Porfirio Muñoz Ledo / El Universal
Felipe Calderón Hinojosa aparece —mediante citatorio— en el espacio imperial de Washington como un mandatario cautivo de una red de compromisos que han vaciado de contenido el concepto de soberanía nacional. Asumido el diseño estratégico de Estados Unidos y su ayuda para implementarlo, solamente queda la penosa tarea de administrarlo según las exigencias de quien lo impuso.
Hemos transitado de una relación internacional a una doméstica, en que las fronteras se han diluido para todo, salvo para el libre tránsito de personas. Ambos países estamos atrapados por dos grandes negocios: el de las drogas y el de las armas, que equilibran sus balanzas comerciales y pudren sus relaciones políticas con un saldo impresionante de consumidores allá, de ejecutados acá y de corrupción en ambos lados.
La operación de los acuerdos implica la presencia en nuestro territorio de todas las agencias estadounidenses competentes, lo que genera las contradicciones de la doble autoridad. WikiLeaks confirma el intervencionismo del embajador en cumplimiento de su misión. El esquema adoptado sólo podría funcionar por la supeditación del más débil, complementado por el ajuste cotidiano entre los Ejecutivos, como ocurrió anteayer.
Los gobiernos actúan bajo la presión de sus opiniones públicas que no encuentran respuestas a las expectativas demagógicas ofrecidas. Allá se percibe el derrame de la inseguridad a través de la frontera —magnificada por los republicanos pero confirmada por la administración— mientras aquí se padece el baño de sangre junto con los abusos de la militarización y los riesgos de su perpetuación.
Llámase nudo ciego al “difícil de desatar” por la “forma especial con que fue anudado”; al punto que mientras más se le tira más se le aprieta. Así el proyecto de combatir la violencia con más violencia y de involucrar a la autoridad en el circuito aterrador del dinero sucio. La única solución posible es tomarlo como gordiano y cortarlo de un tajo mediante decisiones políticas contundentes.
Si el cabo saliente es la venta de armas, procédase a limitarla a través de decisiones adoptadas ya en otras latitudes, como el embargo de armas a Sudáfrica en 1977, cuya comisión de vigilancia me correspondió presidir cuatro años después. Entonces en Estados Unidos estuvieron anuentes en aprobar el “cese inmediato de todo suministro de armas y material conexo, incluso la venta y transferencia de municiones, equipos y vehículos militares”.
Ningún país pretextó enmiendas constitucionales o leyes internas para objetar la determinación del Consejo de Seguridad. Tampoco cuando hace apenas una semana éste decidió que “todos los Estados Miembros deberán adoptar las medidas necesarias para impedir el suministro, la venta o transferencia —directos o indirectos— de armas a Libia”. Autorizó inclusive a los Estados para que “confisquen, destruyan o transfieran a un tercer país los artículos prohibidos por la resolución”.
Entre las razones esgrimidas está que “los ataques sistemáticos y generalizados contra la población pueden constituir crímenes de lesa humanidad”. Invocó asimismo “las presuntas violaciones a las normas internacionales de derechos humanos” y estableció una comisión internacional independiente para investigarlas e identificar a los responsables. No entenderíamos que en el caso de México, donde existen testimonios irrefutables de las faltas cometidas, se actuara de modo diferente.
Para ello sería indispensable modificar de raíz nuestra relación regional y nuestra inserción global. Replantear la política exterior del Estado mexicano y democratizarla. Es una asignatura esencial que la transición abandonó. Así lo hemos propuesto a la Cámara de Diputados en una iniciativa integral que merece amplia discusión.
Mal podríamos encarar la coyuntura del 2012 si somos arrastrados en el despeñadero de una creciente subordinación al extranjero. Los comicios federales, en caso de efectuarse de manera legítima, significarían la reelección de las mismas políticas y la prolongación consecuente de un estatuto colonial, como lo ha anunciado el Departamento de Estado norteamericano. Nuestro primer deber es hoy el ejercicio pleno de la soberanía popular sobre el destino nacional.
