Alfonso Zárate / El Universal
Los resultados del Censo de Población y Vivienda 2010 son muy importantes porque ofrecen una radiografía de lo que somos y nos permiten medir algunas de las principales transformaciones registradas en los últimos 10 y 20 años.
Una primera lectura nos habla de la compleja coexistencia de rasgos de “modernidad” —acceso a servicios básicos, disposición masiva de teléfonos celulares, televisores, refrigeradores, etcétera— y condiciones propias de una sociedad marcada por la pobreza. Hoy, por ejemplo, 92.6% de las viviendas mexicanas dispone de televisor, 82.1% de refrigerador, 79.5% de radio, 66.4% de lavadora, 65.1% de teléfono celular, 44.2% de automóvil, 29.4% de computadora y 21.3% de internet. El 97.8% de hogares tiene energía eléctrica, 91.5% agua entubada y 90.3% drenaje (en 1990 era sólo el 63.6% y en 2000 el 78.1%).
Frente a este México de perfiles modernizantes, está la otra realidad expresada en la enorme dispersión de la población: más de 188 mil localidades tienen menos de 2 mil 500 habitantes, donde se agudizan todos los problemas. La población de cinco años o más, hablante de una lengua indígena es de 6 millones 695 mil 228, de los cuales 980 mil 894 no hablan español; de ellos, 62% habita en localidades pequeñas y 73.3% se ubica en municipios con los menores índices de desarrollo humano.
Los números refieren importantes avances. En educación primaria, por ejemplo, la cobertura es casi universal. Sin embargo, la radiografía estadística no está diseñada para reflejar un hecho grave: los déficit de calidad educativa que acentúan brechas sociales y convierten a muchos egresados del sistema educativo no sólo en desempleados sino en inempleables; que las severas carencias en las escuelas públicas y la desvinculación de los contenidos curriculares de la realidad socioproductiva del país convierten en gasto lo que debería ser inversión; en esto, hay que reconocerlo, Conalep es una excepción.
Por otro lado, el Seguro Popular ofrece la posibilidad de acceder a algún sistema de salud a muchos mexicanos que carecían de todo tipo de cobertura. Los resultados del censo registran un aumento sustancial en la derechohabiencia, pero dicen poco o nada sobre la materialización de esa expectativa. La saturación y la fragilidad financiera de las mayores instituciones de seguridad social, el IMSS y el ISSSTE, por no hablar de la precariedad del resto, llevan a diferir por meses la atención médica especializada e, incluso, la programación de una intervención quirúrgica indispensable.
Estamos reduciendo los índices de fecundidad. Pero si analizamos la relación entre el nivel educativo de las madres y la fecundidad, constatamos la ineludible paradoja: aquellas con más y mejores recursos para educar y alimentar a sus descendientes son, precisamente, quienes tienen menos hijos. El promedio de hijos nacidos vivos de mujeres con educación superior es de 1.1, mientras que el de mujeres sin primaria completa es de 3.3 y llega a 3.5 en las que carecen de escolaridad.
Otro dato sobresaliente, que atañe directamente a las condiciones que enfrentan las mujeres mexicanas, tiene que ver con el porcentaje de hogares con “jefatura femenina”: el Distrito Federal encabeza la lista con 31.4, le sigue Baja California con 26.0 y Chihuahua con 24.4.
Resulta interesante advertir la disminución porcentual de quienes se declaran católicos (83.9) y, en contraste, el incremento de quienes profesan las religiones evangélica o protestante (7.6 contra 4.9 hace 20 años) y de quienes afirman no profesar religión alguna (4.6).
El análisis de esa imponente masa informativa reclama el ejercicio riguroso de especialistas en materia demográfica, así como la ponderación de economistas, sociólogos, sicólogos sociales, politólogos, funcionarios especializados y tomadores de decisiones, un trabajo que evite lecturas parciales —ideológicas por naturaleza, sobre todo cuando lo niegan— y admita los disensos que enriquecen la visión panorámica.
Convendría no perder de vista que el censo constituye una herramienta indispensable para conocer y conocernos, para definir rumbos y planificar estrategias, para acentuar o rectificar. Pero sólo una herramienta, a final de cuentas.
Sería un error, de ingenuidad o soberbia, convertir al Censo 2010 en instrumento arrojadizo para neutralizar posiciones críticas, documentar las “bondades” del modelo de desarrollo dominante y celebrar las virtudes del México imaginario, ideológico y conceptual de “clases medias” —automóvil, celular, lavadora— que busca imponerse al mito genial de los 50 millones de mexicanos en condiciones de pobreza. A menos, claro, que se trate de trasladar al debate público la rigurosa perspectiva publicitaria del vaso medio lleno o medio vaso…
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
Los resultados del Censo de Población y Vivienda 2010 son muy importantes porque ofrecen una radiografía de lo que somos y nos permiten medir algunas de las principales transformaciones registradas en los últimos 10 y 20 años.
