Francisco Valdés Ugalde / El Universal
En el mundo contemporáneo predomina una tendencia generalizada a dar prioridad en la educación, a todos los niveles, a la adquisición de los conocimientos y habilidades que capacitan al individuo para competir, hacer ganancias, “emprender” y conquistar.
Las finalidades que se alientan en el mundo cada vez más globalizado son la ganancia, el crecimiento económico, la concentración de riqueza y la sobrevivencia del más apto.
Paulatinamente, en los últimos 40 años, al haberse impuesto el predominio de estos valores, la educación experimentó el retiro de las disciplinas humanistas y de las ciencias sociales, aduciéndose que no son conocimiento útil para alcanzar esas finalidades, sino que ocupan un lugar y un tiempo que debería dedicarse a la técnica y las ciencias (“duras”, se sobrentiende). De ahí ha derivado un desprecio por las humanidades y las ciencias sociales que las ha ido recluyendo en la educación y, desde luego, las ha marginado de los presupuestos y opciones en las universidades y en las instituciones de educación superior.
En un incisivo libro, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades) aborda este problema desde una perspectiva muy crítica y, a la vez, propositiva. Nussbaum apunta que las sociedades que han elegido el crecimiento económico y el desarrollo como una meta, han escogido también adoptar sistemas democráticos, convivir democráticamente en sociedad. Sin embargo, la prioridad del crecimiento las ha llevado, equivocadamente, a la formación de capacidades técnicas y empresariales, dejando de lado la educación en las disciplinas que forman a los individuos para ser ciudadanos que puedan realizar y reconocer en otros la realización de vidas con sentido pleno y valor para ser vividas.
Al tiempo que la globalización económica ha abierto oportunidades insospechadas para el desarrollo científico y técnico, los sistemas educativos y universitarios atraviesan por una doble crisis. Por una parte, absorben una menor proporción de la población en edad de estudiar en cada nivel y, por otra, reducen su “oferta” educativa para capacitar a los individuos para conducirse como ciudadanos democráticos y “ciudadanos del mundo”, es decir, han marginado en los currícula a las humanidades y las ciencias sociales.
Las artes y disciplinas que estudian y sistematizan los valores en que se asienta la civilización y se produce el conocimiento de la sociedad, la política y la cultura han sido sojuzgadas por los “fines de lucro” y, en la medida en que se hacen prescindibles, los individuos reciben una formación trunca que los incapacita para la vida en sociedad, el reconocimiento de sí mismos y de los demás, la convivencia, el diálogo y la deliberación y, desde luego, el conocimiento del mundo.
Por el contrario, el principio de lucro da carta de ciudadanía a una economía en la que la codicia y la voracidad se vuelven los valores generalizados y hacen de quienes no los comparten y los practican vulgares “perdedores”.
En palabras de John Dewey, el gran filósofo y pedagogo estadounidense, en esas circunstancias “la realización deviene en algo que puede hacer mejor una máquina que un ser humano y el efecto principal de la educación, la realización de una vida de rica significación, queda de lado”.
Contra lo que pudiera pensarse, la propuesta de Nussbaum de recuperar las artes, las humanidades y las ciencias sociales en los currícula educativos no se riñe con el objetivo del crecimiento económico, sino que lo hace convivir con valores tan importantes como el derecho fundamental a una vida digna, la capacidad del ciudadano para informarse y participar en la polis, la convivencia en sociedad con interlocutores, no con los otros como objetos.
Nada obsta para que el crecimiento económico conviva con valores como éstos. Sin embargo, una idea del crecimiento económico basada en la codicia y la voracidad conduce necesariamente a la exclusión y a la negación de los valores que a lo largo de más de 2 mil 500 años (y más en el Oriente) han fomentado las artes y las humanidades y, más recientemente, las ciencias sociales. La prioridad de la metalización institucionalizada en los modelos económicos ha exigido la supresión de las humanidades en la educación para dar libre paso al lucro como valor supremo. Alguna vez Octavio Paz señaló que de las tres divisas emblemáticas de la revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad, la que menos han honrado las sociedades modernas es esta última. Y, en efecto, es imposible decir que en la sociedad actual, especialmente por la forma en que están organizados sus sistemas económicos, la fraternidad sea propiciada.
La educación para la vida digna y con sentido reclama las humanidades y las ciencias sociales, tanto como la técnica y la ciencia natural. Si no las incorpora, la democracia y la posibilidad de una buena sociedad vivirán bajo asedio permanente.