Felipe Calderón Hinojosa aparece —mediante citatorio— en el espacio imperial de Washington como un mandatario cautivo de una red de compromisos que han vaciado de contenido el concepto de soberanía nacional. Asumido el diseño estratégico de Estados Unidos y su ayuda para implementarlo, solamente queda la penosa tarea de administrarlo según las exigencias de quien lo impuso.
Hemos transitado de una relación internacional a una doméstica, en que las fronteras se han diluido para todo, salvo para el libre tránsito de personas. Ambos países estamos atrapados por dos grandes negocios: el de las drogas y el de las armas, que equilibran sus balanzas comerciales y pudren sus relaciones políticas con un saldo impresionante de consumidores allá, de ejecutados acá y de corrupción en ambos lados.
La operación de los acuerdos implica la presencia en nuestro territorio de todas las agencias estadounidenses competentes, lo que genera las contradicciones de la doble autoridad. WikiLeaks confirma el intervencionismo del embajador en cumplimiento de su misión. El esquema adoptado sólo podría funcionar por la supeditación del más débil, complementado por el ajuste cotidiano entre los Ejecutivos, como ocurrió anteayer.
Los gobiernos actúan bajo la presión de sus opiniones públicas que no encuentran respuestas a las expectativas demagógicas ofrecidas. Allá se percibe el derrame de la inseguridad a través de la frontera —magnificada por los republicanos pero confirmada por la administración— mientras aquí se padece el baño de sangre junto con los abusos de la militarización y los riesgos de su perpetuación.
Llámase nudo ciego al “difícil de desatar” por la “forma especial con que fue anudado”; al punto que mientras más se le tira más se le aprieta. Así el proyecto de combatir la violencia con más violencia y de involucrar a la autoridad en el circuito aterrador del dinero sucio. La única solución posible es tomarlo como gordiano y cortarlo de un tajo mediante decisiones políticas contundentes.
Si el cabo saliente es la venta de armas, procédase a limitarla a través de decisiones adoptadas ya en otras latitudes, como el embargo de armas a Sudáfrica en 1977, cuya comisión de vigilancia me correspondió presidir cuatro años después. Entonces en Estados Unidos estuvieron anuentes en aprobar el “cese inmediato de todo suministro de armas y material conexo, incluso la venta y transferencia de municiones, equipos y vehículos militares”.
Ningún país pretextó enmiendas constitucionales o leyes internas para objetar la determinación del Consejo de Seguridad. Tampoco cuando hace apenas una semana éste decidió que “todos los Estados Miembros deberán adoptar las medidas necesarias para impedir el suministro, la venta o transferencia —directos o indirectos— de armas a Libia”. Autorizó inclusive a los Estados para que “confisquen, destruyan o transfieran a un tercer país los artículos prohibidos por la resolución”.
Entre las razones esgrimidas está que “los ataques sistemáticos y generalizados contra la población pueden constituir crímenes de lesa humanidad”. Invocó asimismo “las presuntas violaciones a las normas internacionales de derechos humanos” y estableció una comisión internacional independiente para investigarlas e identificar a los responsables. No entenderíamos que en el caso de México, donde existen testimonios irrefutables de las faltas cometidas, se actuara de modo diferente.
Para ello sería indispensable modificar de raíz nuestra relación regional y nuestra inserción global. Replantear la política exterior del Estado mexicano y democratizarla. Es una asignatura esencial que la transición abandonó. Así lo hemos propuesto a la Cámara de Diputados en una iniciativa integral que merece amplia discusión.
Mal podríamos encarar la coyuntura del 2012 si somos arrastrados en el despeñadero de una creciente subordinación al extranjero. Los comicios federales, en caso de efectuarse de manera legítima, significarían la reelección de las mismas políticas y la prolongación consecuente de un estatuto colonial, como lo ha anunciado el Departamento de Estado norteamericano. Nuestro primer deber es hoy el ejercicio pleno de la soberanía popular sobre el destino nacional.
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