Los Estados consideran los flujos económicos como un instrumento de poder y de seguridad nacional
José Ignacio Torreblanca / El País
En el mundo del siglo XX, dominado por la guerra fría, las capacidades militares constituían la principal vara de medir del poder de los Estados, por encima del poder económico. De hecho, el componente militar tenía un papel tan central que con un gasto en defensa suficientemente elevado algunos Estados podían disfrutar de un gran poder internacional sin contar necesariamente con una base económica conmensurable. En ese mundo, descrito como una mesa de billar en la que los Estados chocaban frecuentemente unos con otros, los Estados competían por la supremacía o la supervivencia de acuerdo con una lógica de suma-cero en la que las ganancias de uno eran vistas como las pérdidas de otro y viceversa.
Con el fin del siglo y la desaparición de la lógica de enfrentamiento entre superpotencias nos permitimos pensar en un mundo mucho más pacífico y, a la vez más próspero, articulado en torno a los mercados y centrado en el comercio y en las inversiones. Así, la vieja mesa de billar en la que unas bolas chocaban con otras se transformaría en una red, una malla en la que los intereses económicos de los Estados se entrelazarían de forma inextricable de acuerdo con una lógica de suma-positiva en la que todos se beneficiaran a un tiempo.
Pero esa “feliz globalización” que los liberales nos prometían, en la que la apertura de mercados nos traería la interdependencia y esta desplazaría definitivamente la lógica de conflicto en las relaciones internacionales, no ha terminado de cuajar. El éxito económico de China e India, junto con el auge de otras economías (Brasil, Rusia, etcétera), viene señalando desde hace más de una década un intenso desplazamiento de poder desde Occidente hacia el resto del mundo. Mientras Europa y Estados Unidos crecían, aunque lo hicieran más lentamente que los emergentes, no hubo muchos motivos para la preocupación. Pero la crisis financiera iniciada en 2008 ha introducido un cambio importante en las percepciones occidentales, pues ha convertido una tendencia a largo plazo en un desafío a corto plazo. En 2003 se dijo que China alcanzaría a EE UU en 2041; en 2008, que sería en 2027, hoy jugamos con la fecha de 2018.
Este adelanto en el calendario de la convergencia económica entre Occidente y el resto está despertando los instintos de poder y competición de los Estados, que pensábamos superados. Así, la llamada pax mercatoria está siendo sustituida progresivamente, o al menos comenzando a coexistir, con una lógica de rivalidad geoeconómica en la que los Estados consideran los flujos económicos desde una óptica de seguridad nacional, es decir, como un instrumento de poder. En esa lógica de competencia entran los recursos naturales, desde la energía hasta los alimentos, pasando por los minerales raros, pero también, lógicamente, el comercio, las inversiones directas, los movimientos de capital, los tipos de cambio, las reservas de divisas, los fondos soberanos o las propias instituciones internacionales, como el G-20 o el FMI, que también son objeto de pugna y contestación.
En todos esos ámbitos, la lógica de intercambio se va sustituyendo por una de control y acceso. Al contrario que en una dinámica de mercado, donde la capacidad de acceso a un bien está marcado por el precio, en esta dinámica de rivalidad geoeconómica el acceso a estos bienes está profundamente influido por consideraciones políticas, de tal manera que los Estados vuelcan su acción diplomática, y militar si fuera necesario, sobre la capacidad de mantener el acceso a estos bienes o de evitar que se les impida su acceso a ellos.
Esto no significa necesariamente que el conflicto bélico entre Estados sea más probable que antes, pero sí nos obliga a fijarnos en el hecho de que la interdependencia, aunque haga el conflicto más costoso, no significa la disolución de las rivalidades entre Estados, especialmente si no viene acompañada de normas comunes que obliguen a todos y garanticen el acceso a los mercados a todos por igual. En la década pasada, el hecho de que la globalización debilitara la capacidad de los Estados fue visto como un gran problema. Pero hoy, paradójicamente, lo que vemos es la proliferación de Estados (como China y Rusia) con un exceso de soberanía. Estados que utilizan los mercados de forma selectiva para reforzar su poder y su autonomía política, pero que no aceptan sus reglas: limitan la inversión extranjera, restringen las importaciones y se niegan a liberalizar sus tipos de cambio. Algunos de ellos, además, utilizan ese poder económico para reprimir a sus ciudadanos y privarles de libertad. Por eso, tanto para salir de la crisis actual como para evitar el auge de las rivalidades geoeconómicas, es necesario reintroducir una lógica de apertura de mercados y cooperación económica entre emergidos (ellos) y sumergidos (nosotros).
