jueves, 14 de mayo de 2009

DESIGUALDAD Y POLITICA SOCIAL


David Ibarra

La desigualdad ha sido, es y quizá será característica crónica de la sociedad mexicana. Los paradigmas rectores, políticos, económicos y sociales se han alterado sin remediar la situación.
Hoy, la idea de que los fenómenos políticos, las constelaciones institucionales o la propia macroeconomía son los que determinan o influyen en el reparto distributivo resulta incompatible con las tesis del neoliberalismo.
Conforme al modelo de libre competencia, los trabajadores reciben como salario el valor marginal de lo que contribuyen a producir. Se trata de una conclusión microeconómica que sólo puede alterar para mal, se dice, la intervención del Estado. Si el valor agregado marginal de los trabajadores es bajo, los salarios también lo serán. Aquí se encuentra la explicación ortodoxa al trabajo informal, cuya existencia depende de escapar de los costos de la seguridad social y de las contribuciones impositivas.
El credo neoliberal divorcia a la política social de la política económica, para centrarlo en la tarea limitada de mitigar los efectos de la pobreza en los grupos sociales que el mercado no alcanza a incorporar a la vida económica moderna sin aportar soluciones a los mecanismos que los sumergen en la situación de parias sociales.
Se produce, entonces, una desarticulación medular de las políticas públicas. A las políticas sociales se les fija el triste papel de hacer tolerables las desigualdades que producen las primeras. En contraste, a las estrategias económicas no se les responsabiliza del engranaje que sin cesar produce y reproduce exclusión y pobreza.
En la realidad mexicana los resultados del modelo neoliberal están a la vista. Más de 35% de las familias está encasillado en la pobreza y 10% en la indigencia, números que el receso económico mundial amplificará considerablemente.
Los trabajadores amparados en el IMSS y en otras instituciones estatales suman algo más de 14 millones, mientras la población activa asciende a 43 millones. Lo anterior significa que dos tercios de la fuerza de trabajo carece de coberturas sociales completas, sea por ubicarse en el sector informal o porque hay violación de las leyes laborales. La participación en el producto de 10% de las familias con menor ingreso asciende a menos de 2%, mientras el 10% más rico toma 40%.
El mercado de trabajo registra desajustes mayúsculos. La ocupación agrícola viene reduciéndose en números absolutos desde 1993, el empleo manufacturero prácticamente se ha estancado desde 2001 y comienza a contraerse. En contraste, los servicios ya absorben 60% de la población ocupada, en la que la informalidad representa más de la mitad. La tasa de condiciones críticas de ocupación casi abarca 11% de la fuerza de trabajo.
Los índices de salarios mínimos han caído en términos reales 46% y los manufactureros apenas crecieron 7% en los últimos 17 años. La tasa de mortalidad infantil de menores de cinco años es tres y media veces mayor a la de Chile, cuatro a la de Cuba, más del doble de la de Costa Rica, y un tercio superior a la de Uruguay y Argentina. Por último, la crisis financiera global se transforma en crisis global de la pobreza que afectará irremediablemente.
Las respuestas gubernamentales al desbarajuste social han estado cargadas de ideología o han sido simplemente reactivas. Se ha fomentado la segmentación privatización de algunos servicios sociales, sobre todo los de salud y educación. La proliferación de hospitales o de centros educativos privados tipifica la tendencia a fomentar servicios caros a los grupos adinerados.
De esta manera se reducen las demandas presupuestarias, pero se crean nuevas separaciones sociales de segunda generación. Por razones análogas se han privatizado los sistemas de pensiones de los trabajadores y empleados, pasando de un sistema de beneficios definidos a otro de aportaciones definidas. Dado que el Estado se responsabiliza de que las pensiones alcancen cifras mínimas, el ahorro público que se consiga será, en el mejor de los casos, transitorio y la reforma habría servido simplemente para multiplicar los negocios financieros privados.
El sentido político y aun técnico de los cambios en la acción social de los últimos años ha dado respuestas inconexas a las tensiones relacionadas con el desempleo formal y la concentración del ingreso. No es entonces de extrañar que se presenten contradicciones, duplicaciones y hasta competencia exacerbada por recursos presupuestarios escasos que les restan coherencia y alcances.
Entre los cambios de corte conservador está el cambio de régimen a las pensiones, factor principal que ha elevado las aportaciones gubernamentales a la seguridad social (reforma pensionaria) de 2.7% a 7.61% del presupuesto del sector público entre 1994 y 2007.
En sentido inverso cuenta la disminución de las aportaciones federales al sistema educativo, sobre todo a las entidades federativas (reforma descentralizadora) de 2.04% a 0.76% del producto, en el mismo periodo. En ambos casos, es nulo o negativo su impacto en el bienestar ciudadano.
Aun así, la insatisfacción generalizada y la presión electoral empiezan a influir en las políticas sociales. De compararse los primeros años de la década de los 90 con años recientes, el gasto social en relación al producto ha crecido de 6.5% a 10.2% y respecto al presupuesto federal de 41% a 59%, aunque mucho de los incrementos se destinan a las reformas conservadoras.
Con todo, nace el Seguro Popular que cubre parcialmente y para bien a la población desprotegida. Dicho esquema ha absorbido más de 26 miles de millones de pesos en los últimos seis años, con la tasa de ascenso muy superior a la del presupuesto del IMSS. Sin embargo, se trata de un proyecto que implícitamente subsidia al trabajo informal, perpetua la dicotomía del mercado de trabajo y propicia la evasión tributaria.
En términos estructurales, la acción social se encuentra casi abandonada: primero, la política económica limita los alcances de la política social al dar prelación secundaria al objetivo del empleo y el crecimiento.
Segundo, las instituciones de seguridad social están fragmentadas, ofrecen coberturas diferentes, creando ciudadanos de distintas clases. Por ejemplo, los trabajadores del sector moderno de la economía reciben trato privilegiado conforme a nuestros estándares, pero los informales han de limitarse a los beneficios incompletos del Seguro Popular.
Tercero, faltan objetivos claros de largo plazo que impriman sentido y coherencia a las políticas coyunturales. En este último sentido habría que avanzar en universalizar paulatinamente los servicios sociales básicos, aunque lleve tiempo lograrlo y se requieran reformas fiscales razonables. No se trata de plantear utopías; en Costa Rica, Brasil, Chile y Cuba hay accesos universales a los servicios de salud. ¿Estaremos condenados al rezago social permanente y a la pasividad frente a la crisis universal de la pobreza?
Fuente: el Universal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario