LUIS RUBIO / REFORMA
Óscar Wilde alguna vez afirmó que "perder a un padre puede ser considerado como una desgracia, pero perder a ambos comienza a parecer descuido". Valdría preguntarse qué es lo que el famoso escritor irlandés habría dicho de los niveles de inversión que caracterizan a la economía mexicana.
Si algo une a todos los mexicanos, más allá de partidos y creencias, es la urgencia de lograr elevadas y sostenidas tasas de crecimiento. A su vez, todos los economistas coinciden en que la inversión es clave para el crecimiento, si bien no su única fuente. Algo debe estar muy mal para que no se haya atendido debidamente el problema. O, como hubiera dicho Wilde, para tanto descuido.
Pero no ha sido por falta de esfuerzo. En realidad, desde finales de los sesenta -cuando luego de casi cuatro décadas de crecimiento sostenido la economía comenzó a desacelerarse-, todos los sexenios han intentado elevar la tasa de crecimiento. Unos lo hicieron por la vía del endeudamiento y un gasto público exacerbado, otros por la apertura de la economía y otros más a través de reformas políticas orientadas a consolidar fuentes de confianza para los empresarios e inversionistas. Muchos de esos intentos y esfuerzos son por demás loables y algunos de ellos se han convertido en fuentes sólidas y confiables de crecimiento, como ilustra el sector exportador que hace dos décadas simplemente no existía. Pero, a pesar de estos éxitos, es evidente que el problema del crecimiento no ha sido resuelto.
No sería novedoso afirmar que persiste un mundo de obstáculos a la inversión, impedimentos que seguramente explican una parte, quizá importante, de los bajos niveles de inversión privada. Algunos de estos tienen que ver con la historia, los derechos de propiedad, actos arbitrarios de gobierno, falta de liderazgo y, sobre todo, una incontenible propensión a cambiar las reglas cada vez que algún funcionario tiene una ocurrencia.
Todo esto nos revela una aguda debilidad institucional que yace en el corazón de los ciclos sexenales desde antaño: cuando un presidente (y, ahora, los gobernadores) logra ganarse la confianza de la población, su periodo de gobierno suele arrojar mejores resultados económicos. Esa historia está bien documentada pero la capacidad explicativa del tema de credibilidad tiene límites sobre todo porque con el TLC norteamericano disminuyó su relevancia.
El objetivo medular del TLC fue el de consolidar la credibilidad de las reglas en materia de inversión. Es decir, el gobierno que lo promovió entendió que la inversión privada no fluía precisamente por el problema de confianza que genera la debilidad institucional que le permite a cualquier funcionario inventar el hilo negro cuando se levanta del lado equivocado de la cama. Con las reglas claras y permanentes que son inherentes al TLC, así como con mecanismos de resolución de disputas creíbles, la inversión fluiría sin parar y el crecimiento sería sostenido. Al menos esa era la teoría.
La práctica ha sido doble: por un lado, la inversión ha fluido sin cesar y eso es lo que explica, en buena medida, la fortaleza del sector exportador. Por otro lado, la inversión vinculada a las exportaciones beneficia muy poco al mercado interno y, por lo tanto, su impacto económico es mucho menor al que podría ser. Es decir, el TLC resolvió el problema de la economía respecto al exterior pero no modificó la realidad de la economía interna. Ahí sobreviven formas de producir y distribuir bienes y servicios que nada tienen que ver con lo que ocurre en el resto del mundo. Ahí la economía mexicana sigue siendo cerrada, los productos y servicios tienden a ser de baja calidad y alto precio y los empresarios siguen sin adaptarse a la competencia mundial.
Este no es el momento para entrar en las causas de esa dicotomía, pero el hecho tangible es que tenemos dos economías muy diferentes. La principal consecuencia de este hecho es que no existe una vinculación entre la economía hiper competitiva del sector exportador y la economía del mercado interno. En contraste con otros países, el efecto multiplicador de las exportaciones sobre el crecimiento de la economía interna es mucho menor en México que en EU o Brasil: mientras que cada dólar exportado agrega 1.3 dólares de crecimiento en México, la cifra es de 2.3 en Brasil y 3.3 en EU. La pregunta es por qué.
