Ilán Semo /I - Periódico La Jornada
A principios de 1971, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, John Connally Jr –antiguo gobernador de Texas, quien recibió un balazo cuando acompañaba a John F. Kennedy en su última y fatal gira– sugirió a Richard Nixon una medida rotunda para hacer frente a las compras masivas de oro por la banca internacional: desvincular el valor del dólar de su equivalente en oro. Su argumento fue elemental: Los extranjeros nos quieren joder; nuestro trabajo consiste en joderlos primero. Ecos de esa misma acometividad resuenan hoy (en calidad de ensañamiento) en la auténtica masacre arancelaria diseñada por Peter Navarro y Howard Lutnick. El shock provocado por Nixon en 1971 permitió a Washington inducir la crisis petrolera de 1973-1977 –que estuvo a punto de derribar a la economía mundial–, establecer el dólar como moneda franca del mercado global y dar comienzo a la era neoliberal. Por cierto, fue Henry Kissinger quien disipó todas las dudas al respecto. Lo aclara en su autobiografía, en el capítulo que lleva por título la pregunta: ¿Quién provocó la crisis petrolera? Él mismo responde en la primera frase: Fuimos nosotros.
Neil Ferguson, el historiador británico, puso de relieve recientemente otro aspecto del exotismo de la singularidad estadunidense. Ningún imperio en la historia, ni Roma ni Estambul, ni España u Holanda, tampoco Inglaterra, logró preservar su hegemonía después de perder el control de su déficit fiscal y adentrarse en la ruta de los saldos rojos de su balanza comercial.
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