viernes, 27 de enero de 2012

LA (IN) TOLERANCIA EN MÉXICO

José Fernández Santillán / El Universal
Profesor de Humanidades del Tecnológico de Monterrey (CCM)
Parto de una constatación que, al mismo tiempo, es una preocupación: vamos a las elecciones del próximo primero de julio en medio de un ambiente de animosidad y encono. Ya antes de que comenzaran las precampañas habían subido de tono las descalificaciones entre las partes contendientes.
Las diatribas han superado, por mucho, a las ideas y propuestas. Endilgarle sambenitos al otro, como si estuviéramos en plena época oscurantista, es más importante que recurrir al arte de la argumentación. Nuestra incipiente democracia ha degenerado en un torneo para ver quién es capaz de denostar con más insidia al oponente. En México hemos asumido la actitud de que, con tal de alzarse con el triunfo, cualquier cosa es permitida. Un entorno político de esta naturaleza resulta, en efecto, inquietante. Es un riesgo para un país como el nuestro agobiado por la violencia delictiva. Se le viene a echar más fuego a la hoguera.
Algunos dirán que la disputa es una característica distintiva de la competencia democrática. Y que, por lo tanto, el enfrentamiento entre corrientes antagónicas, encarnadas, fundamentalmente por los partidos políticos, no tiene nada de malo. Al fin y al cabo, la confrontación es un rasgo insustituible de la pluralidad. ¿No acaso un especialista tan renombrado como Giovanni Sartori (Partidos y sistemas de partidos, Madrid, Alianza, 1997, p. 322) utilizó la distinción entre sistemas no-competitivos y sistemas competitivos para diferenciar los regímenes autoritarios de los regímenes democráticos? Pues entonces, si la competencia es propia de la democracia también lo es la disputa por el poder. ¿Qué de malo hay que los partidos se den con todo para alcanzar sus objetivos?
Es cierto que lo propio de la democracia es la competencia libre por el voto libre. Pero no toda competencia por el poder es democrática. Sólo lo es aquella confrontación que acepta y se somete a límites precisos de carácter jurídico y moral. Rebasados esos límites se entra en el terreno de la anarquía, de la hobbesiana “guerra de todos contra todos”. El reto es no traspasar ese límite; evitar la degradación de la convivencia pacífica. Ya desde la antigüedad Cicerón advirtió, para diferenciar la condición civilizada de la condición salvaje, que una característica de la república es la disputa entre gentiles, no la riña entre rufianes. Como lo dice acertadamente Norberto Bobbio (L’età dei diritti, Turín, Einaudi, pp. 241-242): “Una de las posibles definiciones de la democracia es aquélla que resalta la sustitución de las técnicas que usan la fuerza por las que adoptan la persuasión como método para resolver los conflictos”. Por “fuerza”, en estas circunstancias, no sólo se debe entender la fuerza física, sino también la violencia verbal. No la persuasión, sino la denostación. Y bien se sabe que las injurias no resuelven los conflictos; los agravan.
Me parece que en este ambiente de crispación hay una buena dosis de intolerancia; de ver al otro no como un oponente con el que se debe conversar, sino a un enemigo al cual hay que de aniquilar a como dé lugar. Es lo que se palpa en algunas conversaciones entre amigos y conocidos, en ciertas personas que se expresan en las redes sociales, en algunos analistas y comentaristas.
Convengamos en que uno de los elementos fundamentales de la democracia es el respeto del otro, del que no piensa como nosotros. Y hablo de la tolerancia no solamente como “tener que soportar al otro”; sino aceptar que no somos poseedores absolutos de la verdad. Es decir, que la verdad se construye entre todos mediante el diálogo democrático.
Ya tenemos bastante con esta violencia delincuencial que nos agobia. Debemos cuidar que las disputas electorales no aticen el juego, vale decir, no deriven, por la intolerancia y el empecinamiento, en violencia política y social.

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