Cuando uno escucha a innumerables líderes empresariales hablar de las cadenas productivas es evidente que están hablando, al menos en concepto, de esta circunstancia: la necesidad de vincular a la economía interna con la exportadora. Sin embargo, luego de casi tres décadas de apertura a las importaciones, es inevitable concluir que esas cadenas de las que hablan los próceres del sector privado ya no existen y no son las que hoy se requieren. Sin duda, la apertura rompió cadenas existentes porque permitió que nuevos proveedores entraran al sistema. Esos nuevos proveedores hicieron posible que muchas empresas se hicieran competitivas y pudieran competir con las importaciones y exportar. Los proveedores nacionales que no se adecuaron perdieron porque no fueron capaces de competir o porque no tuvieron la capacidad o deseo de intentarlo.
Desde esta perspectiva, parece evidente que ha habido un enfoque errado en la política económica a lo largo de todo este tiempo: se espera que el sector privado mexicano haga lo que no puede hacer ni ha hecho en décadas. La teoría de que los industriales se convertirían en proveedores de los exportadores como ocurrió en Corea simplemente no ocurrió en México, por la causa que sea. Podemos seguir lamentándonos de lo que no ocurre o reconocer la naturaleza del problema.
Pero el concepto sigue siendo válido: a México le urge una industria de proveedores. Esa "nueva" industria tiene que desarrollarse y promoverse bajo las reglas que hoy existen: es decir, sin protección pero con el objetivo expreso de elevar el contenido nacional a fin de generar más crecimiento y más empleos. Mientras más bienes se produzcan en México mayor será nuestra capacidad de diversificar las exportaciones porque estaremos en posibilidad de satisfacer las reglas de origen con Europa y Asia que, en la actualidad, no cumplimos.
La implicación evidente de esto es que los industriales del futuro no serán, en términos generales, los mismos del pasado: serán quienes inviertan para ser hiper competitivos y poder engarzarse con los grandes exportadores. Muchos de ellos serán nacionales, muchos extranjeros. El punto es producir en México para enriquecer a México.
La inversión es indispensable para crecer. Lo que falta es el énfasis adecuado en la política económica para lograrlo.
Óscar Wilde alguna vez afirmó que "perder a un padre puede ser considerado como una desgracia, pero perder a ambos comienza a parecer descuido". Valdría preguntarse qué es lo que el famoso escritor irlandés habría dicho de los niveles de inversión que caracterizan a la economía mexicana.
Si algo une a todos los mexicanos, más allá de partidos y creencias, es la urgencia de lograr elevadas y sostenidas tasas de crecimiento. A su vez, todos los economistas coinciden en que la inversión es clave para el crecimiento, si bien no su única fuente. Algo debe estar muy mal para que no se haya atendido debidamente el problema. O, como hubiera dicho Wilde, para tanto descuido.
Pero no ha sido por falta de esfuerzo. En realidad, desde finales de los sesenta -cuando luego de casi cuatro décadas de crecimiento sostenido la economía comenzó a desacelerarse-, todos los sexenios han intentado elevar la tasa de crecimiento. Unos lo hicieron por la vía del endeudamiento y un gasto público exacerbado, otros por la apertura de la economía y otros más a través de reformas políticas orientadas a consolidar fuentes de confianza para los empresarios e inversionistas. Muchos de esos intentos y esfuerzos son por demás loables y algunos de ellos se han convertido en fuentes sólidas y confiables de crecimiento, como ilustra el sector exportador que hace dos décadas simplemente no existía. Pero, a pesar de estos éxitos, es evidente que el problema del crecimiento no ha sido resuelto.
No sería novedoso afirmar que persiste un mundo de obstáculos a la inversión, impedimentos que seguramente explican una parte, quizá importante, de los bajos niveles de inversión privada. Algunos de estos tienen que ver con la historia, los derechos de propiedad, actos arbitrarios de gobierno, falta de liderazgo y, sobre todo, una incontenible propensión a cambiar las reglas cada vez que algún funcionario tiene una ocurrencia.
Todo esto nos revela una aguda debilidad institucional que yace en el corazón de los ciclos sexenales desde antaño: cuando un presidente (y, ahora, los gobernadores) logra ganarse la confianza de la población, su periodo de gobierno suele arrojar mejores resultados económicos. Esa historia está bien documentada pero la capacidad explicativa del tema de credibilidad tiene límites sobre todo porque con el TLC norteamericano disminuyó su relevancia.
