Alejandro Nadal / la Jornada
El debate sobre la salida de la crisis en Europa y en Estados Unidos está dominado por el tema del déficit fiscal. En ambos lados del Atlántico se impone la noción, como verdad económica incontrovertible, de que es indispensable imponer un régimen de austeridad fiscal. Como si el gasto desbocado e irresponsable de los gobiernos hubiera sido la causa de la crisis.
Lo trágico en la coyuntura actual es que la crisis no ha engendrado una discusión seria sobre las verdaderas reformas estructurales que se requieren introducir en el capitalismo contemporáneo. Me refiero a la reforma de la política fiscal para mantener un nivel de actividad consistente con el pleno empleo y con la sustentabilidad ambiental.
Aunque la austeridad fiscal tiene sesgo procíclico y agravará la recesión, se insiste en imponerla porque se parte de un supuesto extremo: la actividad del gobierno es un dispendio que no contribuye a la productividad de una economía. Desde esa perspectiva hasta parece lógico inscribir una cláusula sobre "déficit cero" a nivel constitucional. ¿Es la austeridad fiscal una buena idea?
La teoría macroeconómica convencional considera que las fuerzas de mercado alcanzan automáticamente equilibrios con una asignación eficiente de los recursos y, por esa razón, la actividad del sector público debería reducirse al mínimo. Pero la crisis que aplasta a las economías capitalistas desde 2008 explotó en el sector privado y demuestra que los mercados son incapaces de corregir sus desequilibrios. Así que algún tipo de intervención desde el sector público es necesaria para evitar el colapso.
En realidad, la intervención del sector público es crucial para mantener la inversión privada en niveles adecuados y de ese modo sostener la generación de empleo. Esto va en contra de una creencia equivocada y muy enraizada en la opinión general según la cual el Estado es enemigo del capitalismo. Vale la pena explicar cómo funciona este mecanismo desde el punto de vista del gasto público.
La mejor referencia está en la obra de John Maynard Keynes. En el capítulo 11 de su obra maestra, la Teoría general sobre la ocupación, el interés y el dinero (publicada en 1936), Keynes explica que la inversión privada depende de la "eficiencia marginal del capital", determinada a partir de una comparación entre los ingresos esperados de un proyecto de inversión y el costo real de dicha inversión. En otras palabras, la eficiencia marginal del capital (EMC) resulta de cotejar la recompensa esperada con los pagos y cargas que se tienen que cubrir hoy para realizar un proyecto de inversión.
Keynes subraya que la EMC está definida en función de las expectativas sobre rendimientos esperados en el futuro y su comparación con el costo de la inversión en el presente. Los rendimientos futuros dependen de la demanda de los consumidores, el costo futuro de los insumos, el comportamiento de la competencia y de muchos otros factores que marcarán y condicionarán la atmósfera económica durante la vida útil de la inversión fija. Frente a este cuadro, las expectativas pueden ser más o menos optimistas, dependiendo de las noticias del día de hoy.
Las expectativas a las que hace alusión Keynes no corresponden a las esperanzas que puede tener un apostador empedernido a las carreras de caballos. Como las carreras de caballos se repiten todas las semanas, existe suficiente información para calcular las probabilidades de que tal o cual caballo gane una carrera. Pero en la historia humana rara vez existen los datos para poder calcular la distribución de probabilidades de los acontecimientos del futuro.
Lo que domina no es el riesgo que puede evaluarse por medio del cálculo actuarial de probabilidades, sino la incertidumbre frente a la cual sólo se pueden abrigar expectativas optimistas o pesimistas. Por eso es evidente que para promover y dar aliento a la inversión privada se requiere disminuir la incertidumbre. Y eso es precisamente una de las tareas centrales de la política fiscal.
En efecto, el gasto público aumenta la eficiencia marginal del capital al realizar inversiones en infraestructura que durará muchas décadas, en investigación científica y tecnológica, en salud y en la educación pública y, por supuesto, en la conservación del medio ambiente. Estas son las inversiones que construyen escenarios más estables hacia el futuro, reduciendo costos privados y mejorando la rentabilidad del capital privado.
Es decir, la política fiscal no sólo puede ser valiosa para contrarrestar los efectos de una crisis, realizando inversiones de corto plazo cuando hay un desplome y manteniendo un excedente en tiempos de bonanza. También en tiempos normales es la clave para reducir la incertidumbre y aumentar la eficiencia marginal del capital, la inversión y el crecimiento. Eso mantiene la recaudación en niveles adecuados y permite un déficit reducido y sustentable. Pero estará fuera de alcance mientras predomine el dogma del déficit cero y los presupuestos austeros.
