El paquete de austeridad fiscal de Rajoy penaliza a los trabajadores
JORGE UXÓ / FERNANDO LUENGO / EL PAÍS
Una mirada con perspectiva a las decisiones que se han ido adoptando en Europa para abordar la crisis -desde las reformas de su gobernanza hasta los planes nacionales de ajuste o las políticas estructurales para impulsar el crecimiento- nos muestra que lo que cada vez se presenta como una novedad, como un paso decisivo para resolver los problemas, no es más que la persistencia en los mismos errores que nos han conducido a la situación actual.
El primero de estos errores fue el propio diseño institucional de la unión monetaria, basado en las recetas del fundamentalismo del mercado: un Banco Central Europeo (BCE) consagrado a la lucha contra la inflación; exigencias de disciplina fiscal y salarial para el control de las divergencias, y una fe ilimitada en la desregulación y la liberalización como motores del crecimiento económico. Por supuesto, ninguna atención a los desequilibrios internos entre regiones prósperas y atrasadas, a pesar de que esos desequilibrios constituían una amenaza para la propia sostenibilidad del euro. En vez de corregirlo, el nuevo "gobierno europeo" reafirma estos principios.
El segundo error es un diagnóstico equivocado de las causas de la crisis y unas políticas que profundizan los problemas. Los países periféricos son vistos como los auténticos "villanos" por acumular déficit fiscal y crecimientos salariales excesivos. Por tanto, lo que se necesita ahora -se insiste- es la aplicación de dolorosos programas de ajuste (el Pacto por el Euro), reformas institucionales dirigidas exclusivamente a reforzar la disciplina presupuestaria (lo que se llama equívocamente unión fiscal) y seguir confiando en las reformas estructurales para resolver los problemas de competitividad, supuestamente provocados por la falta de contención salarial.
Pero esta interpretación oculta la naturaleza estructural de la crisis económica, que se deriva de las asimetrías productivas, sociales y espaciales que fracturan Europa: economías y regiones con distintas capacidades de crecimiento, infraestructuras y tecnologías desigualmente repartidas en el territorio, creciente desigualdad en la distribución de la renta.
Como consecuencia de estas asimetrías, la unión monetaria dio lugar a un crecimiento desigual e insostenible. El dinamismo de las economías centrales se basaba en la restricción salarial y el bajo crecimiento de la demanda interna, compensado (en el caso de Alemania) con el fuerte peso de las exportaciones. Esto era posible porque en la periferia (España, por ejemplo) se estaba produciendo una fuerte expansión de la demanda, apoyada por la mayor caída relativa de los tipos de interés derivada de la creación de la unión monetaria. El resultado fue la acumulación de grandes déficits
por cuenta corriente, la formación de burbujas y el endeudamiento de familias y empresas (que no del Estado).
Por ello, insistir en resolver la crisis atajando sus consecuencias (los problemas fiscales) y reducir el ajuste exclusivamente a los países deudores (como si todo fuera un problema de indisciplina de los poderes públicos), sin atender a la verdadera causa de estos desequilibrios, es condenar al conjunto de la zona euro a la deflación y la perpetuación de las fracturas actuales. El fracaso de estas políticas ya es evidente. En 2012 volverá la recesión, la ruptura del euro ha dejado de ser un escenario imposible y la ciudadanía sufre las consecuencias de los recortes. No se ha resuelto la crisis de deuda soberana y los déficits públicos no se están reduciendo al ritmo previsto.
Pero se nos propone más de lo mismo, como muestran las primeras decisiones tomadas por nuestro nuevo Gobierno (o el italiano). Si el estancamiento derivado de estas políticas impide corregir el déficit, en vez de ampliar el plazo del ajuste, doblamos la apuesta: más recortes y subidas de impuestos. Disfrazado de progresividad, el paquete de austeridad fiscal aprobado recientemente por el Gobierno presidido por Mariano Rajoy penaliza en realidad a los trabajadores, dejando prácticamente intactas las rentas del capital, los beneficios empresariales y las grandes fortunas. No es difícil pronosticar lo que ocurrirá. Los efectos sobre la economía real volverán a impedir que se cumplan unos objetivos increíbles de reducción del déficit y vuelta a empezar. Y como el paro crece, volvemos a ensayar la fórmula fracasada de la reforma laboral.
