- El sanguinario ataque contra un grupo de estudiantes rurales en México cumple una década. El caso, repleto de incógnitas, revela las conexiones entre el crimen organizado y las autoridades. Pese a los esfuerzos en las búsquedas, la práctica totalidad de los cuerpos sigue sin aparecer
Pablo Ferri - El Paìs
Foto: CNDHTres trozos de hueso de tres muchachos. Es todo lo que se ha recuperado de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, desde que desaparecieron, hace ahora 10 años. Aunque en sentido estricto, hay algún trozo más. De Christian Rodríguez, por ejemplo, aparecieron dos trozos, uno en 2019 y otro en 2020, en una barranca boscosa, en mitad de la nada. Ni en el caso de Rodríguez, ni en el de los otros dos, Jhosivani Guerrero y Alexander Mora, se sabe con precisión cómo llegaron sus huesos a donde llegaron. El del primero apareció en la misma barranca que los de Rodríguez, con meses de diferencia. El del segundo en un río, apenas unas semanas después del ataque contra los estudiantes.
Los huesos de los tres muchachos, las circunstancias en que fueron hallados, el relato a su alrededor, dibujan una de tantas puertas de entrada al universo Ayotzinapa, una de las grandes vergüenzas del México moderno, un caso que ilumina una realidad mil veces probada en el país, la cercanía –cuando no algo más– entre el crimen organizado y las diferentes esferas del Estado. Dos gobiernos han naufragado en este caso oceánico, aunque por motivos muy distintos. El primero, dirigido por Enrique Peña Nieto (2012-2018), trató de cerrarlo en falso, valiéndose de la tortura como técnica de investigación. El segundo, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, avanzó hasta que las pesquisas toparon con las Fuerzas Armadas.
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