local y político- y que no logró su cómoda posición financiera del ahorro (el gasto público creció a tasas del 9 por ciento del PIB), no sólo ha mantenido su ritmo de gasto, sino que ha añadido la sobrecarga de sustanciales deudas futuras (se espera para 2012 una deuda pública del 74 por ciento del PIB) sobre los agentes privados, forzando una situación insostenible de la economía española hasta que desde fuera le han dado un toque.
El error clave parte de suponer que el ahorro no es gasto. El gasto, sea en inversión o consumo, sólo puede partir del ahorro previo o previsto (futuro) y, en ese sentido, todo ahorro se transforma de forma inmediata en gasto, bien porque dicho gasto se adelantó en el tiempo, antes de lograr el ingreso o fondos con que realizarlo, bien porque se realizará después.Fernándo Méndez Ibisate es Profesor de Economía de la UCM.
No hay comentarios:
Publicar un comentario