No puede dejar de mencionarse, por último, el tercer gran error. El desarrollo de la crisis está poniendo en evidencia más que nunca el debilitamiento de la democracia y la ausencia de un auténtico proyecto europeo. Llevar a las constituciones nacionales un objetivo concreto de déficit público no solo representa un diagnóstico inadecuado: erosiona la pluralidad de opciones de política económica e hipoteca el margen de maniobra de futuros Gobiernos. Además, contra la retórica política y mediática, las propuestas aprobadas en diciembre tampoco suponen más unión fiscal (¿hay acaso alguna mención al exiguo presupuesto comunitario?), más gobernanza o más Europa. Lo que se está imponiendo es el dominio no democrático de algunos Gobiernos, liderados por Alemania, y de los intereses que representan. Incluso en estos días las autoridades españolas han argumentado abiertamente para justificar los recortes que, de no aplicarlos, nos impondrían.
Digámoslo claramente: bajo la apariencia de una discusión técnica se está librando una auténtica batalla por la redistribución de la riqueza y el control de los resortes de poder. Y hasta ahora se está imponiendo un proyecto bien definido que se sustenta en la captura de las instituciones por los grupos económicos, en la desregulación de los mercados de trabajo y en el desmantelamiento de los Estados de bienestar, desviando masivamente recursos hacia el sector privado, privatizando parcelas sociales y convirtiéndolas en negocio.
Europa necesita reformas institucionales que vayan en la dirección de una auténtica cooperación fiscal -pero no la que se nos presenta- y un cambio sustancial en la actuación del BCE -poniéndolo al servicio de la economía real, y no al revés-. Sin embargo, lo que resulta de verdad urgente es poner sobre la mesa un verdadero giro hacia una política económica centrada en la creación de empleo decente, detener la fractura social, regular los mercados y fortalecer la democracia. En definitiva, salir del círculo vicioso de la persistencia en el error.
Jorge Uxó y Fernando Luengo son profesores de Economía en las Universidades de Castilla-La Mancha y Complutense de Madrid, respectivamente, y miembros de econoNuestra (http://econonuestra.org)
El primero de estos errores fue el propio diseño institucional de la unión monetaria, basado en las recetas del fundamentalismo del mercado: un Banco Central Europeo (BCE) consagrado a la lucha contra la inflación; exigencias de disciplina fiscal y salarial para el control de las divergencias, y una fe ilimitada en la desregulación y la liberalización como motores del crecimiento económico. Por supuesto, ninguna atención a los desequilibrios internos entre regiones prósperas y atrasadas, a pesar de que esos desequilibrios constituían una amenaza para la propia sostenibilidad del euro. En vez de corregirlo, el nuevo "gobierno europeo" reafirma estos principios.
El segundo error es un diagnóstico equivocado de las causas de la crisis y unas políticas que profundizan los problemas. Los países periféricos son vistos como los auténticos "villanos" por acumular déficit fiscal y crecimientos salariales excesivos. Por tanto, lo que se necesita ahora -se insiste- es la aplicación de dolorosos programas de ajuste (el Pacto por el Euro), reformas institucionales dirigidas exclusivamente a reforzar la disciplina presupuestaria (lo que se llama equívocamente unión fiscal) y seguir confiando en las reformas estructurales para resolver los problemas de competitividad, supuestamente provocados por la falta de contención salarial.
Pero esta interpretación oculta la naturaleza estructural de la crisis económica, que se deriva de las asimetrías productivas, sociales y espaciales que fracturan Europa: economías y regiones con distintas capacidades de crecimiento, infraestructuras y tecnologías desigualmente repartidas en el territorio, creciente desigualdad en la distribución de la renta.
