Francisco Valdés Ugalde / El Universal
Las crisis financieras de los últimos años han revelado la magnitud de otra crisis: la del Estado.
Los intentos por conseguir la recuperación después de esas tormentas ec onómicas han develado la inmensa erosión de los Estados para ser espacios de deliberación pública democrática con consecuencias positivas de bienestar. La conclusión es inevitable: es insostenible hacer coexistir, al mismo tiempo, modelos ortodoxos de mercado y democracias políticas con verdadera deliberación pública.
Sostener las dos decisiones públicas simultáneamente va en detrimento de alguno de los dos modelos, el económico o el político. La ortodoxia de mercado con abstención absoluta de intervención estatal en la economía carece de razonabilidad, y solamente adquiere racionalidad en libros de texto que aíslan variables que en condiciones reales actúan bajo restricciones y circunstancias extraeconómicas.
No existen mercados de libre intercambio y competencia perfecta bajo prácticamente ninguna circunstancia empírica.
La creación de riqueza puede comprenderse como resultado del mérito emprendedor, pero su acumulación ilimitada es resultado de factores que escapan a la racionalidad del mercado e implican la acción de los agentes en otras esferas que no son las económicas. Tomemos el caso de la crisis inmobiliaria.
El crecimiento de las deudas en el mercado subprime fue resultado de la creación de un mercado que debe ser entendido como fraude organizado en gran escala, es decir, crimen organizado en la esfera económica.
La reventa de deuda hipotecaria mediante un sinnúmero de operaciones que hicieron crecer los intereses hasta hacerlos impagables por parte de los tenedores originales de la deuda derivó en una crisis económica que tuvimos que pagar todos los factores económicos menos aquellos que, habiéndose beneficiado de estas operaciones piramidales en la banca, consiguieron apoyarse en su influencia política para salirse con la suya sin castigo o con castigos ínfimos, transfiriendo las pérdidas al “mercado”. La repetición del problema bajo diferentes condiciones en la eurozona, que amenaza nuevamente al mundo con pagar las consecuencias de la crisis de eurodeuda, se origina en circunstancias semejantes: el predominio de un puñado de oferentes de dinero que ante la discapacitación fiscal de los Estados facilitaron el gasto sobre ingresos futuros que sería imposible obtener salvo… ¡como deuda pública! El salvamento de los bancos en EU y el ajuste fiscal de la eurozona ha corrido a cuenta del dinero público por vía de gobiernos atrapados entre las presiones de arriba y abajo por la distribución de las pérdidas. Simultáneamente, en ambas regiones del mundo, la decisión pública de convivir en sistemas políticos democráticos es irrenunciable.
Pero la democracia se caracteriza no solamente por la elección de gobernantes y los sistemas de control sobre el ejercicio del poder, sino por la afirmación de derechos y la ampliación de los mismos para todos los individuos.
Entre los derechos que se discuten en el horizonte de frontera de la democracia están los medios que cada individuo debería tener a su disposición para desarrollar sus capacidades y responsabilidades de manera convergente con el bienestar individual y social.
La escala del problema requiere soluciones de políticas públicas realistas respecto al objetivo a conseguir. Los conflictos predominantes en el seno de las democracias maduras y en maduración (las latinoamericanas incluidas), giran en torno a la ineficacia de las instituciones para cumplir y hacer cumplir esos derechos, y a la ausencia de alternativas sociales para encontrar medios de resolver su efectiva implantación. La democracia es un sistema político en el que la deliberación y la negociación del conflicto son permanentes.
Toda ampliación de derechos al hacerse efectiva implica redistribución de la renta nacional e internacional.
Esa redistribución puede ser directa entre agentes o mediada por las instituciones.
Cuando se trata de derechos generales la mediación institucional es inevitable.
Salud, educación, subsidios a la vejez o a la niñez, a los pobres extremos, igualdad social, seguridad, defensa y un largo etcétera implican mediación institucional y política pública. Son problemas cuya escala requiere soluciones de escala equivalente.
El rezago crónico de su atención solamente se explica por la escasez de recursos para atenderlos.
Y es ahí donde volvemos al punto.
Si no hay un Estado fiscal robusto tampoco hay un Estado social competente; si no hay una política activa de redistribución de la renta tampoco hay capacidad de previsión social.
Hasta ahora no se ha encontrado la fórmula, si es que existe, de ocupar el hueco de problemas sociales que ha quedado entre el Estado y el mercado con auténticas soluciones, únicamente con parches.
Por esto es ineludible reconocer que sin fiscalidad consistente no hay Estado capaz de promover la igualdad. México recauda 12% de su PIB, Francia 42%, Alemania 37%.
La mayor o menor desigualdad social se explica en gran medida por eso.