José Ignacio Torreblanca / El País
En el mundo del siglo XX, dominado por la guerra fría, las capacidades militares constituían la principal vara de medir del poder de los Estados, por encima del poder económico. De hecho, el componente militar tenía un papel tan central que con un gasto en defensa suficientemente elevado algunos Estados podían disfrutar de un gran poder internacional sin contar necesariamente con una base económica conmensurable. En ese mundo, descrito como una mesa de billar en la que los Estados chocaban frecuentemente unos con otros, los Estados competían por la supremacía o la supervivencia de acuerdo con una lógica de suma-cero en la que las ganancias de uno eran vistas como las pérdidas de otro y viceversa.
Con el fin del siglo y la desaparición de la lógica de enfrentamiento entre superpotencias nos permitimos pensar en un mundo mucho más pacífico y, a la vez más próspero, articulado en torno a los mercados y centrado en el comercio y en las inversiones. Así, la vieja mesa de billar en la que unas bolas chocaban con otras se transformaría en una red, una malla en la que los intereses económicos de los Estados se entrelazarían de forma inextricable de acuerdo con una lógica de suma-positiva en la que todos se beneficiaran a un tiempo.
Pero esa “feliz globalización” que los liberales nos prometían, en la que la apertura de mercados nos traería la interdependencia y esta desplazaría definitivamente la lógica de conflicto en las relaciones internacionales, no ha terminado de cuajar. El éxito económico de China e India, junto con el auge de otras economías (Brasil, Rusia, etcétera), viene señalando desde hace más de una década un intenso desplazamiento de poder desde Occidente hacia el resto del mundo. Mientras Europa y Estados Unidos crecían, aunque lo hicieran más lentamente que los emergentes, no hubo muchos motivos para la preocupación. Pero la crisis financiera iniciada en 2008 ha introducido un cambio importante en las percepciones occidentales, pues ha convertido una tendencia a largo plazo en un desafío a corto plazo. En 2003 se dijo que China alcanzaría a EE UU en 2041; en 2008, que sería en 2027, hoy jugamos con la fecha de 2018.
Este adelanto en el calendario de la convergencia económica entre Occidente y el resto está despertando los instintos de poder y competición de los Estados, que pensábamos superados. Así, la llamada pax mercatoria está siendo sustituida progresivamente, o al menos comenzando a coexistir, con una lógica de rivalidad geoeconómica en la que los Estados consideran los flujos económicos desde una óptica de seguridad nacional, es decir, como un instrumento de poder. En esa lógica de competencia entran los recursos naturales, desde la energía hasta los alimentos, pasando por los minerales raros, pero también, lógicamente, el comercio, las inversiones directas, los movimientos de capital, los tipos de cambio, las reservas de divisas, los fondos soberanos o las propias instituciones internacionales, como el G-20 o el FMI, que también son objeto de pugna y contestación.
En todos esos ámbitos, la lógica de intercambio se va sustituyendo por una de control y acceso. Al contrario que en una dinámica de mercado, donde la capacidad de acceso a un bien está marcado por el precio, en esta dinámica de rivalidad geoeconómica el acceso a estos bienes está profundamente influido por consideraciones políticas, de tal manera que los Estados vuelcan su acción diplomática, y militar si fuera necesario, sobre la capacidad de mantener el acceso a estos bienes o de evitar que se les impida su acceso a ellos.
Esto no significa necesariamente que el conflicto bélico entre Estados sea más probable que antes, pero sí nos obliga a fijarnos en el hecho de que la interdependencia, aunque haga el conflicto más costoso, no significa la disolución de las rivalidades entre Estados, especialmente si no viene acompañada de normas comunes que obliguen a todos y garanticen el acceso a los mercados a todos por igual. En la década pasada, el hecho de que la globalización debilitara la capacidad de los Estados fue visto como un gran problema. Pero hoy, paradójicamente, lo que vemos es la proliferación de Estados (como China y Rusia) con un exceso de soberanía. Estados que utilizan los mercados de forma selectiva para reforzar su poder y su autonomía política, pero que no aceptan sus reglas: limitan la inversión extranjera, restringen las importaciones y se niegan a liberalizar sus tipos de cambio. Algunos de ellos, además, utilizan ese poder económico para reprimir a sus ciudadanos y privarles de libertad. Por eso, tanto para salir de la crisis actual como para evitar el auge de las rivalidades geoeconómicas, es necesario reintroducir una lógica de apertura de mercados y cooperación económica entre emergidos (ellos) y sumergidos (nosotros).
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