miércoles, 9 de marzo de 2011

YA NOS DEVOLVIERON LA PELÍCULA

Mauricio Merino / El Universal
Fue en mayo del 2010 que escribí por vez primera, en estas páginas, sobre la importancia mundial que estaba cobrando Presunto culpable como un ejemplo vivo de la injusticia mexicana. En ese momento no imaginaba siquiera que, menos de un año después, el documental se convertiría en el más visto de la historia cinematográfica de México ni, mucho menos, que acabaría construyendo una causa común entre los mexicanos con un atisbo de conciencia, gracias a la increíblemente torpe decisión de haberla retirado de los cines. Era el epílogo perfecto de esta historia: una sentencia exacta para completar el ciclo de injusticias que se denuncian en el filme.
Tampoco me imaginé que el despropósito ejemplificaría con precisión el argumento de aquel artículo del 2010, en el que cité estas líneas del profesor Amartya Sen, tomadas de La Idea de la Justicia: “Lo que nos mueve con razón suficiente no es la percepción de que el mundo no es del todo justo, lo cual pocos esperamos, sino que hay injusticias claramente remediables en nuestro entorno que quisiéramos suprimir“. No es la idea abstracta de justicia sino la injusticia nítida, palpable, indiscutible, la que se comete ahí mismo y ante nuestros ojos, lo que subvierte la conciencia y llama al movimiento. Tal como se describe sin matices en Presunto culpable y como sucede con la amenaza de retirarla de los cines por el amparo concedido por la jueza Blanca Lobo, cuyo nombre alude —como si fuera otro guiño para un guión complementario— a la condición que ha cobrado la corrupción del sistema de justicia mexicano. Ese nombre que nos recuerda a Hobbes: el hombre como el lobo del hombre.
En contrapartida, hay una cierta ironía perversa en el comercio ilícito de copias clandestinas del documental, que se multiplicaron con creces por las calles de la ciudad de México —y quizás por toda la república— mientras que cualquier persona podría acceder a la película por internet, aun a despecho de toda prohibición. La severa jueza Lobo quizá podrá llevarse para siempre el orgullo de haber defendido el honor mancillado de sus colegas corrompidos, pero jamás habría podido detener la divulgación del trabajo iniciado por ese par de jóvenes —Layda Negrete y Roberto Hernández— que desde un cubículo del CIDE concibieron un acto de simple reivindicación jurídica que podría convertirse en una verdadera revolución de las conciencias.
Pero aun así, los jóvenes abogados que la desataron tendrían que compartir una parte de su mérito con la jueza Lobo, aunque sea por las peores razones: si a alguien le quedaba alguna duda sobre la fuerza y la importancia de ese filme, ahora ya no hay ninguna. Los enemigos del documental se equivocaron por completo de terreno, pues aunque al final ganaran todas las batallas (formalmente) legales, el propósito de la película era la divulgación de la injusticia y la pedagogía del pundonor para enfrentarla. Y no tengo ninguna duda de que, tras la decisión rectificada de impedir su exhibición en salas, ahora se verá más y se verá mejor.
Sin embargo, es difícil seguir la lógica del amparo concedido, pues no se necesitaba una bola de cristal para saber que despertaría una enorme indignación y que, al final, ordenar la censura del documental no haría sino multiplicar el interés por verlo, dentro y fuera del país. Era tan obvio, que no faltará quien considere a la jueza Lobo como parte de una trama construida de antemano para incrementar el éxito de la película. Pero dudo mucho que así sea; cuando alguien se encierra entre los muros de su propio mundo –como personaje de Paul Auster—pierde la capacidad de ver cualquier otra cosa que se le ponga enfrente. Y yo me temo que muchos de nuestros administradores de justicia viven encerrados en la enajenación de sus murallas de expedientes.
Con todo, creo que este episodio no pasará así nomás, inadvertido, ni que morirá pronto sepultado por las notas y los despropósitos de las semanas venideras. Tengo para mí que la película, su contenido y esta nueva causa están llamadas a ganar el largo plazo y a producir cambios de fondo. Si algo nos queda de vergüenza, de capacidad de indignación y hasta de sentido de sobrevivencia, hay que albergar la esperanza de mirarnos ante los espejos que nos abrió Presunto Culpable y, tras el horror de vernos reflejados en esa realidad, recuperar el aliento y emprender una guerra sin cuartel en contra de lo que nos estamos convirtiendo. Después de todo, en la película también hay gente noble, abogados y magistrados dignos, un mensaje de esperanza y un final feliz. Y eso también puede volverse realidad.
Profesor investigador del CIDE

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