Una primera lectura nos habla de la compleja coexistencia de rasgos de “modernidad” —acceso a servicios básicos, disposición masiva de teléfonos celulares, televisores, refrigeradores, etcétera— y condiciones propias de una sociedad marcada por la pobreza. Hoy, por ejemplo, 92.6% de las viviendas mexicanas dispone de televisor, 82.1% de refrigerador, 79.5% de radio, 66.4% de lavadora, 65.1% de teléfono celular, 44.2% de automóvil, 29.4% de computadora y 21.3% de internet. El 97.8% de hogares tiene energía eléctrica, 91.5% agua entubada y 90.3% drenaje (en 1990 era sólo el 63.6% y en 2000 el 78.1%).
Frente a este México de perfiles modernizantes, está la otra realidad expresada en la enorme dispersión de la población: más de 188 mil localidades tienen menos de 2 mil 500 habitantes, donde se agudizan todos los problemas. La población de cinco años o más, hablante de una lengua indígena es de 6 millones 695 mil 228, de los cuales 980 mil 894 no hablan español; de ellos, 62% habita en localidades pequeñas y 73.3% se ubica en municipios con los menores índices de desarrollo humano.
Los números refieren importantes avances. En educación primaria, por ejemplo, la cobertura es casi universal. Sin embargo, la radiografía estadística no está diseñada para reflejar un hecho grave: los déficit de calidad educativa que acentúan brechas sociales y convierten a muchos egresados del sistema educativo no sólo en desempleados sino en inempleables; que las severas carencias en las escuelas públicas y la desvinculación de los contenidos curriculares de la realidad socioproductiva del país convierten en gasto lo que debería ser inversión; en esto, hay que reconocerlo, Conalep es una excepción.
Por otro lado, el Seguro Popular ofrece la posibilidad de acceder a algún sistema de salud a muchos mexicanos que carecían de todo tipo de cobertura. Los resultados del censo registran un aumento sustancial en la derechohabiencia, pero dicen poco o nada sobre la materialización de esa expectativa. La saturación y la fragilidad financiera de las mayores instituciones de seguridad social, el IMSS y el ISSSTE, por no hablar de la precariedad del resto, llevan a diferir por meses la atención médica especializada e, incluso, la programación de una intervención quirúrgica indispensable.
Estamos reduciendo los índices de fecundidad. Pero si analizamos la relación entre el nivel educativo de las madres y la fecundidad, constatamos la ineludible paradoja: aquellas con más y mejores recursos para educar y alimentar a sus descendientes son, precisamente, quienes tienen menos hijos. El promedio de hijos nacidos vivos de mujeres con educación superior es de 1.1, mientras que el de mujeres sin primaria completa es de 3.3 y llega a 3.5 en las que carecen de escolaridad.
Otro dato sobresaliente, que atañe directamente a las condiciones que enfrentan las mujeres mexicanas, tiene que ver con el porcentaje de hogares con “jefatura femenina”: el Distrito Federal encabeza la lista con 31.4, le sigue Baja California con 26.0 y Chihuahua con 24.4.
Resulta interesante advertir la disminución porcentual de quienes se declaran católicos (83.9) y, en contraste, el incremento de quienes profesan las religiones evangélica o protestante (7.6 contra 4.9 hace 20 años) y de quienes afirman no profesar religión alguna (4.6).
El análisis de esa imponente masa informativa reclama el ejercicio riguroso de especialistas en materia demográfica, así como la ponderación de economistas, sociólogos, sicólogos sociales, politólogos, funcionarios especializados y tomadores de decisiones, un trabajo que evite lecturas parciales —ideológicas por naturaleza, sobre todo cuando lo niegan— y admita los disensos que enriquecen la visión panorámica.
Convendría no perder de vista que el censo constituye una herramienta indispensable para conocer y conocernos, para definir rumbos y planificar estrategias, para acentuar o rectificar. Pero sólo una herramienta, a final de cuentas.
Sería un error, de ingenuidad o soberbia, convertir al Censo 2010 en instrumento arrojadizo para neutralizar posiciones críticas, documentar las “bondades” del modelo de desarrollo dominante y celebrar las virtudes del México imaginario, ideológico y conceptual de “clases medias” —automóvil, celular, lavadora— que busca imponerse al mito genial de los 50 millones de mexicanos en condiciones de pobreza. A menos, claro, que se trate de trasladar al debate público la rigurosa perspectiva publicitaria del vaso medio lleno o medio vaso…
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
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