El debate sobre la salida de la crisis en Europa y en Estados Unidos está dominado por el tema del déficit fiscal. En ambos lados del Atlántico se impone la noción, como verdad económica incontrovertible, de que es indispensable imponer un régimen de austeridad fiscal. Como si el gasto desbocado e irresponsable de los gobiernos hubiera sido la causa de la crisis.
Lo trágico en la coyuntura actual es que la crisis no ha engendrado una discusión seria sobre las verdaderas reformas estructurales que se requieren introducir en el capitalismo contemporáneo. Me refiero a la reforma de la política fiscal para mantener un nivel de actividad consistente con el pleno empleo y con la sustentabilidad ambiental.
Aunque la austeridad fiscal tiene sesgo procíclico y agravará la recesión, se insiste en imponerla porque se parte de un supuesto extremo: la actividad del gobierno es un dispendio que no contribuye a la productividad de una economía. Desde esa perspectiva hasta parece lógico inscribir una cláusula sobre "déficit cero" a nivel constitucional. ¿Es la austeridad fiscal una buena idea?
La teoría macroeconómica convencional considera que las fuerzas de mercado alcanzan automáticamente equilibrios con una asignación eficiente de los recursos y, por esa razón, la actividad del sector público debería reducirse al mínimo. Pero la crisis que aplasta a las economías capitalistas desde 2008 explotó en el sector privado y demuestra que los mercados son incapaces de corregir sus desequilibrios. Así que algún tipo de intervención desde el sector público es necesaria para evitar el colapso.
En realidad, la intervención del sector público es crucial para mantener la inversión privada en niveles adecuados y de ese modo sostener la generación de empleo. Esto va en contra de una creencia equivocada y muy enraizada en la opinión general según la cual el Estado es enemigo del capitalismo. Vale la pena explicar cómo funciona este mecanismo desde el punto de vista del gasto público.
La mejor referencia está en la obra de John Maynard Keynes. En el capítulo 11 de su obra maestra, la Teoría general sobre la ocupación, el interés y el dinero (publicada en 1936), Keynes explica que la inversión privada depende de la "eficiencia marginal del capital", determinada a partir de una comparación entre los ingresos esperados de un proyecto de inversión y el costo real de dicha inversión. En otras palabras, la eficiencia marginal del capital (EMC) resulta de cotejar la recompensa esperada con los pagos y cargas que se tienen que cubrir hoy para realizar un proyecto de inversión.
Keynes subraya que la EMC está definida en función de las expectativas sobre rendimientos esperados en el futuro y su comparación con el costo de la inversión en el presente. Los rendimientos futuros dependen de la demanda de los consumidores, el costo futuro de los insumos, el comportamiento de la competencia y de muchos otros factores que marcarán y condicionarán la atmósfera económica durante la vida útil de la inversión fija. Frente a este cuadro, las expectativas pueden ser más o menos optimistas, dependiendo de las noticias del día de hoy.
Las expectativas a las que hace alusión Keynes no corresponden a las esperanzas que puede tener un apostador empedernido a las carreras de caballos. Como las carreras de caballos se repiten todas las semanas, existe suficiente información para calcular las probabilidades de que tal o cual caballo gane una carrera. Pero en la historia humana rara vez existen los datos para poder calcular la distribución de probabilidades de los acontecimientos del futuro.
Lo que domina no es el riesgo que puede evaluarse por medio del cálculo actuarial de probabilidades, sino la incertidumbre frente a la cual sólo se pueden abrigar expectativas optimistas o pesimistas. Por eso es evidente que para promover y dar aliento a la inversión privada se requiere disminuir la incertidumbre. Y eso es precisamente una de las tareas centrales de la política fiscal.
En efecto, el gasto público aumenta la eficiencia marginal del capital al realizar inversiones en infraestructura que durará muchas décadas, en investigación científica y tecnológica, en salud y en la educación pública y, por supuesto, en la conservación del medio ambiente. Estas son las inversiones que construyen escenarios más estables hacia el futuro, reduciendo costos privados y mejorando la rentabilidad del capital privado.
Es decir, la política fiscal no sólo puede ser valiosa para contrarrestar los efectos de una crisis, realizando inversiones de corto plazo cuando hay un desplome y manteniendo un excedente en tiempos de bonanza. También en tiempos normales es la clave para reducir la incertidumbre y aumentar la eficiencia marginal del capital, la inversión y el crecimiento. Eso mantiene la recaudación en niveles adecuados y permite un déficit reducido y sustentable. Pero estará fuera de alcance mientras predomine el dogma del déficit cero y los presupuestos austeros.
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