Como consecuencia de estas asimetrías, la unión monetaria dio lugar a un crecimiento desigual e insostenible. El dinamismo de las economías centrales se basaba en la restricción salarial y el bajo crecimiento de la demanda interna, compensado (en el caso de Alemania) con el fuerte peso de las exportaciones. Esto era posible porque en la periferia (España, por ejemplo) se estaba produciendo una fuerte expansión de la demanda, apoyada por la mayor caída relativa de los tipos de interés derivada de la creación de la unión monetaria. El resultado fue la acumulación de grandes déficits
por cuenta corriente, la formación de burbujas y el endeudamiento de familias y empresas (que no del Estado).
Por ello, insistir en resolver la crisis atajando sus consecuencias (los problemas fiscales) y reducir el ajuste exclusivamente a los países deudores (como si todo fuera un problema de indisciplina de los poderes públicos), sin atender a la verdadera causa de estos desequilibrios, es condenar al conjunto de la zona euro a la deflación y la perpetuación de las fracturas actuales. El fracaso de estas políticas ya es evidente. En 2012 volverá la recesión, la ruptura del euro ha dejado de ser un escenario imposible y la ciudadanía sufre las consecuencias de los recortes. No se ha resuelto la crisis de deuda soberana y los déficits públicos no se están reduciendo al ritmo previsto.
Pero se nos propone más de lo mismo, como muestran las primeras decisiones tomadas por nuestro nuevo Gobierno (o el italiano). Si el estancamiento derivado de estas políticas impide corregir el déficit, en vez de ampliar el plazo del ajuste, doblamos la apuesta: más recortes y subidas de impuestos. Disfrazado de progresividad, el paquete de austeridad fiscal aprobado recientemente por el Gobierno presidido por Mariano Rajoy penaliza en realidad a los trabajadores, dejando prácticamente intactas las rentas del capital, los beneficios empresariales y las grandes fortunas. No es difícil pronosticar lo que ocurrirá. Los efectos sobre la economía real volverán a impedir que se cumplan unos objetivos increíbles de reducción del déficit y vuelta a empezar. Y como el paro crece, volvemos a ensayar la fórmula fracasada de la reforma laboral.
No puede dejar de mencionarse, por último, el tercer gran error. El desarrollo de la crisis está poniendo en evidencia más que nunca el debilitamiento de la democracia y la ausencia de un auténtico proyecto europeo. Llevar a las constituciones nacionales un objetivo concreto de déficit público no solo representa un diagnóstico inadecuado: erosiona la pluralidad de opciones de política económica e hipoteca el margen de maniobra de futuros Gobiernos. Además, contra la retórica política y mediática, las propuestas aprobadas en diciembre tampoco suponen más unión fiscal (¿hay acaso alguna mención al exiguo presupuesto comunitario?), más gobernanza o más Europa. Lo que se está imponiendo es el dominio no democrático de algunos Gobiernos, liderados por Alemania, y de los intereses que representan. Incluso en estos días las autoridades españolas han argumentado abiertamente para justificar los recortes que, de no aplicarlos, nos impondrían.
Digámoslo claramente: bajo la apariencia de una discusión técnica se está librando una auténtica batalla por la redistribución de la riqueza y el control de los resortes de poder. Y hasta ahora se está imponiendo un proyecto bien definido que se sustenta en la captura de las instituciones por los grupos económicos, en la desregulación de los mercados de trabajo y en el desmantelamiento de los Estados de bienestar, desviando masivamente recursos hacia el sector privado, privatizando parcelas sociales y convirtiéndolas en negocio.
Europa necesita reformas institucionales que vayan en la dirección de una auténtica cooperación fiscal -pero no la que se nos presenta- y un cambio sustancial en la actuación del BCE -poniéndolo al servicio de la economía real, y no al revés-. Sin embargo, lo que resulta de verdad urgente es poner sobre la mesa un verdadero giro hacia una política económica centrada en la creación de empleo decente, detener la fractura social, regular los mercados y fortalecer la democracia. En definitiva, salir del círculo vicioso de la persistencia en el error.
Jorge Uxó y Fernando Luengo son profesores de Economía en las Universidades de Castilla-La Mancha y Complutense de Madrid, respectivamente, y miembros de econoNuestra (http://econonuestra.org)
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