Samuel García - El Sol de México
El anuncio llegó como trueno en día despejado. El 10 de septiembre, la Secretaría de Economía soltó la bomba: México aplicaría aranceles de hasta 50% a más de mil 400 productos de China y otros países asiáticos. La medida sonó contundente, nacionalista, protectora de la industria nacional y engranaje del Plan México.
Pero pronto se reveló otra cosa: el Gobierno no tenía los respaldos listos, ni los estudios completos que requería. En pocas semanas, la decisión pasó de “hecha” a “en pausa”, y de ahí a “en veremos”.
Lo que empezó como un gesto de firmeza frente a la avalancha asiática se convirtió en una muestra de improvisación política y técnica. Los borradores hablaban de gravámenes de entre 10 % y 50 % para bienes sin tratado de libre comercio con México, abarcando desde automóviles hasta plásticos, maquinaria, motocicletas y productos químicos. La justificación: proteger empleos e industrias ante una competencia desleal.
Pero el plan no pasó la primera prueba: la del diálogo interno. El Congreso, dominado por el oficialismo, pidió más tiempo y detuvo la discusión bajo el argumento de que el costo económico y diplomático de aprobarlo sin matices sería alto. A la vez, el gobierno chino protestó formalmente y advirtió sobre posibles represalias.
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