El gran déficit de las últimas
décadas ha sido de liderazgo. No ha habido claridad de rumbo ni ambición de
transformación: ha habido administración, pero no la consolidación de una
plataforma susceptible de conducirnos hacia un mejor futuro. Esa ausencia no
sólo nos ha impedido asir oportunidades o convertir las circunstancias en una
oportunidad, sino que ha provocado una retracción de la sociedad en su
conjunto: cada quien protegiendo lo suyo y nadie desarrollando proyectos hacia
adelante. La noción de desarrollo desapareció del mapa.
Los
mexicanos tenemos una relación de amor y odio con los liderazgos fuertes en la
presidencia porque la experiencia no ha sido benigna en ese frente: una larga
historia de imposiciones creó enormes resistencias a cualquier cambio, el
desempeño de líderes descarriados acabó conduciendo a enormes crisis
financieras y los excesos de poder conllevaron a decisiones erradas con graves
consecuencias económicas de largo plazo. Sin embargo, en todos esos casos el
problema no fue de liderazgo fuerte sino de total ausencia de contrapesos.
Aunque
imperfectos, hoy existe una serie de contrapesos que, si bien no principalmente
institucionales, han tenido el efecto de acotar el ejercicio del poder. Esto no
es malo en términos del ejercicio de la función gubernamental, pero para lograr
el desarrollo es necesario contar con contrapesos institucionales efectivos y
transparentes para todos. Sin embargo, nada de eso cambia el hecho de que el
país está ávido, y necesitado, de un líder a la vez fuerte y efectivo, pero
acotado, capaz de entender el contexto en el que opera. Es decir, con buen
juicio. Isaiah Berlin definió el buen juicio de un político como "la
capacidad para integrar una vasta amalgama de información traslapada, fugaz,
multicolor y cambiante".
El país
que Enrique Peña Nieto va a encontrar está atorado, cada una de sus partes
enfrascada en su propio laberinto. En ausencia de claridad de rumbo, el
panorama está dominado por fuerzas refractarias a cualquier cambio cuando no
reaccionarias, en el sentido literal más no ideológico del término. Ante un
futuro inexistente o poco claro, lo natural es refugiarse en lo conocido: el
pasado.
Aunque el
fenómeno sea particularmente visible en algunos ámbitos muy concretos, la
realidad es que es raro el espacio de la vida nacional que ha logrado
desmarcarse de esta tendencia. La izquierda que ha dominado los últimos años
está empeñada en reconstruir los setenta; el sector privado está encasillado en
el modelo proteccionista de desarrollo industrial; la vieja burocracia no
concibe solución alguna que no implique más gasto; el servicio exterior está
partido entre quienes prefieren "no moverle" y quienes ansían
retornar al espacio de confort que representa culpar a los estadounidenses de
nuestros males. Los priísstas todavía están por dar color, pero es obvio que
muchos añoran el ayer. El PAN está discutiendo un retorno a sus orígenes. El
pasado ofrece un refugio, así sea de perdición.
Es obvio
que en cada uno de estos grupos y sectores hay contingentes y liderazgos no
sólo claros de mente respecto a lo que es imperativo lograr, sino que lo han
hecho en sus propios ámbitos de competencia: corrientes, empresas, grupos y
espacios en general. Sin embargo, todos esos liderazgos, o potenciales
liderazgos, se encuentran acosados por el tenor general de la reciedumbre del
contexto. Ninguno, ni los que de verdad detentan poder o capacidad de ejemplo,
se atreve a sacar la cabeza. Eso mismo que es por demás visible en la lucha soterrada
por el futuro dentro de la izquierda es igual de cierto dentro del sector
privado, en el PAN y en todos los rincones del país.
Todo
mundo sabe que los viejos arreglos que siguen existiendo, así como la vieja
economía o las viejas formas de conducir a la política exterior, por seguir los
mismos ejemplos, no nos ofrecen oportunidades hacia adelante, pero nadie quiere
arriesgar su propio pellejo en un contexto en el que el éxito se sigue
penalizando y el costo del error, o de un fracaso, es inconmensurable.
Otra
manera de decir todo esto es que el país cuenta con enormes capacidades listas
para transformarlo, que las reservas de liderazgo son vastas y que, a
diferencia de Europa o EUA, nuestra situación estructural (económica) es mucho
más sólida y promisoria, por más que urjan diversas reformas y ajustes. El país
está listo para dar la vuelta pero nadie se atreve a dar el gran paso. Ese es
el déficit de liderazgo.
El status
que acaba siendo conveniente para todos pero bueno sólo para los intereses más
encumbrados. Esta paradoja sólo se puede resolver con la presencia de dos
circunstancias simultáneas: por un lado, un liderazgo efectivo; por el otro, un
liderazgo ilustrado que comprenda la dinámica que caracteriza al mundo y capaz
de desarrollar las estrategias idóneas para lograr el éxito. Al país le urge un
liderazgo claro que marque líneas estratégicas y, sobre todo, que facilite el
surgimiento de todo ese potencial que se ha venido acumulando a lo largo de dos
o tres décadas pero que no ha acabado de ver la luz.
El México
de hace algunas décadas permitía y favorecía el ejercicio casi unipersonal del
poder. Hoy las circunstancias tanto nacionales como internacionales hacen mucho
más difícil, si no es que imposible, semejante escenario. Una característica
medular del país de hoy -y de la economía global- es la descentralización del
poder y de la actividad productiva. Los controles centrales ya no son
funcionales y, en muchísimos casos, posibles. Lo que el país requiere es una
claridad de dirección para el desarrollo, lo que implica, paradójicamente,
hacer posible la multiplicación de los liderazgos sectoriales y funcionales.
Con
claridad de la naturaleza del reto, el próximo presidente tendrá la excepcional
oportunidad de lograr dos cosas que han sido imposibles en las últimas dos
décadas: romper la inercia paralizante y construir instituciones perdurables.
Eso sólo lo podría lograr un amplio acuerdo susceptible de atraer a la
ciudadanía. La mezcla de las dos es clave: destrabar lo que está atorado
apalancándose en todo ese potencial acumulado y, a la vez, construir las
instituciones que le den un espacio a todos los grupos y fuerzas políticas y
productivas. Lo primero es indispensable pero, dado el nivel de conflicto,
quizá sea imposible sin lo segundo.
Benjamin
Disraeli, uno de los grandes gobernantes de Inglaterra en el siglo XIX, decía
que "las circunstancias están más allá del control del hombre, pero su
manera de conducirse está en sus manos". La oportunidad es inmensa y la
complejidad del momento la hace tanto más grande.
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