El objetivo medular del TLC fue el de consolidar la credibilidad de las reglas en materia de inversión. Es decir, el gobierno que lo promovió entendió que la inversión privada no fluía precisamente por el problema de confianza que genera la debilidad institucional que le permite a cualquier funcionario inventar el hilo negro cuando se levanta del lado equivocado de la cama. Con las reglas claras y permanentes que son inherentes al TLC, así como con mecanismos de resolución de disputas creíbles, la inversión fluiría sin parar y el crecimiento sería sostenido. Al menos esa era la teoría.
La práctica ha sido doble: por un lado, la inversión ha fluido sin cesar y eso es lo que explica, en buena medida, la fortaleza del sector exportador. Por otro lado, la inversión vinculada a las exportaciones beneficia muy poco al mercado interno y, por lo tanto, su impacto económico es mucho menor al que podría ser. Es decir, el TLC resolvió el problema de la economía respecto al exterior pero no modificó la realidad de la economía interna. Ahí sobreviven formas de producir y distribuir bienes y servicios que nada tienen que ver con lo que ocurre en el resto del mundo. Ahí la economía mexicana sigue siendo cerrada, los productos y servicios tienden a ser de baja calidad y alto precio y los empresarios siguen sin adaptarse a la competencia mundial.
Este no es el momento para entrar en las causas de esa dicotomía, pero el hecho tangible es que tenemos dos economías muy diferentes. La principal consecuencia de este hecho es que no existe una vinculación entre la economía hiper competitiva del sector exportador y la economía del mercado interno. En contraste con otros países, el efecto multiplicador de las exportaciones sobre el crecimiento de la economía interna es mucho menor en México que en EU o Brasil: mientras que cada dólar exportado agrega 1.3 dólares de crecimiento en México, la cifra es de 2.3 en Brasil y 3.3 en EU. La pregunta es por qué.
Cuando uno escucha a innumerables líderes empresariales hablar de las cadenas productivas es evidente que están hablando, al menos en concepto, de esta circunstancia: la necesidad de vincular a la economía interna con la exportadora. Sin embargo, luego de casi tres décadas de apertura a las importaciones, es inevitable concluir que esas cadenas de las que hablan los próceres del sector privado ya no existen y no son las que hoy se requieren. Sin duda, la apertura rompió cadenas existentes porque permitió que nuevos proveedores entraran al sistema. Esos nuevos proveedores hicieron posible que muchas empresas se hicieran competitivas y pudieran competir con las importaciones y exportar. Los proveedores nacionales que no se adecuaron perdieron porque no fueron capaces de competir o porque no tuvieron la capacidad o deseo de intentarlo.
Desde esta perspectiva, parece evidente que ha habido un enfoque errado en la política económica a lo largo de todo este tiempo: se espera que el sector privado mexicano haga lo que no puede hacer ni ha hecho en décadas. La teoría de que los industriales se convertirían en proveedores de los exportadores como ocurrió en Corea simplemente no ocurrió en México, por la causa que sea. Podemos seguir lamentándonos de lo que no ocurre o reconocer la naturaleza del problema.
Pero el concepto sigue siendo válido: a México le urge una industria de proveedores. Esa "nueva" industria tiene que desarrollarse y promoverse bajo las reglas que hoy existen: es decir, sin protección pero con el objetivo expreso de elevar el contenido nacional a fin de generar más crecimiento y más empleos. Mientras más bienes se produzcan en México mayor será nuestra capacidad de diversificar las exportaciones porque estaremos en posibilidad de satisfacer las reglas de origen con Europa y Asia que, en la actualidad, no cumplimos.
La implicación evidente de esto es que los industriales del futuro no serán, en términos generales, los mismos del pasado: serán quienes inviertan para ser hiper competitivos y poder engarzarse con los grandes exportadores. Muchos de ellos serán nacionales, muchos extranjeros. El punto es producir en México para enriquecer a México.
La inversión es indispensable para crecer. Lo que falta es el énfasis adecuado en la política económica para lograrlo.
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