Son economías diferentes, pero asimismo, democracias cualitativamente distintas
Las crisis financieras de los últimos años han revelado la magnitud de otra crisis: la del Estado.
Los intentos por conseguir la recuperación después de esas tormentas ec onómicas han develado la inmensa erosión de los Estados para ser espacios de deliberación pública democrática con consecuencias positivas de bienestar. La conclusión es inevitable: es insostenible hacer coexistir, al mismo tiempo, modelos ortodoxos de mercado y democracias políticas con verdadera deliberación pública.
Sostener las dos decisiones públicas simultáneamente va en detrimento de alguno de los dos modelos, el económico o el político. La ortodoxia de mercado con abstención absoluta de intervención estatal en la economía carece de razonabilidad, y solamente adquiere racionalidad en libros de texto que aíslan variables que en condiciones reales actúan bajo restricciones y circunstancias extraeconómicas.
No existen mercados de libre intercambio y competencia perfecta bajo prácticamente ninguna circunstancia empírica.
La creación de riqueza puede comprenderse como resultado del mérito emprendedor, pero su acumulación ilimitada es resultado de factores que escapan a la racionalidad del mercado e implican la acción de los agentes en otras esferas que no son las económicas. Tomemos el caso de la crisis inmobiliaria.
El crecimiento de las deudas en el mercado subprime fue resultado de la creación de un mercado que debe ser entendido como fraude organizado en gran escala, es decir, crimen organizado en la esfera económica.
La reventa de deuda hipotecaria mediante un sinnúmero de operaciones que hicieron crecer los intereses hasta hacerlos impagables por parte de los tenedores originales de la deuda derivó en una crisis económica que tuvimos que pagar todos los factores económicos menos aquellos que, habiéndose beneficiado de estas operaciones piramidales en la banca, consiguieron apoyarse en su influencia política para salirse con la suya sin castigo o con castigos ínfimos, transfiriendo las pérdidas al “mercado”. La repetición del problema bajo diferentes condiciones en la eurozona, que amenaza nuevamente al mundo con pagar las consecuencias de la crisis de eurodeuda, se origina en circunstancias semejantes: el predominio de un puñado de oferentes de dinero que ante la discapacitación fiscal de los Estados facilitaron el gasto sobre ingresos futuros que sería imposible obtener salvo… ¡como deuda pública! El salvamento de los bancos en EU y el ajuste fiscal de la eurozona ha corrido a cuenta del dinero público por vía de gobiernos atrapados entre las presiones de arriba y abajo por la distribución de las pérdidas. Simultáneamente, en ambas regiones del mundo, la decisión pública de convivir en sistemas políticos democráticos es irrenunciable.
Pero la democracia se caracteriza no solamente por la elección de gobernantes y los sistemas de control sobre el ejercicio del poder, sino por la afirmación de derechos y la ampliación de los mismos para todos los individuos.
Entre los derechos que se discuten en el horizonte de frontera de la democracia están los medios que cada individuo debería tener a su disposición para desarrollar sus capacidades y responsabilidades de manera convergente con el bienestar individual y social.
La escala del problema requiere soluciones de políticas públicas realistas respecto al objetivo a conseguir. Los conflictos predominantes en el seno de las democracias maduras y en maduración (las latinoamericanas incluidas), giran en torno a la ineficacia de las instituciones para cumplir y hacer cumplir esos derechos, y a la ausencia de alternativas sociales para encontrar medios de resolver su efectiva implantación. La democracia es un sistema político en el que la deliberación y la negociación del conflicto son permanentes.
Toda ampliación de derechos al hacerse efectiva implica redistribución de la renta nacional e internacional.
Esa redistribución puede ser directa entre agentes o mediada por las instituciones.
Cuando se trata de derechos generales la mediación institucional es inevitable.
Salud, educación, subsidios a la vejez o a la niñez, a los pobres extremos, igualdad social, seguridad, defensa y un largo etcétera implican mediación institucional y política pública. Son problemas cuya escala requiere soluciones de escala equivalente.
El rezago crónico de su atención solamente se explica por la escasez de recursos para atenderlos.
Y es ahí donde volvemos al punto.
Si no hay un Estado fiscal robusto tampoco hay un Estado social competente; si no hay una política activa de redistribución de la renta tampoco hay capacidad de previsión social.
Hasta ahora no se ha encontrado la fórmula, si es que existe, de ocupar el hueco de problemas sociales que ha quedado entre el Estado y el mercado con auténticas soluciones, únicamente con parches.
Por esto es ineludible reconocer que sin fiscalidad consistente no hay Estado capaz de promover la igualdad. México recauda 12% de su PIB, Francia 42%, Alemania 37%.
La mayor o menor desigualdad social se explica en gran medida por eso.
Son economías diferentes, pero asimismo, democracias cualitativamente distintas
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