En el mundo contemporáneo predomina una tendencia generalizada a dar prioridad en la educación, a todos los niveles, a la adquisición de los conocimientos y habilidades que capacitan al individuo para competir, hacer ganancias, “emprender” y conquistar.
Las finalidades que se alientan en el mundo cada vez más globalizado son la ganancia, el crecimiento económico, la concentración de riqueza y la sobrevivencia del más apto.
Paulatinamente, en los últimos 40 años, al haberse impuesto el predominio de estos valores, la educación experimentó el retiro de las disciplinas humanistas y de las ciencias sociales, aduciéndose que no son conocimiento útil para alcanzar esas finalidades, sino que ocupan un lugar y un tiempo que debería dedicarse a la técnica y las ciencias (“duras”, se sobrentiende). De ahí ha derivado un desprecio por las humanidades y las ciencias sociales que las ha ido recluyendo en la educación y, desde luego, las ha marginado de los presupuestos y opciones en las universidades y en las instituciones de educación superior.
En un incisivo libro, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades) aborda este problema desde una perspectiva muy crítica y, a la vez, propositiva. Nussbaum apunta que las sociedades que han elegido el crecimiento económico y el desarrollo como una meta, han escogido también adoptar sistemas democráticos, convivir democráticamente en sociedad. Sin embargo, la prioridad del crecimiento las ha llevado, equivocadamente, a la formación de capacidades técnicas y empresariales, dejando de lado la educación en las disciplinas que forman a los individuos para ser ciudadanos que puedan realizar y reconocer en otros la realización de vidas con sentido pleno y valor para ser vividas.
Al tiempo que la globalización económica ha abierto oportunidades insospechadas para el desarrollo científico y técnico, los sistemas educativos y universitarios atraviesan por una doble crisis. Por una parte, absorben una menor proporción de la población en edad de estudiar en cada nivel y, por otra, reducen su “oferta” educativa para capacitar a los individuos para conducirse como ciudadanos democráticos y “ciudadanos del mundo”, es decir, han marginado en los currícula a las humanidades y las ciencias sociales.
Las artes y disciplinas que estudian y sistematizan los valores en que se asienta la civilización y se produce el conocimiento de la sociedad, la política y la cultura han sido sojuzgadas por los “fines de lucro” y, en la medida en que se hacen prescindibles, los individuos reciben una formación trunca que los incapacita para la vida en sociedad, el reconocimiento de sí mismos y de los demás, la convivencia, el diálogo y la deliberación y, desde luego, el conocimiento del mundo.
Por el contrario, el principio de lucro da carta de ciudadanía a una economía en la que la codicia y la voracidad se vuelven los valores generalizados y hacen de quienes no los comparten y los practican vulgares “perdedores”.
En palabras de John Dewey, el gran filósofo y pedagogo estadounidense, en esas circunstancias “la realización deviene en algo que puede hacer mejor una máquina que un ser humano y el efecto principal de la educación, la realización de una vida de rica significación, queda de lado”.
Contra lo que pudiera pensarse, la propuesta de Nussbaum de recuperar las artes, las humanidades y las ciencias sociales en los currícula educativos no se riñe con el objetivo del crecimiento económico, sino que lo hace convivir con valores tan importantes como el derecho fundamental a una vida digna, la capacidad del ciudadano para informarse y participar en la polis, la convivencia en sociedad con interlocutores, no con los otros como objetos.
Nada obsta para que el crecimiento económico conviva con valores como éstos. Sin embargo, una idea del crecimiento económico basada en la codicia y la voracidad conduce necesariamente a la exclusión y a la negación de los valores que a lo largo de más de 2 mil 500 años (y más en el Oriente) han fomentado las artes y las humanidades y, más recientemente, las ciencias sociales. La prioridad de la metalización institucionalizada en los modelos económicos ha exigido la supresión de las humanidades en la educación para dar libre paso al lucro como valor supremo. Alguna vez Octavio Paz señaló que de las tres divisas emblemáticas de la revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad, la que menos han honrado las sociedades modernas es esta última. Y, en efecto, es imposible decir que en la sociedad actual, especialmente por la forma en que están organizados sus sistemas económicos, la fraternidad sea propiciada.
La educación para la vida digna y con sentido reclama las humanidades y las ciencias sociales, tanto como la técnica y la ciencia natural. Si no las incorpora, la democracia y la posibilidad de una buena sociedad vivirán bajo asedio permanente.
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