- El heredero del apellido no heredó la virtud. El sucesor sanguíneo de quien recorrió todos los municipios del país en más de una ocasión prefiere caminar Japón: ser cosmopolita
Vanessa Romero Rocha
¿Para qué sirve un padre? —se pregunta Gastón García Marinozzi.
—Para traicionarlo—se responde.
Esa traición pasa por matarlo.
Matar al padre —metafóricamente, claro— implica destruir a quien nos precedió para poder realizarnos. Ser uno mismo. Un yo autónomo. Significa interrumpir la influencia paterna para evitar ser devorado por Saturno.
Así, los hijos de Andrés Manuel López Obrador —los que llevó en brazos y los que subieron por su escalera— han comenzado el torpe parricidio: emanciparse del padre que aún respira. Despreciar el libreto infalible que los trajo hasta aquí. Quedarse anticipadamente con el movimiento fundado por quien desde Palenque los mira.
Olvidan que el testamento ya fue otorgado: fue genuino y fue natural. Tras la sucesión perfectamente servida en la terraza de El Mayor —con vista a las ruinas nacionales y su esperanzador porvenir— Claudia Sheinbaum heredó el derecho de hablar en nombre de quien solo engendró varones. La hija elegida. Quien no lleva el apellido del padre, pero está dispuesta a cuidarlo: quien ve a Obrador no como escudo sino como prototipo.
El resto de los aspirantes, cual naipes, han caído.
Fallidos obradoristas —a quienes solo les queda el consuelo de llamarse morenistas— llevan tiempo guareciéndose en la sombra del padre: en sus kilómetros, en su legitimidad marabunta, en su creíble verbo. Buscan heredar sin esfuerzo. Beneficiarse de rebote del milagro ajeno.

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