sábado, 28 de enero de 2012

CONTRASTES INTERNACIONALES

David Ibarra / El Universal
En los últimos 20 años, las disparidades en la dinámica de los países muestran vuelcos que comienzan a modificar la fisonomía económica del planeta. En efecto, de mantenerse las tasas de expansión actuales, China alcanzaría las dimensiones económicas de Estados Unidos en menos de 30 años y la India en menos de 50.
China ya es la segunda potencia mundial exportadora de bienes y servicios, ocupa el primer lugar en producción agrícola y energía, el segundo en la oferta industrial, aparte de acumular divisas internacionales en cantidad superior a la de la totalidad de las naciones del primer mundo.
Entre las dos décadas que van de 1990 a 2010, la tasa media de crecimiento del mundo perdió apenas tres décimas, a pesar de la crisis de 2008, pero ello refleja comportamientos muy diferentes entre los países industrializados y en desarrollo. En el caso de los primeros, la expansión del producto entre esas décadas se redujo más de 50% (de 3.4% anual a 1.6%), mientras en los segundos subió más de 30% (de 4.8% anual a 6.3%). Las regiones más afectadas por la pérdida del dinamismo económico son EU y Europa (con reducción del ritmo de expansión cercano a 40%. En contraste, en las economías de China y la India se da la evolución contraria, subiendo sus tasas de crecimiento de 7.9% a 10.3% en el primer caso y de 5.7% a 7.5% en el segundo.
La evolución del primer mundo obedece a la contracción del crecimiento de la demanda interna de consumo (40%) y al estancamiento de la inversión (que de crecer a 5.3% por año en la primera década, casi no lo hace en la segunda). Por último, el gasto público de consumo mantiene su ritmo anterior de expansión (2.1% anual) debido centralmente a la instrumentación de políticas fiscales contracíclicas de combate a la crisis que han elevado el endeudamiento público de buena parte de las economías. Aquí conviene recordar que el modelo de crecimiento en buena parte de los países avanzados, dejó de depender un tanto de la inversión para descansar en el dinamismo del consumo, apuntalado en el endeudamiento externo e interno de familias y gobierno. En tal sentido, la inversión del primer mundo representa una quinta parte de su producto (en Estados Unidos, 18.5%), mientras en las economías en desarrollo asciende a casi 29% y, en China, a más de 36%.
De la misma manera, el ahorro de los países industrializados (19.5% del producto entre 2001 y 2010) es inferior a su ya menguada inversión 20.3% debiendo tomar prestado. El fenómeno es particularmente intenso en Estados Unidos donde el ahorro nacional cae 4.2 puntos porcentuales del producto entre la década de los 90 y la primera del presente siglo, pese a los esfuerzos recientes de familias y empresas para reducir su endeudamiento. El ahorro aumenta en Alemania, pero es inferior a la inversión en casi todo el resto de los países de Europa. En contraste, Japón y algunos países asiáticos (Corea, Taiwán, Hong Kong, recientemente incorporados al primer mundo) conservan ahorros superiores a las necesidades internas de formación de capital.
Con todo, las fuentes principales del financiamiento al desarrollo mundial dejan de generarse en el primer mundo para surgir de los países exportadores con excedentes en sus balanzas de pagos, donde los ahorros rebasan la inversión interna. Ahí se sitúan las naciones petroleras y otras exportadoras como China, Alemania, Japón, Rusia. En contraste, los principales usuarios del ahorro mundial coinciden con los países deficitarios, entre los que destacan Estados Unidos, España, Inglaterra, Australia, Italia, Francia, Grecia, Irlanda. En escala menor, ahí se encuentra América Latina salvo años excepcionales, muchos de los países ex socialistas de Europa y buena parte de los de África.
En el primer mundo el binomio endeudamiento-ahorro suele encontrarse seriamente desequilibrado, sea en el ámbito de las empresas, las familias y más recientemente en el de las finanzas de los gobiernos. En la crisis, los esfuerzos de unos y otros por reducir endeudamientos tienen un marcado efecto depresor en la recuperación de la demanda efectiva. Corregir el exceso de pasivos de las familias en condiciones de alto desempleo, erosión de las pensiones y devaluación de activos patrimoniales, casi inevitablemente comprime el nivel y la expansión del consumo privado. Por su parte, el desendeudamiento de empresas y corporaciones —esencialmente por caída en los precios de los activos frente a pasivos altos, en buen grado paraliza proyectos de inversión, la creación de puestos frescos de trabajo, así como el apetito empresarial para tomar nuevos financiamientos. Por último, el ascenso inusitado de la deuda de muchos gobiernos, sea atribuible a los rescates de instituciones privadas o a la instrumentación de políticas contracíclicas, ha despertado inquietudes políticas conservadoras que llevan a Europa y Estados Unidos a perfilar acciones de reducción precautoria del gasto y del endeudamiento públicos, aun cuando el receso no se haya corregido por entero y siga siendo fuente persistente de desajustes fiscales.
En resumen, las instituciones financieras del primer mundo no se inclinan a prestar, preocupadas por reconstituir sus estados financieros, salvarse de la insolvencia y evitar riesgos en condiciones de incertidumbre de mercado. Por su parte, los demandantes de crédito —principalmente los productores— se resisten a pedir prestado frente a una demanda deprimida, la necesidad de reducir su endeudamiento anterior o por temor a que la deflación (caída de precios) haga subir las tasas reales de interés. En esas circunstancias, la política monetaria de los bancos centrales pierde efectividad y, además, sólo cuida los precios de la producción corriente, mientras permite la formación de riesgosas burbujas en los precios de los activos (acciones, internet, bienes inmuebles, petróleo, etc.). La política monetaria ha pretendido curar la crisis derrumbando las tasas de interés a niveles cercanos a cero e inyectando liquidez masivamente con la ilusión de remozar el ciclo ascendente del financiamiento, la producción y el consumo. Lo impide la paradoja del repudio y la cerrazón del crédito a la producción en medio de la enorme liquidez de los sistemas financieros y empresas. Salir de la recesión, cuando las políticas monetarias son inoperantes, exige de estímulos fiscales decididos, movilizadores de la economía, aun para conservar ritmos modestos de desarrollo que tan sólo eviten procesos deflacionarios peligrosos, como los experimentados en el Japón.
Adviértase también, cómo poco a poco la enorme masa acumulada de los ahorros del primer mundo se achica cuando las tasas de interés de los principales centros financieros se tornan bajísimas o negativas durante periodos prolongados o cuando se obliga a sus tenedores a asumir los riesgos o pérdidas de trasladarlos a mercados poco profundos, sujetos a problemas devaluatorios o de insolvencia para normalizar o hacer positivos los rendimientos.
Las circunstancias y las políticas adoptadas aletargan la solución del receso económico, deterioran el bienestar social de las poblaciones del primer mundo a ambos lados del Atlántico y ahondan las brechas competitivas con los países más dinámicos de Asia Oriental. En rigor, Occidente pierde capacidad competitiva en la producción, el comercio internacional y en la formación de capital. También cede terreno en la generación de ahorros, condición necesaria a la conservación de la primacía financiera internacional. Ritmos de crecimiento bajos, tasas de interés negativas o casi negativas, con desequilibrios en el comercio internacional, generan debilidades estructurales e institucionales en el armazón de los sistemas financieros occidentales que apenas conservan la ventaja transitoria de la mayor profundidad de sus mercados

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